CutreCamp.

Aunque nadie sabía bien cómo calificarlo, el sitio se llenó. En realidad, habíamos improvisado bastante eligiendo el lugar y poniendo la fecha. Nos tocó subsanar esa premura con una campaña constante de llamadas y mensajes. Queríamos que estuvieran los máximos posibles y para eso había que insistir en quienes viajaban desde fuera y quienes ocupaban la agenda con labores mundanas. Al final, un 7 de octubre, como si de una crónica deportiva se tratara, se juntaron más de 110 personas enfrentadas en 11 equipos, pulseras de distintos colores y prendas del mismo sastre: aquel que las marcas usan para regalar ropa con su publicidad impresa.

El motivo era ese: juntarse de la forma más cutre posible y conmemorar algo que pocos se atrevían a definir. Era un cumpleaños al que aún le faltaban meses. Un aniversario al que todavía no se le encuentra el día exacto. O incluso un enlace nupcial sin papeles que firmar ni pérgola que atravesar. Daba igual. Desde primera hora (o incluso la noche anterior) los invitados fueron llegando y apuntándose en una lista que solo Jara entendía. Despachaba a los aterrizados en habitaciones, grupos de juego y tareas mientras ojeaban el entorno buscando el grifo de cerveza.

Las hoces del horizonte hicieron el resto y el relato echó a andar: había gente apurando jarras, otros que mezclaban en vasos de plástico y algunos que mantenían la compostura para aguantar en los próximos puntos del día. Uno, el primero, era adivinar algunos datos personales desde las mesas del almuerzo. Y en este terreno había quien estaba muy enterado. Juanas, por ejemplo, acudía al estrado en cada respuesta, como un apuntador, y protestaba, justificando la cifra verdadera después de cálculos matemáticos y de recurrir a su prodigiosa memoria. Hubo quejas, motines por tongo y algún salto de emoción. La estampa solía ser más o menos así:

Siguió la tarde con esas actividades en las que Jara sumaba o restaba números y los asistentes se dedicaban a criticar o hacer alegaciones. Se ve mejor la dinámica con un par de imágenes, en las que la violencia roza lo explícito:

Con los ganadores y perdedores ya definidos, ajusticiados con un oportuno castigo medieval, dimos paso a las ruinas. Consistía en rememorar momentos bochornosos sobre los organizadores. Contar, por ejemplo, que Jara se dejó toda una maleta en la bodega de un autobús nada más llegar a un sitio playero o que no hay retrete de amigos que yo no haya utilizado. La noche y el alcohol precipitaron el acto. Se quedaron pendientes algunos ponentes y nuestro alegato a la amistad.

Yo, por ejemplo, tenía pensado recordar ese inicio opuesto a una comedia romántica y cómo me vi aceptado inmediatamente por su círculo. Cucho, por ejemplo, preguntaba cada día si Jara se había echado un novio o un llavero. Isra repetía que es que Jara a partir de las cinco de la mañana se iba con cualquiera y Juanillo suspiraba a menudo y clamaba: «Joder, si Jara es una tía con buen gusto. ¡No entiendo qué hace contigo!».

Pensaba narrar que, a pesar de eso, hemos seguido. Incluso atravesando episodios muy duros. Hemos vivido una lesión seria, un incierto ingreso hospitalario, la muerte de familiares muy cercanos, un cáncer o algo peor: soportar mi cara cada vez que cenamos por más de tres euros. Y el amor, al contrario de lo que pueda parecer, ha ido creciendo hasta el punto de que, hace unos meses, estando solo en Colombia y en Cuba, echaba de menos cosas cotidianas tan lamentables como cuando se muerde las uñas de los pies o acumula pañuelos usados en la colcha. 

Y el sábado dio fe de eso. Acompañados, como se ha mencionado, de la gente que nos ha ido moldeando. Estaban allí los testigos de toda una vida, que se acerca a las cuatro décadas. Mi hermano y primos, que conocen hasta cómo me sacaron del vientre materno. Mis compañeros de pupitre en diferentes etapas de la educación obligatoria. Con quienes sobreviví a varias universidades. Con los que conquistamos Belfast y enseñamos a los irlandeses a pronunciar Ramones (con una erre bien marcada y terminando en una ese sonora). Con quienes aprendí un oficio nuevo mientras fundíamos de litronas la nevera del chino y con quienes he empeñado veranos interminables. Todos, imprescindibles. De madrugada ya la pista era un revoltijo donde se bebía a morro, se bailaba y se berreaba con las botellas en la mano, como aquí:

También acusamos ausencias importantes, pero se puede convenir que tuvimos al lado a los máximos protagonistas de nuestras vidas. Y celebrarlo con risas, comida y bebida era lo mínimo que podíamos hacer. Terminó al amanecer, con barriles vacíos y copas a medias diseminadas por el suelo. La juerga gozó de ánimo besucón y de valoraciones que apuntaban en una misma línea. Yo pensaba que iba a ser imposible abarcar lo que se sintió si no se experimentaba, pero los fotones de Arcenillas vuelven a contradecirme. Ya saben: es capaz de hacer milagros. Aunque no reproduzcan algunas frases escuchadas, como cuando Chisco se cruzaba con cualquier grupo y soltaba: «Sois los mejores y os quiero mucho». Por el grado etílico, podría habérselo confesado hasta a un árbol, pero no hay una manera mejor para resumir esa jornada que nadie sabe bien cómo calificar.

Verano.

Ha llegado el viento y es hora de recapitular. El verano trajo estampas que pocos imaginarían. En Madrid, con ese sol impío que escama las aceras, las calles se transformaron. No es que no hubiera nadie, no. Es que quien soportaba los meses de julio y agosto en la ciudad parecía contrariado. Las conversaciones versaban sobre la temperatura, incluso cuando había cosas interesantes que contarse. Sin querer parecer magnánimo ni peliculero, diría que he visto cosas que nadie creería. He visto, por ejemplo, a un tipo cortando sandía sobre el capó de un coche para vender los trozos en cucuruchos por el andén de la estación de Entrevías, como si estuviera en una playa de Cartagena de Indias.

También he subido a un tren a mediodía que llevaba la luz apagada y se quedaba en total oscuridad -a 50 grados- cuando atravesaba los túneles del centro, como si viajáramos de madrugada en un convoy de Calcuta. He contemplado a una señora que portaba un cesto de fruta en la cabeza, como en un puerto africano, y he sido testigo del suspiro al unísono de cuatro trabajadores observando, desde el banco de enfrente, cómo una mujer de nalgas pulposas bajaba la persiana metálica de su establecimiento hasta abajo, a unos centímetros de sus ojos. Cada tarde me he cruzado con cuatro señoras de vestido floreado y peinado de permanente que oteaban la situación en silencio mientras movían sus abanicos en una perfecta coreografía. Y, por último, he comprobado cómo en los autobuses gratuitos que han puesto para suplir el metro en Vallecas la gente pedía la vez, como si estuvieran en una parada de guaguas de La Habana.

Con este panorama de cautivo en la metrópoli no me quedaba otra que ir rebotando cada fin de semana hacia el norte. Jara peinaba la costa y yo ejercía de yoyó. Le dije que empezara por Burdeos, donde plegué mi último morral y donde había entrado en una librería donde Helène, presumiblemente la responsable, dejaba su valoración en cada libro que leía, que eran casi todos los expuestos en las mesas. Su particular faja siempre era igual: «Un gran enamoramiento». Daba lo mismo que fuera un éxito de novela negra que una fábula norteamericana:

Una primera huida nos hizo recalar donde Haritz, que siempre espera con un cazo en los fogones. Fuera llovía, y su caserío era un refugio de atún con ensalada. Nos dio tiempo de comer, echarnos la siesta, ver cómo se compaginaban los cafés con la lactancia y seguir hacia alguna playa donde se habían exiliado los residentes en la meseta.

La única foto que sacamos de aquellos instantes muestra una mezcla de costumbrismo y cuento gótico:

Después siguió la rutina: resbalábamos los insomnes por la emetreinta sin tregua marítima y por la tarde, en esas horas de búsqueda de la sombra, las bibliotecas se llenaban de lectores acomodados bajo el chorro de aire acondicionado. Yo me acordaba de lo que había leído en lo último de Daniel Bernabé, Todo empieza en septiembre: «Las ciudades son, más que mapa, tránsito por donde cada día circulan sueños y fantasmas que aplacamos fingiendo movimiento». Y Madrid, sigue, «o bien te devora o bien se te mete dentro».

Jara, mientras, se escondía en los bosques asturianos y conspiraba con los osos para no ser encontrada. Solía relatarme sus jornadas así de tajante: «Hoy no he hecho nada». De vez en cuando podía unirme al retiro y registrar esa afirmación:

Inmediatamente, pensaba en esto que escribió Wisława Szymborska y que rellenaba de poesía mis áridas tardes:

Ocurre que estoy sentada bajo un árbol,
a la orilla del río,
en una mañana soleada.
Es un suceso banal
que no pasará a la historia.
No son batallas ni pactos
cuyas causas se investigan,
ni ningún tiranicidio digno de ser recordado.

Y sin embargo estoy sentada junto al río, es un hecho.
Y puesto que estoy aquí,
tengo que haber venido de algún lado
y antes
haber estado en muchos otros sitios,
exactamente igual que los descubridores
antes de subir a cubierta.

El instante más fugaz también tiene su pasado,
su viernes antes del sábado,
su mayo antes de junio.
Y son tan reales sus horizontes
como los de los prismáticos de los estrategas.

El árbol es un álamo que hace mucho echó raíces.
El río es el Raba, que fluye desde hace siglos.
No fue ayer cuando el sendero
se formó entre los arbustos.
El viento, para disipar las nubes
antes tuvo que traerlas.

Y aunque no sucede nada en los alrededores,
el mundo no es más pobre en sus detalles,
ni está peor justificado ni menos definido
que en la época de las grandes migraciones.

No sólo a las conjuras acompaña el silencio.
Ni sólo a los monarcas un séquito de causas.
Y pueden ser redondos no sólo los aniversarios,
sino también las piedras solemnes de la orilla.

Complejo y denso es el bordado de las circunstancias.
Tejido de hormigas en la hierba.
Hierba cosida a la tierra.
Diseño de olas en el que se enhebra un tallo.

Por alguna causa yo estoy aquí y miro.
Sobre mi cabeza una mariposa blanca aletea en el aire
con unas alas que son solamente suyas,
y una sombra sobrevuela mis manos,
no otra, no la de cualquiera, sino su propia sombra.

Ante una visión así, siempre me abandona la certeza
de que lo importante
es más importante que lo insignificante.

Solo rompía ese estado de placidez su empeño en jugar, ya fuera dentro de la furgoneta o en Moratalaz. Su felicidad, claramente, chocaba con el estado del resto de participantes. Cuando conseguía despejar las mesas de pipas y litronas vacías, solía conseguir algo así: su sonrisa frente al luto de los oponentes, en este caso Pablo y Patri.

Otra escapada imprescindible fue a Tavernes. Allí me esperaban mis padres con una paella y Lelo con un botellín. Por las mañanas remojábamos los pies en la piscina infantil, vigilando a la prole, y hablábamos del pasado. Lelo se quejaba de la falta de progreso en este rincón mediterráneo. «Ya no hay bares ni hay jóvenes», protestaba, echándose crema. «Antes yo me iba a Valencia un miércoles, volvía el viernes y necesitábamos horas para ponerme al día de lo que había pasado; hoy todo está muerto», resoplaba, lamentado que su hija no fuera a vivir esos meses eternos de tardes de voley y noches de copeteo.

Tampoco lo experimentarían los de Martita, Álex o Azahara, que en una cena junto al lago celebraron la vuelta de una discoteca entre naranjos como una victoria popular. Rememoramos esa tarima con rejas, esa piscina que alguna vez tuvo espuma, esos paseos por las huertas y aquel olor a adolescencia que se impregnaba nada más pisar la región, como la brea que motea la orilla y aturde a las medusas. Brindábamos con cazalla, esperando agarrar algo del pasado, pero, como dice Alejandro Gándara en Primer amor, «nos separaba mucha vida, los dolores de los que tratábamos de reponernos, las equivocaciones que aún teníamos que perdonarnos, las esperanzas que no se cumplieron, la fe que se perdió por el camino».

«Quizás lo que hemos dejado de hacer es también parte de nuestra vida. Lo vivido y lo sin vivir nos convierte en los que fuimos y en lo que no fuimos. Con la misma garantía, con la misma sólida identidad», añade el escritor, que me recordó a otra parte fundamental de mis jornadas estivales: el amparo de la sauna. Allí nos reuníamos unos pocos osados y sacábamos de nuevo el tema del calor. Salva, un jubilado que no faltaba ningún día, se marchaba con una advertencia: «Que todo vaya bien. Nunca a peor». Una de estas veces, a solas con otro usuario menos habitual, empezamos a hablar del futuro a medio plazo si ya en Madrid se vendía fruta como en el Caribe o se estropeaban los trenes como en la India.

Este acompañante amanecía preocupado por las circunstancias, que adivinada como algo sin retorno. «Y ya no es por mí, es por las siguientes generaciones», suspiraba. Lo dijo añadiendo que él no tenía hijos, pero sí sus amigos. Con la confianza que otorgaba este oscuro rincón y con la posibilidad de que, eventualmente, fuéramos los únicos supervivientes de un universo a punto de extinguirse, le pregunté: «¿Te arrepientes de no haberlos tenido?». Me contestó al instante, restregándose el sudor de la cara antes de levantarse y salir a la ducha: «A ratos, pero como de todo lo que no he hecho».

Grillos

Pablo llamó de repente y me preguntó: «¿Tú sabes que sin los grillos no existirían los escarabajos?».

Me pilló frío y, obviamente, le respondí: “Ni idea».

«Vente a casa y te lo explico», colgó.

Cuando llegué a Moratalaz tenía en el proyector una lista interminable de vídeos en blanco y negro. Escuchamos a los Cascades, a los Rivieras y, por supuesto, a los Crickets. «¿Ves?», decía Pablo, descifrando aquel interrogante del principio: «Sin los Crickets no existirían los Beatles», repetía, parafraseando a Paul McCartney.

Terminamos pronto con ese repertorio. Era hora de salir hacia el Wizink. Teníamos, precisamente, entradas para Loquillo y llegamos de milagro: decidimos ir parando en cada terraza de Pavones. Antes de subir a la grada, Pablo se probó varias camisetas y, mientras escuchábamos el recital, me susurró: “No hay duda de que es el mejor frontman de España, con permiso de Pedro Sánchez”.

Antes, en la tienda de merchandising, le había dicho esto a un señor de silueta robusta: «Píllate un número más, que aquí te ves muy bien, pero luego la notarás demasiado apretada». No se puede decir que él siguiera su propio consejo:

Después de una primera mitad de espectáculo con canciones actuales y de gente tarareando sin convicción, Loquillo tiró de clásicos. Y menos mal: Pablo ya había amenazado con irse si no tocaba El Rompeolas. También mezcló con electrónica los primeros acordes de Feo, fuerte y formal, momento en el que aproveché para grabarle un vídeo a Comes: no hay nada que me recuerde más a ella que ese arranque de guitarra. Siempre va acompañado por su sonrisa burlona, un tercio en la mano y un cabeceo aproximándose para entonar, entre el vacile y la camaradería, «no vine aquí para hacer amigos, pero sabes que siempre puedes contar conmigo…».

Una frase que retumbaba en mis oídos como un deseo, porque Comes es la persona con la que siempre quieres contar. La que soluciona los problemas de cualquiera que esté a su alrededor, la que pregunta si te han dado la comida oportuna, la que invita a una feria que incluye cenas de alto copete o cócteles mirando al mar y la que nunca se olvida de darte rosquilletas sin gluten, sabiendo que no las encontrarás en ninguna otra parte del globo.

Por eso, aquel anhelo de complicidad -a carta cabal- se cumplió cuando, en una conversación secundaria, escuché cómo decía: «Es Alberto, el meu amic de Madrid». Unas palabras que eclipsaban a los platos de estrella Michelin que me esperaban con ella en Valencia, a las catas de vinos con brindis sonoros y poco criterio o a las mesas compartidas tratando de escribir algo al alimón:

Después del concierto, con Pablo satisfecho por ese estribillo que declina hablar del futuro, nos fuimos a un bar de la zona. El público, de una edad más dada a otros ritmos, se había retirado. Nosotros, sin embargo, nos metimos en uno que mezclaba underground de patillas y parches con música experimental. Mientras apurábamos más cervezas, vimos cómo una pareja con pinta de quedar a través de aplicación virtual se enrollaba delante de nuestros ojos. Lo hacían con una fruición que desaparece a partir de los 30. Me acordé de Yuri Herrera, que dice esto en La transmigración de los cuerpos: «Él dejó que su lengua fiesteara como fiestea la lengua cuando no le piden verbo».

Se lo conté al día siguiente a mi hermano, que suspiró: «¡Qué tiempos aquellos de darse el lomazo!», declarándose «nostálgico del filete». Y se lo narramos a Álex un poco más tarde, durante un viaje navideño. Tocaba Líbano. Estábamos en la capital, fumando narguile de cara al Mediterráneo, cuando Pablo atajó la historia y sentenció: «Total, que éramos dos borrachos mirando cómo los jóvenes se morreaban».

Habíamos acabado en Líbano de rebote. Lo organizamos poco antes y sólo teníamos un coche para recorrerlo, sin una idea clara de hasta dónde podríamos conducir. Nada más llegar, de hecho, terminamos en una habitación cuyas persianas no se podían ni subir ni bajar por la falta de electricidad. Nos pareció una buena metáfora del país: pudiendo poner algo manual, que lleva siglos funcionando, colocan algo mecánico a pesar de que cada día cortan unas horas la luz. Además, cargábamos con El día que Nina Simone dejó de cantar, de Darina Al-Joundy, y corroboramos eso que dice su autora sobre los años de guerra: «En pocos meses, el corazón histórico de Beirut fue arrasado para dar paso a un terreno vago y a unas fachadas de lujo vacías. Vacías como nuestra memoria».

Esa primera noche, deambulando por algunas callejuelas con mesas en plena acera, terminamos en un karaoke celebrando un cumpleaños. Estábamos en una sala privada con botellas en un cubo y una pandilla de libaneses cantando indistintamente en inglés, francés o árabe. Rellenaban los vasos con generosidad en cuanto te despistabas. Álex se animaba de vez en cuando el micro y se unía al barullo. Al acabar, su valoración no tenía nada que ver con la música: «En Líbano, las mujeres tiene un tren inferior muy desarrollado», ilustraba, definiendo en lenguaje de gimnasio el físico poderoso de unas chicas que danzaban alegremente, coordinando vaivenes de cadera con un desprejuiciado juego de manos.

Al dejar la capital, fuimos conscientes también de lo que escribe Elías Khoury en El espejo roto: «En el Líbano interpretamos la comedia de la muerte. No hay otro pueblo del mundo como el libanés para convertir lo sagrado en una farsa con tanta perfección. Aquí, incluso la muerte da risa. Tenéis que reír, hermanos. En este país nada termina. Lo que se va, regresa, y si no regresa, regresa su fantasma. A nadie parece molestarle».

Fuimos conscientes de ese espíritu más adelante, cuando atravesamos montañas lampiñas, recorrimos ruinas con vistas al mar, visitamos un museo de propaganda bélica o acabábamos en locales que servían vino peleón en botellas sin etiquetar. A nadie le molestaba esa farsa generalizada. Lo único que molestaba en el camino, y no era a los libaneses, era que Pablo se presentase como «mitad madrileño, mitad valenciano». Un insulto a toda una región que provocaba que Álex se revolviera y nos llamara «mesetarios».

Ningún día faltaba la parada en un puesto de dulces para que este heredero adoptivo de los fenicios pidiera lo más almibarado y lleno de pistachos y alcanzara la felicidad para el resto de la jornada:

En aquellas jornadas por Líbano, salpicadas a cada rato por risas y anécdotas, recordaba otras de semanas atrás, cuando decidimos pasar las fiestas en Albania. Allí tuve que hacer un trayecto junto a un conductor desdentado que manejaba el volante mientras elegía vídeos de Rosalía en una pantalla inmensa pegada a la guantera. A su lado, de copiloto, un niño de trece años fumaba un Marlboro tras otro. «Empecé a los doce», exhaló con orgullo y veteranía. No me extrañaba semejante hábito: esa misma mañana había visto un mercado en Tirana donde se vendía el tabaco por montones:

Me recordó también a esa bolsa de picadillo rancio que trajo Javi a Madrid desde Estambul cuando vivíamos en Cavanilles. Estaba llena de hebras y ramas secas que dejaban la garganta rasposa, como la de un rumiante en el Sáhara. Solo recurríamos a ella en caso de emergencia, es decir, cuando nos daban altas horas de la madrugada y hurgábamos sin éxito en paquetes vacíos. En unos meses, lógicamente, nos la terminamos.

En Albania, aparte de trayectos sinuosos con dos acompañantes más pendientes del mechero que de la carretera, hicimos una ruta por los murales que decoraban los edificios soviéticos de la capital. Jara nos llevó, además, por cada monasterio, cada muralla y cada museo donde se percibía la etapa estalinista del país, a manos de Enver Hoxha. Quizás echaba de menos aquel régimen tras subirnos a la bici un domingo y pedalear hasta el cementerio civil de Madrid:

De aquel periodo de hormigón quedaban búnkeres y poca nostalgia. Las plazas antiguamente vigiladas por los líderes de la revolución eran ahora ferias donde la gente apostaba y bebía sin tregua. Se servía comida en platos de pizarra, se bebían yintónics de marca entre parafernalia comunista y se escuchaban acordeones bajo el furor de las compras navideñas. Y nosotros nos abandonamos obedientes a la estridencia de lanzar aros para ganar una colonia o de ver fuegos artificiales desde un lago artificial. La verdad es que fue el corto simulacro de una vida maravillosa.

Pero todo sigue. El invierno ha dado paso a un brusco verano y se antojan destinos más cercanos. De ahí que el último fuera el sur de Francia. Ese espacio plagado de pinos en las proximidades del Atlántico donde Claire y Etienne han montado una tribu ajena al ruido. También se desplazó Solène a este punto indeterminado, figura imprescindible de la gran familia que formamos en Belfast. El sitio se prestaba a gastar el día en una mesa, descorchar champán de distintos colores al compás del sol, jugar a las cartas y revisar fotos antiguas. No pintaba nada mal:

Los álbumes que hojeábamos, en papel, nos mostraban a unos jóvenes ilusos con gorros de lana en la cabeza como prenda imprescindible. En aquellas latitudes jamás adivinamos los cuerpos del otro, ocultos bajo capas de abrigos y bufandas. No como lo que vendría más tarde, bañándonos en el océano con lo mínimo y caminando descalzos sobre la hierba. En Francia trepamos árboles, pusimos manteles en la arena y nos ahogamos de la risa rememorando aquellas noches ingenuas de películas y cuartos compartidos. Cuando hicimos el cálculo del tiempo transcurrido desde aquella aventura del Ulster y caímos en que estábamos al borde de celebrar dos décadas de aquello, planeamos una inmediata cita multitudinaria. Además de asombrarnos, claro, por la velocidad a la que ha corrido el calendario. Ya lo había avisado poco antes Tatiana en un mensaje de voz: «A ver, chavales, que yo este año cumplo 45. ¡Que le hemos dado la vuelta al jamón!».

Y llevaba razón. Porque, aunque ya no nos demos besos como nutrias, aunque ya sepamos que sin los grillos no existirían los escarabajos o aunque ya no recorramos antiguas repúblicas soviéticas con el idealismo de entonces, seguimos asomados al rompeolas. Sabiendo que el futuro es una ilusión y que, como escribe Mauro Libertella en Un futuro anterior, «lo que construimos hoy lo hacemos sobre los escombros de ayer, nada desaparece». Porque, como sostiene el autor uruguayo, «llamamos vida a lo que viene después de la niñez, y es mentira: la vida es la niñez; el resto es inercia, la de continuar en la batalla hasta la muerte. Pero ya no hay emociones tan intensas como entonces. Con la infancia se aprende a detectar la injusticia, a padecerla tantas horas como dura un día, a comprender que el infinito es tan limitado como inocuo, y que nada garantiza la ecuanimidad y la honradez».

De vuelta, me sonó el teléfono de nuevo. Era Pablo. Me soltó: «Canijo, prepárate, que esta noche toca Carolina Durante en el Wizink. Vienen con teloneros y seguro que son Los Nikis. Porque, ya sabes: sin Los Nikis no existiría Carolina Durante».

Al rato estábamos allí. Tolchoqueando, aunque no esté de moda.

Sabroso.

Lo peor no eran los apagones, las interminables esperas para cualquier nimiedad o ese sudor ubicuo que brotaba hasta sentado bajo un ventilador, a la sombra. Lo peor era saber que al volver no tendría la posibilidad de contárselo a mi tío. Que no tendría que prepararme un argumentario más o menos sólido para defender un sistema caduco. Y que no escucharía su sentencia favorita, totalmente cierta a pesar de no tener poso empírico: «A mí me dicen que cada año que pasa, Cuba es un año más vieja».

Lo peor, en definitiva, era saber que cualquier anécdota se quedaría sin su escucha o que incluso mis cambios de parecer sobre este régimen incomprensible, quizás por la edad y por las circunstancias actuales, hubieran diluido nuestra opinión contrapuesta sobre la isla. Pero no hay una solución a ese vacío, así que solo queda disfrutar la experiencia y fantasear sobre cómo le habría narrado a mi tío los días en La Habana y esas escenas cotidianas que convierten al país en un germen infinito de historias. Ya lo dice Carles: el surrealismo existe gracias a que en Cuba existe el realismo.

Porque, a pesar del desánimo que cunde ahora, siempre hay un chascarrillo que devuelve la magia. Por ejemplo, en el autobús del aeropuerto al centro -que ya lucía atiborrado desde la primera parada, a las seis de la mañana, a pesar de salir de un descampado-, el conductor animaba a apelotonarse atrás. «El fondo está vacío», gritaba a una multitud que colocaba torsos y cráneos entre brazos y cuellos ajenos. «Lo único vacío aquí son nuestros bolsillos», le replicó un pasajero, ante la risa y aprobación general.

Ocurría lo mismo poco después, cuando el sol adormecía las calles y una especie de galería parecía cerrada. Al preguntar si podía pasar, la señora de la recepción me respondía: «Claro que puedes. Y también puedes invitarme a un paseo y que nos tomemos un helado, que hace mucho tiempo que no salgo», levantando una carcajada de sus compañeras y despertando del letargo a quienes deambulaban por sus estancias. Porque Cuba, independientemente de sus periodos más o menos críticos, inventa un lenguaje, una realidad, para soportarlos. Como cuando alguien alega que «le ronca el mango» tener que hacer algo o que en la isla no vale ir con hambre europeo. Allí, comentó un chófer que paraba en cada mercado de abastos, hay que tener «estómago de temporada»: es decir, que tienes que prepararte para que el acompañante del arroz sea aguacate, repollo o guayaba según el mes. No hay menús alternativos. Yo, en estas semanas, me quedé sin zapotes.

No pasaba nada. Llegaba de Colombia, que ofrecía en sus puestos callejeros y en sus conversaciones un festín de sabores. Allí había estado con Neto, que nada más recogerme en Bogotá y viendo las multitudes que corrían de noche por La Candelaria, me dijo: «Es que aquí, desde la pandemia, la gente se ha engomado con la trotada». Disimulé para que pensara que lo entendía y pedí un café, palabra que daba por similar a la que utilizamos nosotros y que servía para seguir visitando la zona, pertrechada debido a la próxima proclamación presidencial, que tenía lugar en unos días.

Fue esa vida sabrosa que habían prometido Gustavo Petro y Francia Márquez la que nos dejó sin atravesar la plaza Bolívar y tomando derivadas por el barrio empedrado. La promesa de una vida dejando atrás el sufrimiento y disfrutando del entorno nos llevó, de hecho, a la calle del Perreo, donde Neto posó con un espíritu más punk y donde íbamos a comprar un libro que se acababa de agotar. «Reponemos constante», dijo apenado el tendero. El libro era El desbarrancadero, de Fernando Vallejo. En él, escribe que Colombia es el único sitio donde se ha catalogado la maldad de quienes han sido poseídos por un demonio interno. «Solo aquí hemos sido capaz de nombrarlo: la hijueputez».

Esa definición es la que me vino a la cabeza viajando a Cali. En el trayecto nocturno, el aire acondicionado rozaba la temperatura glaciar. Y yendo a uno de los lugares más calurosos del Cauca, extrañaba esa obstinación en hacernos pasar frío durante las horas de sueño. No valían nuestros ruegos ni quejas: el chófer mantuvo firme su postura las nueve horas, incluso después de que un pasajero gritara: «¡Esto es un nevero, y nosotros no somos carne!». Para hacerse una idea, basta esta imagen:

Mi plan era caminar por la ciudad de la salsa para rememorar las noches de rumba pasadas y tirar al sur. Lo que vi, realmente, era un panorama distinto a la construcción mental que me había hecho con los años. Mi recuerdo no tenía nada en común con aquel trazado de avenidas imposibles, de bares con cover donde se formaban parejas a cada nuevo compás y de pintadas en las que, por las protestas recientes, se leían alegatos como «lo que hierve no se tapa» o el escueto «las cosas no están bien». Me asaltó lo que acababa de leer en la última novela de Jabois, Miss Marte: «Pensé en que uno se hace mayor cuando las cosas que no sabe son más que las que sabe, y que a veces la felicidad, o la supervivencia, consiste en un pacto tácito acerca de la conveniencia de la mentira, entendiendo mentira como la verdad que no interesa a nadie porque seríamos peores con ella».

Tenía que abandonar las nostalgias y llegar a Quito antes de que lo hiciera Jara, que cuando aterrizó aún seguía sin entender la divisa nacional. «Voy con dólares», avisaba. «Perfecto, porque en Ecuador es la moneda oficial», contestaba yo. «Pero si no cambio me va a salir a precio guiri», insistía ella, convencida de la necesidad de sacar pesos o bolívares. Lo comprendió nada más pisar la capital y después, en los diferentes puntos del territorio donde nos cobraban con billetes norteamericanos, más caros que el euro. Las tarifas habían subido lo que creíamos asequible y teníamos que recortar en gastos. Tampoco fue muy diferente: vimos volcanes o cráteres a pie, dormimos en una cabaña compartida de costa y recorrimos algunas montañas en bici. Incluso rebuscamos ediciones de viejo en una librería de Cuenca donde Jara se zambullía por sus pasillos como en casa, quizás porque se parecía bastante a su mesa de trabajo:

Donde realmente notamos ese aullido del bolsillo fue en Galápagos. El archipiélago, destino para una élite económica, vendía su protección a precio escandinavo. Cada vez que nos movíamos salía una tasa, un peaje o un boleto nuevo que abonar, ante nuestra cara de pasmo. Yo recurría a salmos tibetanos para olvidar el estipendio. Jara lo relativizaba disfrutando de los animales que encontrábamos por el camino, como estos leones de mar amodorrados en la entrada de una playa:

La escapada terminó con un boquete en la cuenta corriente, pero con la satisfacción de haber nadado entre tortugas gigantes o de compartir toalla con iguanas perezosas. Aún faltaba otro regreso veloz a la vida sabrosa de Colombia y a la sorprendente realidad cubana. En este trecho me crucé con una anciana de Popayán que me ayudó a llegar hasta una residencia artística llamándome «sardino». Conversé en un parque de San Agustín con un señor que observaba a la concurrencia durante horas desde un banco y que, ante mi legítima duda sobre a qué se dedicaba, espetó: «¿Dedicarme de qué, de trabajar? ¡Ah, no, yo no trabajo: no creo en esas huevadas». Jugué a «bolirana» -una versión profesional, con luces, música y trago, del clásico juego de la rana- con Neto y su pandilla hasta que se cansaron de agacharse a por las bolas después de mis lanzamientos erróneos. Y bebí mojitos con playas o valles de fondo junto a Julito antes de volver a Madrid, del que nos distanciaban unos 7.500 kilómetros:

Quedaban esas jornadas en La Habana sin poder relatárselas a mi tío. Días en los que se repetían las guaguas abarrotadas, los almuerzos estacionales y una rutina marcada por los apagones de electricidad. Alguna tarde conseguí probar el gimnasio de enfrente de casa. Tenía ganas de ejercitarme y me daba confianza el dueño, que se pasaba las horas en la puerta, fumando un cigarrillo detrás de otro y organizando timbas de dominó hasta altas horas de la madrugada. Algunas veces, al movimiento mecánico de las pesas se le unía el olor de frijoles o el humo de un puro; en ambos casos estabas invitado a probar, haciendo un descanso para comer o dar unas caladas:

Hasta que llegó el momento de esquivar un ciclón y subir a bordo. Antes, me pasé por la casa del padrino de mi primo para darle una medicina traída de España. En el salón, tomé un refresco con la camiseta empapada de sudor, charlamos de la coyuntura del país y calculamos el tiempo que hacía desde que nos habíamos visto. Ignacio caviló unos segundos y dio una fecha que acompañó con una referencia esencial: «Cuando todavía estaba mi amigo Palomo», suspiró. A mí se me enrojecieron los ojos y se me volvieron gelatinosos, como un besugo de supermercado, y estuve unos segundos sin poder emitir ninguna palabra, con ese tembleque del labio que precede al llanto.

Cuando salí, en medio del pasillo de un bus donde los bebés se pasaban como fardos en el Estrecho hasta que alcanzaban un asiento, dejé de lado las ocurrencias cubanas y me enchufé en el oído a Mayte Martín, perfecta para esos instantes de quebranto. Cantaba esto, que funcionaba como una despedida amarga por no poder compartir con mi tío estos meses de sabrosura:

Por la mar chica del puerto,

andan buscando los buzos

la llave de mis recuerdos.

Se le ha borrado a la arena

la huella del pie descalzo,

pero le queda la pena

y eso no puede borrarlo.

Por la mar chica del puerto,

el agua, que era antes clara,

se está cansando de serlo.

A la sombra de una barca

me quiero tumbar un día

y echarme todo a la espalda

y soñar con la alegría.

Por la mar chica del puerto,

el agua se pone triste

con mi naufragio por dentro.

Chisináu.

Jamás pensé que volvería a Chisináu. Cuando pisé la capital de Moldavia por primera vez, con Javi y Arce, solo se me quedó la estampa de un parque desarreglado, con bancos rotos y alguna paloma hambrienta. Hablamos durante media hora del euro y de cómo se habían multiplicado los precios. Divididos en dos bloques -el de la nostalgia hacia la peseta y el de adoradores de la modernidad comunitaria- discutimos con vaguedades sobre economía y geopolítica. En ese sentido, el viaje de entonces se pareció bastante al actual.

Porque la segunda vez que pisé Chisináu también era a lomos de un coche y con la intención de ver qué ocurría en este rincón exsoviético ante la amenaza de un conflicto bélico. Veníamos Frederic y yo desde Barcelona, cruzando por Polonia, Hungría, Eslovaquia y Rumanía, y aquel recuerdo se transformó por completo: no solo el borroso descampado que tenía en mente era un agradable jardín, sino que las avenidas principales, la gente y los bares lucían muy diferentes a aquella lámina mate.

De ahí que, en lugar que pasar de puntillas, nos quedásemos varios días y entabláramos amistad con Dimitri, un ucraniano que se perfilaba la barba con ejecución impoluta en medio del retrete del hostal, o con Marina, sobrina de una amiga familiar. Dimitri nos hizo deambular toda una mañana en busca del gobernador, sin éxito. Calzaba un traje a prueba de manchas, que colgaba de la litera como si fuera un guardarropas de élite después de meterse a dormir, en una habitación con ocho huéspedes, completamente desnudo y con una sonrisa de bebé alimentado. Con Marina cenamos en un restaurante de carta inabarcable y, ante la cantidad de oferta, dijo: «Mejor no tomo nada. Intento evitar grasas, azúcares y alcohol: quiero morir sana».

Al marcharnos, el sabor de boca estaba claro: nos gustaba Chisináu. Habíamos repetido noches en un garito adornado con cartones de cine donde un tipo sacaba fotos con el móvil ladeado, haciendo las piruetas que su estado etílico permitía y declarándose fan de Michael Mann. También repetimos en uno heavy donde, a pesar de ser los únicos clientes, nos ponían los altavoces a tope para que tuviéramos que gritar y escupir en cada alocución. Casi terminamos pelándonos, solo por ajustarnos al ambiente. En realidad, lo que nos llevamos fueron mañanas soleadas, tardes de trabajo descubriendo estatuas de Lenin y alguna postal de la ciudad. Como esta, en una avenida principal:

Quizás no era la más bonita, pero introducía algo de paz en nuestro estado de ánimo. Acabábamos de presenciar hordas de refugiados que escapaban de la guerra, sin apenas equipaje y con «la actitud del deber marcial» que define Patricia Simón en su ensayo Miedo: «Ejecutar, no pensar mucho y hablar poco». Así llegaban. En silencio, con la mirada clavada en un punto indeterminado, sin dormir y con el mudo agradecimiento a quienes les asistían. De las pocas sonrisas que nos llevamos fue la de un chaval que había priorizado el estuche de rotuladores y el bloc de notas para hacer grafitis a cualquier objeto esencial. Compartiendo unos minutos de rap nacional en sus auriculares y despidiéndose entre la multitud, se perdió en un andén de Przemyśl. Todavía reunió el ánimo de chocar la mano con la fuerza suficiente como para curar una escoliosis y darle una colosal calada al cigarrillo después de días alternando estaciones, aduanas y, seguramente, campos como este, nuestro punto más alejado de Madrid:

En ese secarral con tiendas de lona comenzamos la marcha atrás. En la mayoría de refugios no quedaban demasiados exiliados y pudimos dormir en sus colchones. Ya estaba Cerezo, que llegó a Iasi de madrugada con una petaca de ron y el equipo fotográfico suficiente como para cubrir una final de Champions. Nuestros días de vuelta se acoplaban a los kilómetros de carretera que teníamos por delante hasta llegar al punto donde una familia tenía que juntarse. Atravesamos toda Rumanía parando en gasolineras que vendían perritos calientes y café frío. La madre aprovechaba para fumar. Los niños, parar corretear entre surtidores. En Budapest nos despedimos entre carteles en cirílico e inglés, con una estampa que parecía de Berlín en los años 30:

Con ese adiós de cristales interpuestos, Cerezo y yo retomábamos camino. En Barcelona él se separaba hasta Murcia y yo hasta el sur, donde Jara esperaba para lo que creía que eran unas vacaciones en la playa y resultó ser un periplo por ruinas. No me quejé: las semanas previas adopté lo que dice Elisa Levi en Yo no sé de otras cosas: «Mi padre me enseñó que, aunque tengamos miserias, nosotros no estamos en la parte del mundo que debe llorar. Por eso en mi casa los llantos son de almohada».

Incluso con esa receptividad hacia el momento presente y los privilegios de mi situación, empujé para que catáramos algo de mar o río. Lo conseguí a medias: hasta alcanzar la orilla de Matalascañas y juntarnos con Mer y Juanas paramos en Medina Azahara, el castillo de Almodóvar del Río o unos dólmenes de la sierra onubense. No quedaba más remedio, si lo que quería era anteponer la felicidad de Jara por un rato de historia a la melancolía ante una cascada, tal y como se aprecia en su rostro:

Me extrañaba, no obstante, esa necesidad de monumentos después del último destino. Había sido a una de las mecas arqueológicas del mundo: Jordania. Allí llegamos con Pablo en un enero pandémico que diezmaba el turismo y procuraba instantáneas como la de abajo, solos en un sendero de Petra:

Pablo también intentaba tirar hacia el mar y lamentaba perderse un barco hundido en el sur, pero nada le amilanaba a la hora de desplegar su vestuario diario, lustrarse las botas y aniquilar cualquier estantería con pasteles de pistacho. Nos tocó aguantarnos sin mojar los pies hasta que no hubiéramos visto cada castillo omeya del país. Para colmo, poco después y ya sin Jara, repetimos la jugada: huimos un sábado a la naturaleza para salir del trajín de Madrid y terminamos en la catedral de Ávila y en el casco antiguo de Salamanca.

Allí, cierto, solo dimos un paseo rápido por las cuatro calles que teníamos que rememorar y nos unimos al cumpleaños de Nuria. Cuando terminamos con las jarras y las bandejas de pinchos nos movimos a uno de nuestros antros de referencia y echamos torneos de futbolín con Chuchi. En esa caverna con nombre de bar sonaban en bucle Kortatu, La Polla Records y Eskorbuto. Entre salto y salto por cada gol o entre tercio y tercio servido por un tipo melenudo, Pablo me miraba y decía: «Canijo, tendríamos que habernos subido a la ola del indie. Hoy estaríamos en un sitio con gente y hasta habría chicas».

La estampa de esas horas, movida como un torbellino, adelantaba la forma de la temporada siguiente. Unos meses en los que se mezclaban las comidas en penumbra con Tony y Leyre, las tardes de comedia con mi hermano, los planes torcidos de viaje o la presentación del libro de Carles, donde intercala sus «castilladas» con ilustraciones en un planteamiento «suicidamente optimista». Ese planteamiento es el que mostró al acabar, cuando el turno de preguntas quedaba lejos y tomábamos algo en Tirso. «Acuérdate de hace años, esas noches en que nos juntábamos sin trabajo ni futuro. Ahora no solo seguimos vivos sino que bebemos sin prisa en una terraza del centro».

Tenía razón. Porque hasta con los reveses menos esperados, todo sigue. Y lo que imaginábamos como un paraje yermo, sea Chisináu o un anfiteatro nabateo, pronto emerge como algo fértil. Aunque en nuestra cabeza siga apareciendo como un lugar al que no regresar jamás. Trampas mentales que expone Bárbara Blasco en La memoria del alambre y se adecúan perfectamente a la sensación de unas jornadas titubeantes: «No sé si sucedió aquella tarde o he cosido arbitrariamente los hechos. A la memoria le gusta juguetear con el tiempo, como a un gato con una cucaracha, y a menudo confunde el pasado con el presente y las fotografías con los recuerdos y lo confesable con lo nunca sucedido. Es ella la que selecciona a su antojo, la que borra, la que archiva, la que hace y deshace por su cuenta. Yo solo soy una espectadora que ni siquiera recuerda haber pagado la entrada».

Enemigos.

No quise ver, pero vi. Como diría Javier Marías en cualquiera de sus inicios. Vi como un presagio que sonara Siete mil canciones justo cuando estaba en el baño, meando. Era la única que quería escuchar de verdad en directo, después de que la estrenaran el 7 de marzo de 2020 y de que su letra fuera, ya entonces, una premonición. «El futuro fue, desapareció, si es que alguna vez no estuvo aquí conmigo», cantaba Josele, como un profeta, días antes de que al planeta le tocará borrar todos los planes de la agenda.

Pasado ese escollo de casi dos años, había reservado como loco entradas para Los Enemigos. La excusa era el cumpleaños de Pablo, pero en realidad tenía la fecha en mente desde hacía meses. Volvían a los escenarios con aquel nuevo disco que ya era viejo y me parecía una celebración perfecta. Salvo por el azar de perderme uno de los temas que más me han acompañado esta temporada y de que, al volver a la pista, me dijeran: «Has hecho bien. Te has ido a mear en la más desconocida».

Luego la cosa cambió. Siguieron con el repertorio clásico, Álvaro renovaba la bebida cada 10 minutos, la gente berreaba soltando un céfiro de babas a la atmósfera y Pablo me abrazaba y asentía: «¡Canijo, esta sí!». No sabían que a mí, como aquella vez que noté un extraño dolor de cabeza dando botes con In my mind y terminó siendo otro número en el gran bombo pandémico, me rondaba un mal augurio. Se cumplió poco después: en una revisión rutinaria, a mi padre le habían encontrado un pólipo en la vejiga. Como no andábamos muy finos sobre el término, nos lo explicó a mi hermano y a mí en una comida que parecía una rueda de prensa:

Resultaba ser un tumor de unos centímetros que había que extirpar y analizar. Con buen pronóstico, pero sin datos concluyentes. Ya había pasado la primera prueba, que consistía en una exploración inicial para determinar el alcance y facilitar la operación. También había tenido que llevar un bote de orina, sin necesidad de expulsarla en un concierto. Con los documentos en una carpeta, fuimos al doctor y nos dio fecha: el 22 de diciembre. «El día de la lotería», dijo. No supimos si era un chascarrillo o un doble sentido.

En casa, de noche, con platos de embutido, queso y mejillones sobre la mesa, estudiamos el calendario. Lo más ventajoso para mi padre era que no pillaba ningún partido del Barça y que, con suerte, saldría para rematar la bandeja de turrones. Para nosotros, lo mejor era su callo a los hospitales. Total, no es la primera vez que bajamos acongojados a una UCI y nos encontramos con el paciente contando su famoso chiste del primo de Calahorra a un médico. Daba lo mismo que estuviera anudado a una máquina tras un infarto o vendado por una intervención de oído. Además, acababa de leer Biografía del silencio, de Pablo d’Ors, y tenía en la cabeza eso de que «lo que nos hace sufrir son nuestras resistencias a la realidad». Añade el sacerdote en este corto ensayo que «el ser amado no está ahí para que uno no se pierda, sino para perderse juntos; para vivir en compañía la liberadora aventura de la perdición».

Y nosotros llevábamos una época palpando esa dimensión. Y no nos resquebraja ningún diagnóstico, aunque últimamente, sin previo aviso, las lágrimas se asomen en lances tan nimios como comprar fruta o entrar en el metro. Ni siquiera tenemos esa ruptura que describe Anne Boyer en Desmorir, su galardonado libro: «Que te digan que estás enferma de manera irrefutable cuando te encuentras bien de manera irrefutable es darse de bruces con la dureza del lenguaje sin que se te conceda siquiera una hora de mullida incertidumbre en la que afianzarte con preocupación preventiva, o lo que es lo mismo: ahora no tienes una solución para un problema, ahora tienes un nombre específico para una vida que se parte en dos».

Porque, como se observa en esta foto antigua, nuestras manos y brazos siguen siendo un búnker. Un armazón a prueba de seísmos. De socavón, trinchera, como dicen Hechos contra el decoro :

Incluso nos mantenemos a flote cuando mi madre enumera los alarmantes acontecimientos cronológicos desde el Estado de Alarma y los sintetiza en una frase sin ornamentos: «Vamos, que la vida es muy triste».

Nos mantenemos porque mi hermano y yo sabemos que, como recitaba Ángel González, para que nos llamemos Alberto y Jorge García, para que nuestro ser pese sobre el suelo, fue necesario un ancho espacio y un largo tiempo, hombres de todo mar y toda tierra, fértiles vientres de mujer y cuerpos y más cuerpos fundiéndose incesantes en otro cuerpo nuevo. Y ese cuerpo -escombro tenaz que se resiste a la ruina- está dispuesto a seguir meando en las peores coyunturas.

Haciendo gala de las enseñanzas de nuestro padre y confiando en que ningún pólipo, tumor o como quieran llamar a este inesperado enemigo merme su potencia en el habitual chorro de madrugada. Ahora sí nos plantamos en el escenario y, copiando los versos de Me sobra carnaval (con los que, además, Josele cerró la actuación), gritamos:

Voy derecho al desguace

con mi nuevo disfraz.

Voy vestido de barbaridad.

Benedetti.

Son muchas cosas. Cosas que retuercen las tripas o que recuerdan a otras épocas que antes ni siquiera eran «otras épocas», sino un mes cualquiera. Por ejemplo, aquel febrero de 2020 que se presentaba soso, con pocos alicientes, y que terminó siendo la última oportunidad de pasarlo bien sin estrujar el bolsillo en busca de una mascarilla para ir al baño. Aquel febrero, decía, era soso, pero había un plan en medio del desierto. Mamá Ladilla actuaba, como habitualmente, en el Gruta 77 y yo tenía especiales ganas de ir: hacía mucho que no los veía y justo acababa de reengancharme a ellos, como si te pudieras desenganchar en algún momento de los casetes que escuchabas en la adolescencia.

Rogué a Julito y Juanas que vinieran y repitiéramos los coros de décadas pasadas. No quisieron. Alegaban que no les apetecía una multitud sudada y con tendencia a la cerveza en mini de plástico. Juanas incluso me tachó de machista por escuchar unas letras que, efectivamente, son machistas. Al final vinieron Pablo y Expósito. Y pasó lo que se sospechaba: brincamos entre tipos sudorosos y fuimos regados por cerveza a lo largo del concierto. Expósito captó alguna imagen que ahora da escalofríos. En ese momento, también:

La fiesta siguió de madrugada y yo me prometí una temporada sin salir. Lo cumplí, y no por fuerza de voluntad: llegó un virus que impidió tocar la calle a lo largo de varias semanas. Luego ya sí que traté de repetir esa estampa, pero no era igual: el primer concierto pandémico fue el de Jaime Urrutia y estábamos en un teatro, sentados y moviendo los brazos como única herramienta de acompañamiento a la música. En la salida, escuché que alguien decía: «Joder, parecía una convención de hemipléjicos». Sonreí ante la crueldad. Por lo menos llevaba en el recuerdo los meneos de Mamá Ladilla y el lustre que te da tener razón: mucho tiempo después, en el cumpleaños de Julito, sin ser especialmente tarde, me reconoció que, visto lo visto, se arrepentía de no haber venido. Para paliarlo, pusimos uno de los álbumes que más trillábamos entonces, abrimos unas latas y escuchamos eso de:

Naces un día, creces y creces
Vas al colegio, aprendes memeces
Luego tropiezas veces y veces
Pero tú sigues siempre en tus trece
Si eres muy rico estás aburrido
Si eres pobre estás deprimido
Si tienes curro, ¡vaya putada!
Si no lo tienes, no tienes nada
Naces, creces, te jodes y mueres
.

Pero eso es solo una de tantas cosas. Luego habría una temporada doméstica, alguna quedada reducida y la vuelta a esos meses de frío. Cuando parecía que se terminaba el invierno, empezamos a tirar hacia la playa. Una de las primeras fue Benidorm, que recorrimos a ritmo endiablado con Elena liderando la ruta a pedales y cantando éxitos de Amistades Peligrosas ante su inminente retorno. Luego tocó Valencia y sus puntos habituales. En esta ciudad solo teníamos una libertad parecida a la de Madrid sentándonos en la arena de la playa y comiendo de táper, así que esa era nuestra rutina. Si se unía Álex, nos mostraba con el brazo alzado el perfil del puerto y nos detallaba los proyectos futuros como si fuera el nuevo urbanista.

Mucho mejor sería si le hubieran hecho caso a esa organización territorial en Tavernes, donde plantaron los apartamentos encima del mar y todos los fines de semana que íbamos nos tocaba improvisar un bar «en primera línea» cuando en realidad todos dan a una avenida entre bloques. Tanteamos los clásicos y conocimos uno nuevo, que solo pudo colocar la paella si estábamos separados, más o menos así:

Nos molestaba porque era una ocasión especial: caía el fin de semana en que se cumplía el décimo aniversario del 15-M. Queríamos rememorarlo, con alguna incorporación, y planeamos dos días de tercios y charla: una emulación fidedigna de aquella explosión revolucionaria. El problema es que dormir en un palé mojado ya no se ajustaba a los deseos de la concurrencia, que de repente se había convertido en casta: Leyre y Javi pidieron colchón de matrimonio y almohada viscoelástica. Elena estuvo a punto de reservar un hotel y terminó durmiendo en la furgoneta con Almu. Jara tenía plaza asegurada y yo compartía sillón y mantas de refugiado con Julito.

Al final, tratamos de mantener aquel espíritu rebelde con unos juegos de madrugada. En uno de ellos, que consistía en adivinar artistas u obras célebres, siempre que salía un poeta gritábamos «¡Benedetti!». Algo que no debió de gustarle mucho al vecino, que asomó la cabeza por la ventana y exclamó: «¡Oye, tú, Benedetti, cállate ya!». Reímos tapándonos la boca, escondiendo entre carraspeos las carcajadas, pero en realidad teníamos ganas de recitarle algo suyo. Como estos versos que, por cierto, venían al pelo:

Usted preguntará por qué cantamos

Cantamos porque el río está sonando
Y cuando suena el río, suena el río
Cantamos porque el cruel no tiene nombre
Y en cambio tiene nombre su destino

Cantamos por el niño y porque todo
Y porque algún futuro y porque el pueblo
Cantamos porque los sobrevivientes
Y nuestros muertos quieren que cantemos

Cantamos porque el grito no es bastante
Y no es bastante el llanto ni la bronca
Cantamos porque creemos en la gente
Y porque venceremos la derrota

Cantamos porque el sol nos reconoce
Y porque el campo huele a primavera
Y porque en este tallo, en aquel fruto
Cada pregunta tiene su respuesta

Cantamos porque llueve sobre el surco
Y somos militantes de la vida
Y porque no podemos ni queremos
Dejar que la canción se haga ceniza

No lo hicimos, obviamente. Nos fuimos a dormir con el regusto cítrico de ser regañados a los casi 40 años. Ya habría más opciones, pensamos, de más viajes, más risas y más juegos, como este que le intentaba explicar Jara a Jesús en Noja cuando todos queríamos bajar a la playa en el mediodía más soleado de Cantabria:

Y sería injusto decir que no bajamos, porque lo hicimos a menudo, pero siempre con la amenaza de la lluvia del norte. Oteábamos las nubes como meteorólogos para dejar la ropa a secar colgada de la puerta de la furgoneta y, cuando tocaba encerrarse con el sonido de las gotas sobre el metal, nos acordábamos del destino anterior: La Palma. Allá por donde ahora cae la lava estábamos caminando entre aquella que había caído hace siglos y que se apartaba al ritmo del tableteo de las chancletas. Basta esta foto para hacerse a la idea:

De esa nostalgia vino la siguiente escapada. Con una plaza pública bajo el brazo y mosquiteras colocadas por Anamari y Haritz para soportar las temperaturas, regresamos a la autopista en dirección a Valencia. Poco antes, festejando esa oposición superada, Pablo me dijo: «Menos mal, porque yo creía que Jara estaba yendo a cazar sin hambre». Entre el papeleo de centros y la burocracia se introdujo un lugar mítico en el imaginario familiar que tiene mucho de papeleo y burocracia: para retomar la costumbre de irnos con nuestros padres a algún sitio de la infancia, les llevamos a Alicante, donde mi madre estudió hasta el Bachillerato. Antes tuvimos que repetir con primos en Tavernes, ya sin vecinos que nos acusaran de gritones:

En Alicante, sin embargo, dejamos la algazara y caminamos en silencio. Escuchábamos por el centro las historias de adolescencia de mi madre, nos sentamos varias veces para llegar al castillo y terminamos con un concierto, también sentado, de José Luis Perales. No pudo estar mejor, salvo por esa valla pintada y las persianas bajadas del colegio donde mi madre quiso ser enfermera. Aquí se ve el estado del edificio y se adivinan los trayectos en tren nocturno desde Madrid:

Tiempo después repetiría provincia y casi localización. Otra vez respondiendo a las rutinas del verano. Como en el anterior, nos juntamos unos cuantos en San Juan y nos dedicamos a lo típico de esas reuniones: jugar al mus y rellenar vasos al grupo. La combinación de Cobra, Xavi, Andrés y Juanas en una mesa con cartas suele ser letal, así que solo nos quedaba a Lelo y a mí tirar de una alimentación sana como la que aparece en esta instantánea, centrada en las proteínas de la leche y las burbujas del lúpulo:

Mientras atendía a las jugadas, pensaba en las palabras de González Sainz en El arte de la fuga. Incide el escritor en esa necesidad de escapar y de centrarnos en lo básico, tal y como, supuestamente, nos iba a enseñar la pandemia. En nuestro caso, un mus, una terraza y anécdotas del pasado. No caer en lo ausente, en el pliegue de nuestra cotidianeidad. Así lo explica, para que cada uno saque sus conclusiones: «Proyectados en ubicuos y continuos procesos de consecución, vivimos lo más del tiempo que vivimos sin vivir más que mayormente el hueco de lo que nos falta y el aún no de los fines, el vacío de lo aún no llenado ni alcanzado, de lo insatisfecho. ¿Un permanente tiempo del deseo? Tal vez ni siquiera; desear tener o alcanzar es por de pronto desear, no tener ni alcanzar. Vale, ahora estás deseando: vive, acoge, elabora tu deseo, disfrútalo, goza deseando, pero no te des mal rato o mala vida por no obtener enseguida. Luego ya será luego, ya será ya».

Ese «luego ya será luego» lo atajamos pronto. Recién inaugurado el otoño fijamos una cita en Madrid para juntarnos quienes coincidimos en una urbe tan invernal como Belfast. La fórmula no era novedosa: tantearíamos desde el mediodía cualquier plaza que nos diera asiento. Nos ofrecieron tal honor varias de Ópera, La Latina, Malasaña y Gran Vía. Solo se nos resistió la del hotel donde se quedaban, que se excusaron en un cierre temprano para no dejarnos subir a la terraza. Y eso que no íbamos tan mal:

Sirvió para terminar esperando en la acera, rememorar las mismas historias de siempre y certificar que manteníamos firme esa querencia por el sandungueo. Porque, como dice Rodrigo Hasbún en Los años invisibles, «lo que cada uno de nosotros terminó siendo tiene poco que ver con lo que hemos sido antes. Lo que define lo que terminamos siendo es lo que no vemos venir, los accidentes son lo que más incide». Y nosotros cargábamos unos cuantos a la espalda que se solucionaban con una frase como la que mandó Haritz al día siguiente: «Perdonad si dije alguna impertinencia». Cualquiera podría haberla enviado.

Pero todo eso no es más que un resumen veloz. Porque han sido, insisto, muchas cosas. Un tiempo de pérdidas y poca poesía, de cantos al aire y metros vacíos en hora punta que, sin embargo, obsequia con algunos destellos. Tiempo en el que celebramos un cumpleaños con el diagnóstico de un tumor y lo cerramos con otro, el de Pablo, durmiendo a Alejandro en su cuna después de engullir caracoles y tortilla. Y con el anuncio más deseado por parte del oncólogo: «A partir de ahora, revisión cada seis meses». Y eso, aunque hayan sido muchas cosas, es la cosa más importante. Porque, como decía mi tío Juanjo, los problemas de verdad están en los hospitales.

16 milímetros.

La medida era como el calibre de una pistola. El resultado, quizás, como la bala que atraviesa el cuerpo y lo deja inerte. A Jara le dijeron «16 milímetros» una mañana de septiembre. Cifra que en hospital suena diferente a tienda de armas, aunque el desenlace pueda ser el mismo. Era inmensa la proporción de la noticia, incluso si una fuente de ese tamaño no se usa ni para un pie de foto. Ese fue, más o menos, el espacio que le dio ella: el de asterisco al final de página. «No te preocupes, voy a clase y luego ya lo hablamos», zanjó.

Tampoco se produjo esa charla después, debido al café con Grego y a una cena con Paula. A Jara, esos 16 milímetros no le hicieron quedarse parada sino que la empujaron a planificar la primera excursión de vuelta del verano. Tocó Guisando, donde ya habíamos catado la terraza del camping y sabia que podía pasarse todo el día así:

El plan no tenía más misterio que elegir una mesa donde seguir la tónica habitual: darse un chapuzón, leer, convencerme de jugar a algo. Pronto, las jornadas estarían marcadas por las consultas y no por el despertador. En cuanto volvimos a Madrid, los pasos se aceleraron: biopsias, tomografías, análisis. El sueño de la palabra «benigno» se había difuminado y había dado paso a las mañanas con Berta, las celebraciones con brindis de ojos llorosos o el prefijo ‘onco’ en el tiquet de consulta.

Horizonte que llegó un 16 de octubre invernal. La cita, a primera hora. En unos instantes que solo se congregaban especialistas, estudiantes de Medicina apurando risas en la entrada y sombras deambulando con preocupación. Ni siquiera el puesto de churros aportaba la calidez que buscaban los sintecho habituales y los sinconsuelo esporádicos. Con un café templado, ropa de otoño y las restricciones del virus, la única compañía hasta el próximo aviso importante de móvil eran los luminosos de la fachada:

Desvelado y con el término «ganglio» azotando al cerebro, las horas se quedaron en suspenso. Amanecía en el Templo de Debod y Burning cantaba en los auriculares eso de «Es una roca salvaje, con un cuerpo de cristal. No me importa decir, que hoy yo vivo por ti. Ríe con desgana y, si le da la gana, se va a volar por ahí». La ciudad subía persianas al ritmo que crecía el desasosiego y las calles se estrechaban con la angustia. Pero Berta se anticipó a la doctora. Entrecortando las frases por el llanto, pronunció el sintagma mágico: «Todo ha salido limpio».

Fue colgar y recibir un torbellino de llamadas. Cucho no había terminado de trabajar, pero ya estaba de camino. «Es que no aguantaba. Venía en el coche que se me saltaban las lágrimas», confesó. A la celebración se unieron Harris, Marina, Vane, Eli y Naza. Jara ya estaba en planta, con drenajes y ganas de volver, aunque no pudiera hacer tareas básicas como lavarse el pelo. Tampoco le importaba demasiado: Gonzalo preparaba la pila y la ducha a lo barbero de barrio y enjuagaba hasta las puntas. Algo parecido a esto:

Una dificultad que se atenuó al cabo de varias semanas. Mientras, continuaba el proceso y Bárbara Blasco imprimía una segunda de edición de Dicen los síntomas. En él, escribe: «La mayor perplejidad proviene sin duda del interior. Nada como el anormal funcionamiento de un órgano, un bulto foráneo, una falta del periodo para que el mundo ahí fuera se transforme. Hay una verdad teológica en la anatomía».

Y los fines de semana, en parte, mutaron. Más de espacio que de dinámica. A Vallecas se acercaron sucesivamente amigos y familiares. Un garito del mercado se convirtió en refugio para chocar jarras y el salón en una timba continua. Nada ahuyentaba a los de siempre. Y Jara iba añadiendo apósitos a su cuerpo al mismo tiempo que retiraba las copas para no mojar el tablero. La seriedad de la partida seguía intacta:

Visitas al hospital aparte, la vida transcurría a ratos, surfeando por los meses más fríos con brío y aterrizando en los albores de Nochevieja con un buen nivel de defensas. Un balance que Jara mantiene en su aniversario, con una tarde de quimioterapia de regalo y la dificultad menguante para cambiarse de ropa.

Porque le cuesta quitarse los jerséis tanto como a Eva Baltasar en Boulder, su última novela. «El cuello alto me atrapa el cráneo para recordarme que nacer no es nada, el peligro es renacer», dice la autora, sin saber que esos 16 milímetros iniciales se convirtieron en casi 19 en el momento de la operación y que a Jara le dio igual: ni siquiera esperó a que el tratamiento hiciera mella para raparse y demostrar que pocas cosas la detienen.

Que renace tantas veces como se le antoje y con la misma actitud de siempre: la de hacerle un corte de mangas al cáncer de mama, a los disparos de un calibre determinado o a lo que le venga por delante. Para eso estrena otra cifra muy diferente: la de los 37 años recién cumplidos. Y no los aparenta. Menos, si nos fijamos en su despreocupación y en esa forma de seguir preguntándole al mundo «dónde y cuándo es la siguiente, que yo me apunto»:

Lexatín.

Me dijo: «Primo, de esto no te mueres». Y yo, acostumbrado a hacerle caso, me lo creí. Aunque costara: tenía un aparato oxigenando la sangre y un ejército de sanitarios controlándolo. Acababa de ingresar en un hospital en pleno estallido de coronavirus y aún no sabía mucho de lo que iba a ocurrir. Hacía poco había estado hablando en esa nueva modalidad que son las videollamadas con Cobra, Andrés, Xavi y Juanas y se lo comenté, por si acaso: «Chicos, me empieza a doler la cabeza». Me contestaron: «Lo raro es que no te duela, si vives en una resaca perpetua».

Esta vez era de verdad, como la habitación donde pasé unos días mirando la programación de la tele en el móvil hasta que se me fundieron los datos. Cada mañana apuntaba tres o cuatro telefilmes que me pautaran las horas del día entre análisis y radiografías. Tuve suerte: pille un ciclo de cine noventero en un canal y me vi todas las reposiciones de programas truculentos sobre enfermedades o crímenes. Además, me ponía en bucle el último disco de Soleá Morente y de Los Enemigos, que me dejó tibio.

También leí A plena luz, de Moehringer, donde me encontraba frases perfectas para el momento: «Nada en el mundo se parece al ruido de los hombres enjaulados», sostiene el presidiario Willie Sutton, protagonista, asemejando esa estampa con la que vivía en aquel momento: sin contacto con el exterior, sin ventanas ni puertas abiertas, mis noches se plagaban de chirridos indistinguibles. Otra más: «En un aprieto, el instinto es tu único socio».

Me apropiaba de esas frases de novela como me apropiaba de esa letra de Soleá Morente en que canta: «No puedo dormir y, como siempre que me pasa esto, tomo lexatín. Intento entender por qué al final siempre pasa lo que decías que me iba a suceder», mientras recordaba a mi prima y sus palabras esperanzadoras, a mi madre, que me confesó cómo tiraba de algún sedante durante las madrugadas en que yo estaba en el hospital, o de la actividad en meses anteriores.

Por ejemplo, recordaba ese viaje a Senegal con Cerezo, huérfano de sus festivales flamencos y de sus raciones en El Laurel. En Saint Louis, salía de noche a trabajar y volvía apurando el atardecer en el Atlántico. A pesar de los reportajes que le tuviera organizados, lo primero que quería era abrirse una Flag bien fría -óptima, según su definición- y mirar al horizonte como marinero en puerto. Lejos de su Alhama de Murcia, maullaba al compás de la cuarta cerveza. La vez que me fui con él a su curro, nos subimos a la furgoneta y aprovechó que yo hojeaba un periódico para subir el volumen de José Mercé y resoplar: «Esto es lo que me está salvando la vida: el flamenco».

Y tenía razón: había perdido peso, estaba moreno como nunca y no tenía ni ganas de hacer fotos. Para muestra, esta instantánea de cuando me recogió en la estación. Ya entonces (llevaba 24 horas en el país) había confirmado que una conversación con un senegalés puede alargarse horas solo diciendo repetidamente ça va con distinta entonación:

Se lo conté a Jara después, organizando un viaje a Huelva. Llevábamos La imagen secreta, de Montero Glez, donde narra el origen del flamenco con anécdotas y aforismos. En una página escribe esto, que ahora suena como un dardo atravesando un globo: «Aún no éramos conscientes de lo jóvenes que éramos entonces; cuando lo fuimos ya era demasiado tarde».

Pasa siempre: cuando sabes las cosas es ya demasiado tarde. Quizás por eso no me di cuenta de que tiraba mucho de Mamá Ladilla en mis carreras por Isla Cristina, tarareando eso de «vamos a morir, nuestros tejidos se desgastan y en un par de telediarios dejaremos de existir; vamos a morir, nuestros cuerpos dicen ‘¡basta!’, no hay un solo corazón que no se harte de latir». Lo cantaba alegremente, antes de ponernos First Dates y que Jara se quedara embelesada, como con las películas antiguas de cine negro:

Nos costó saber que era de los últimos viajes de este año. Que pronto llegaría el colapso. Y mira que nos habían dado señales: en enero, durante la semana que pasé en Belfast, John me lo había advertido varias veces. La segunda noche (en la primera, como era de esperar, me encasquetaron quitarle el óxido a unas llaves inglesas y distribuirlas según su tipo, que solo ellos eran capaces de distinguir) fuimos a un pub del centro y, con unas rondas por delante, John tiró de ese tono pedagógico y dijo: «Alberto, puedes seguir pensando en lo próximo y dejar que pasen los días, pero la vida no se puede rebobinar».

Cierto que nos habíamos recreado en los meses que estuve allí, los años posteriores y el devenir de cada voluntario. Cierto también que el alcohol se empezaba a notar. De hecho, cuando me soltó esa frase lapidaria lo encadenó con un «Ahora quieres seguir por ahí, ¿no?» como si supiera que no importa que vaya con 20 o con 36 años para decantarme por continuar en un club.

Terminé en el Empire, con una banda que nada tenía que ver con esas salsa nights de los miércoles en las que nos movíamos de forma ridícula, haciendo creer que éramos del Valle del Cauca colombiano. Iba con Gonzalo, otro español, y pronto nos atajó un grupo. Al rato estábamos en una casa, compartiendo latas con estudiantes irlandeses. Eso cambió en los días siguientes, que me tuve que distribuir para ver a Hamish, Alistair, Solène o Sam. Una mañana hice lo posible por subir a Cave Hill. Vi en la distancia esa ciudad en la que había albergado todo un abanico sentimental y pensé que ninguno de los dos había cambiado tanto. Por un momento, recordé eso que se pregunta Rafael Reig en su Amor intempestivo: «¿A partir de qué edad empieza uno a echarse de menos a sí mismo?». Estaba despejado y paseaba solo, sin una mochila llena de botellas como cuando el plan de andar tenía que tener algún aliciente:

Vendrían en nada las semanas de encierro. Esas en las que Jara salía a la terraza con una toalla y un vermú, imaginando que Payaso Fofó era el paseo marítimo de Torremolinos. Antes aún tuvimos una salida improvisada que nos devolvió a los lugares de infancia de nuestros padres. Salamanca, Martín de Yeltes, Arévalo o Martín Muñoz de la Dehesa: reposaban en nuestras cabezas sin más referencias que las que nos habían dado en historias deshilachadas.

Por fin les pusimos tierra. En cada uno hicimos algo distinto. En todos nos reímos. Y en algunos inmortalizamos a nuestros padres en caminos remozados donde se encontraban con vecinos del pasado. Rincones donde se habían embarrado durante la infancia que de repente parecían una maqueta:

Y llegaron los días de trayectos a urgencias o cócteles en la terraza, ya confusos y mezclados. Aprendimos lo que poco antes había leído en Los sueños de Einstein, de Alan Lightman: «La tragedia de este mundo es que nadie es feliz, no importa que se hayan detenido en una época de tristeza o de alegría. La tragedia de este mundo es que todos están solos. Una vida del pasado no se puede compartir en el presente. Todas las personas atrapadas en el tiempo se quedan atrapadas en soledad».

Como pudimos, sorteamos el bache. Jara con toallas de playa en el asfalto, mi madre con alguna ayuda nocturna en forma de pastilla y yo acordándome de esos viajes previos o de expresiones que llegaban de otra vida, de otras épocas. Como cuando vi a mi tía Belén y me dijo: «Ya sé que has estado bien amolado. Me lo contaba tu madre, que alguna vez se tenía que tomar un lexatín para dormir». Juraría que ese verbo solo lo había escuchado en boca de mi abuela, que solía referirse a su estado de salud con un «amolada».

Salimos de Madrid en cuanto nos dejaron. Visitamos a Cerezo, que había vuelto a Alhama y estaba por fin en su ambiente: cargando latas de Estrella Levante para salir a la mar o para encallar en cualquier barra murciana. Aquí, la prueba de su renacimiento, mirando con optimismo al horizonte rodeado por Debla, Irene y Jara:

Seguimos con planes en el Mediterráneo. Primero con un viaje exprés en el que toqué todas las provincias de la Comunidad Valenciana. Estuve en Castellón con Carles, en Valencia con Almu y Aléx y en San Juan de Alicante con Cobra, Xavi, Andrés y Juanas. Decidimos reencontrarnos en un apartamento para celebrar el fin de las videollamadas. Había poco tiempo que perder y lo empeñamos en jugar al mus y probar todos los chiringuitos de la zona. Más o menos, esta fue la tónica:

En una de las paradas, Cobra se quedó dormido en un taburete. Durante décadas de amistad pensamos que un desfallecimiento de Cobra en un bar era algo imposible y, por tanto, lo retratamos con una cámara. No sirvió como prueba fiable: al minuto se incorporó y dijo: «Chavales, estoy fresquísimo». Acabamos en la piscina, al amanecer.

Antes de irnos a nuestras respectivas ciudades, prometimos vernos pronto, previniendo un nuevo colapso. Rememoramos la conversación previa al hospital y me dijeron: «Teníamos claro que si alguien lo pillaba ibas a ser tú. También teníamos claro que no te morías». Me alegró que coincidieran con mi prima Elena.

Kulebra.

Estaba animado. Quizás un pelín achispado. No era para menos: llevábamos meses sin vernos, acababa de pasar cinco horas en el coche para meternos en un concierto juntos y teníamos la noche por delante. Pero ni siquiera esas coordenadas reblandecen a Haritz. Le pregunté por su vida, por la vida de su familia y por la de la compañera de piso. Al cuarto interrogante se giró y me dijo: «Pero, ¿qué te importa?», cerrando más posibilidades de charla.

Al día siguiente, todo iba más o menos en la misma dirección. Tomamos café en silencio, ayudamos a una mudanza de caserío y pusimos el fuego para la comida. Haritz empezó a profanar la ortodoxia de la paella llenando un wok de setas, zanahoria o pimiento. En un momento dado -después de una ruta boscosa para comprar género- dudó si echarle pescado. Volcó unos calamares y dijo: «La merluza la dejamos para la cena». Siguió removiendo la marmita hasta que quedó un arroz que vomitaba conchas y verduras. El arreón final le dejó una capa de socarrat que raspábamos como buscadores de diamantes. Da fe del sabor esta foto:Su negativa a responder mis preguntas no impidió que nos pusiéramos al día. Justifiqué mi interés citando esas frases de Manuel Vilas en Ordesa que dicen: Me gusta mucho que los amigos me cuenten la vida de sus padres. De repente, soy todo oídos. Puedo verlos. Puedo ver a esos padres, luchando por sus hijos. Esa lucha es la cosa más hermosa del mundo. Dios, qué hermosa es.

Por mi parte, le puse al tanto rápido. Volvía de un fin de semana en Villa Real donde resonó de nuevo el grito «una cassalleta y mon anem» en partidas de mus y noches de farra. Es interesante ver que, un cuarto de siglo después de aquellas timbas en la arena de Tavernes, actualizamos devenires, pero seguimos igual. Como en aquella instantánea borrosa de Madrid, semanas antes:Nos merecíamos un reencuentro. Andrés y yo ya habíamos visitado a Juanas y Mer después del verano. Habían tenido a la niña y nos pasamos una tarde en la piscina, acunando a ese bebé nacido con la precisión de ingeniero: herencia familiar.

Nueve meses antes yo me había enterado del acontecimiento de forma súbita, sin ceremonias. Estábamos calentando para la San Silvestre y dijo Juanas: «Voy a correr lento que me duele el tobillo». Mer apuntó: «Yo también». «¿Tienes también molestias?», repuse. «No, es que estoy embarazada», soltó a secas. Sin protocolo. Y privándome de ese latigazo de emoción que te recorre cuando te sabes tío de nuevo.

Lo paladeé después. Según veía la tripa crecer y según se acercaba el parto, que nos pillaría de viaje. Habíamos planificado un verano de casi dos meses por carreteras griegas. La ruta prometía: iríamos 40 días de ruina en ruina, derritiendo el paladar historiador de Jara. Aparte, veríamos vestigios artísticos en Italia y hasta en Tarragona. Un lujazo. La playa, claro, no era una opción. A pesar de tener el Mediterráneo a nuestra vereda casi cada día. A ella, en el mar le gusta quedarse a la sombra, leyendo y estudiando las próximas visitas que formen parte de un libro de texto. En ellas pasea bajo el sol sin calor ni sudor y va nombrando estoas, ágoras y columnas jónicas con un gozo de labrador montañés.

Cuando ya llevábamos jornadas enteras de ruinas, incluso empalmando una época con otra y reconstruyendo mosaicos, dijo: «Para el final del viaje dejamos esta zona, que tiene 75 iglesias bizantinas». Me salvaron los picnics en mesas desmontables de camping y nuestro paso por algunas playas como las del Levante español, aunque con el nivel dominguero elevado a un grado superior: dejar TODO en la arena para el día siguiente, como pudimos comprobar:Había más momentos de paz. Una de esas burbujas, por ejemplo, fue tener piscina en Meteora. Allí, el socorrista ejercía su oficio con elegancia: ajeno al trajín de turistas, se escondía en una sombra y no paraba de echarse un cigarro tras otro. Por si había alguna emergencia. Ya estábamos con Javi, que se había sumado en Atenas. Jara le había preparado un mapa subrayado, con bisectrices calculando distancias y la lista de monasterios que visitar, según la calificación de sus frescos. En un desmarque, alegué subir andando al atardecer y me perdí la caída del sol desde las alturas de esas rocas que jalonan el paisaje. Jara me recordó mi cagada al día siguiente, cuando hice esta foto:Habíamos recorrido Corfú y el Peloponeso y teníamos el norte en perspectiva. En la isla, una mujer bajaba cada día una persiana metálica que sonaba a resuello de asno. Y los bares tenían happy hour durante 16 horas, en un perfecto oxímoron. De lo demás, nos maravillaron todos sus lugares arqueológicos, que nos recordaron, con unos cuantos siglos más de antigüedad, a los que vimos en Argelia. Allí cumplíamos el mismo plan de cafetines y coche sin rumbo, pero evitábamos los techos como este de Orán: La inercia me llevó a seguir de turismo por Madrid con mis  padres. Tomando café en una tasca de Tirso de Molina con las sillas candadas a la pared y con la sacarina pegada a la mesa. Paseábamos por la zona cuando mi padre nos metió en el edificio a donde llegó hace décadas con un morral desde Salamanca. Como si fuera un monumento, hicimos fotos posando en el patio y en los buzones:Luego se fueron en tren y me quedé pensando, en el camino de vuelta a Vallecas, por lo que le iba a preguntar a Haritz. Lo que no sabía era cómo resumir mis historias sin perder su leve atención. Al final, trastabillado por contarle todo con presteza, hicimos tos de las palabras rotas, como dice el escritor Medardo Fraile.

Nos despedimos pocas horas después de esa noche de concierto y ese mediodía de paella. Al día siguiente me tenía que levantar temprano. Era lunes y llamé a Alvin antes de desayunar. Me dijo: ¿Has madrugado o es que vas pedo?», mostrando su gran conocimiento de mi persona. Al rato, mientras colocaba las cosas del verano, recibí un mensaje de Haritz. Ponía: «¿Ke haces, kulebra?»