Fotografías de antaño.
Entre las ventajas del Facebook- en donde hay muchas y muy destacables como, por ejemplo, marcar los lugares que has visitado o algo así como hacerte un avatar en una granja- es que en cuanto te haces una cuenta a la gente le da por colgar fotos en las que apareces en situaciones comprometidas.
Tú quieres utilizar una red social para algo serio y constructivo, como chatear con tus colegas, y te encuentras con que es inevitable ocultar que detrás de todas las horas que desempeñamos de trabajo hay una persona. Una persona con pasado, que es peor.
Con el Facebook se eliminan las categorías de relaciones y todos, todos, pasan a ser tus «amigos». Hasta un conocido de Laponia con gorro y bufanda que te vendió un tiquet para un ferry entra en tu círculo íntimo y comenta tus vergüenzas.
Como divagar más acerca de algo tan conocido es inútil, paso a detallar las imágenes a las que me refería:
Tavernes. Verano del (calculo) 2000. Día en el Aqualand de Cullera y momentos antes de salir. ¿Adivináis a quién no se le ve entre los fornidos chicos de la pandilla? ¿Os imagináis quién podría estar poniendo los cuernos a una chica entre semejante harén? Pues fijaos:
Eran días de vino y rosas. Con coca-cola, eso sí, licor de mora y hielos. Pero entonces aquella bebida azucarada y embriagadora te gustaba más que cualquier licor de ahora. Se compartía y se reía sin preocupaciones. Algo así volvió a pasar más tarde, durante algún trayecto por Caracas, en el que la prima de nuestro amigo Mel nos inmortalizó con esto:
Fotos que creías perdidas. Amigos que pensabas no encontrar jamás y taquilleros que se convierten en confidentes. Eso es Facebook.
He visto cosas.
Yo he visto cosas que you, little guys, no verán jamás.
No lo digo por las puertas de Tanhausen o las naves ardientes, y eso que Pablo me ponía el final de Blade Runner en el proyector cada vez que iba a su casa, ya fuera el barrio de Salamanca o Vallecas.
Lo digo por cositas pequeñas, del día a día, de un pataterismo tal que apenas quedan grabadas y que no se limpian ni con la famosa lluvia.
He visto, por ejemplo, a mi compañera Neus darme la receta del periodismo:
– Eso va a ser como una tarta: 100 gramos de azúcar, 10 de sal, harina, huevo y al horno. Pues tú vas ahora y ya sabes: 180 palabras, un título corto, dos destacados y a correr.
Y eso es lo de menos. También he visto cómo acusaban a los de Castellón de no hacer protestas (¿pero cómo van a salir esos a la calle?) o cómo mi madre me daba consejos sobre este oficio:»Trabaja mucho, pero no te pongas nervioso».
Incluso he visto cómo el padre de Pablo, mesa plagada de mahous, nos aseguraba «Tened cuidao en China, que hay más chinos que botellines».
Pero lo de ayer superaba todos los límites. Sucedió temprano. A eso de las nueve: insisto, temprano.
En un ataque de amor filial, y a sabiendas de que mi padre habría dormido contento, le dí un inofensivo toque después de enterarme en las noticias de que el Real Madrid había empatado y que, por tanto, al Barça solo le quedan 6 puntos para ponerse a su nivel.
En el momento en que iba a introducir la cuchara en el bol de cereales me asaltó el móvil con una llamada de mi padre como respuesta. Al otro lado, su voz no reflejaba cansancio alguno o la ronquera típica del amanecer de un maestro jubilado. Al contrario, estaba fresca y locuaz. Amoldado en la cama- almohada inclinada, tele puesta- Loren me abatió con todos los datos sobre el encuentro: tres expulsiones, dos penaltis sin pitar, miles de insultos sin amonestar y una decadencia palpable del líder de la liga.
«Yo soy optimista», repetía mi padre, «y es que hasta Ozil, un tío pacífico, terminó entrando al trapo». «No entiendo cómo sigue Mourinho en el Madrid. Sin hablar después ni nada, no como Guardiola…», remató.
A continuación, cual página central del Marca, me detalló el calendario liguero por llegar y las probabilidades de victoria de cada equipo: «El Barça ya se ha quitado a los fuertes, pero al Madrid aún le queda el Valencia y el Bilbao», me decía con ferocidad, «y como sigan jugando así…». «Yo soy optimista», insistía.
Lo mejor de todo no es ver la alegría de un muchacho de sesenta y cinco años con la liga a huevo como si de un niño de diez años introduciendo a escondidas un cuchillo en un bote de Nocilla se tratara (que, además, es lo que haría mi padre a eso de las once). Lo mejor era contemplar cómo, después de varias décadas de horario flexible para acudir al trabajo, de años de M-30 atascada y dos críos en el coche, de sábados mañaneros en Hipercor con mi madre o incluso de domingos pedaleando en el gimnasio para mantener a raya la salud de las arterias, mi padre lucía espabilado y más despierto que, incluso, el día del 11-M, que no se inmutó del colchón hasta más allá de las doce.
A mediodía, eso sí, ese ímpetu se había reconducido a la pintura de bodegones. Yo, por si acaso, le llamé para comentarle lo que había leído en las noticias. Que, por lo menos en los medios de información general, se correspondía con lo que me había dicho:
Pero no solo he visto eso. He visto muchas más cosas. He visto a Celia salir de su trabajo a las tres y media para comprar comida casera y entrar en un local estrecho de la ciudad que subsiste con platos para llevar a dos euros para preguntarle al dueño (y, me imagino, cocinero): «No sé si coger las lentejas, ¿están buenas?».
Era, además, el plato del día, como podéis ver aquí:
No quiero pensar lo contrariado que se ha tenido que sentir el pobre trabajador. Un tipo que hace un puchero al día de legumbres, cuatro sartenes de arroces, treinta filetes de pescado y diez bandejas de lasaña al que cuestionan su trabajo pero, sobre todo, al que dejan contra las cuerdas, porque no soy capaz de creerme al tipo diciendo: «No, la verdad es que hoy me han quedado un poco espesas y sosas».
Pero todas estas cosas espero que no se desvanezcan. Y que siga viendo cosas increíbles. Por ejemplo, a mi padre celebrar una victoria del Madrid y decir «se lo merecía» o a un camarero de bar soltarte: «las bravas eran rancias, no las pidas. Mejor te pongo gratis unas olivas».
Noche de la ‘cremà’.
Lo avisaba ONO. Lo desmentían los diarios. Toda la tarde elaborando una información rigurosa y detallada para que se desvaneciera en medio de la varita mágica de Harry Potter: la noche de la cremà, en la que queman todas las fallas, no iba a ser retransmitida en Canal 9. Un hito después de que anularan Doraemon por escenas extremadamente violentas. O de que un juez decretara que la canción en catalán de Bola de Dragón no era homologable a las de castellano que cantábamos en el patio. Al final, los nervios de rehacer una noticia se desvanecieron tras poner la tele y certificar que, a pesar de los cintillos indicativos, la realidad era otra (nada más allá de lo que suele pasar en Canal 9):
Dispuesto a afrontar el siguiente reto -narrar la cremà- me apresuré a bajar al Ayuntamiento. Había de todo. Gente esperando fuera, falleros con mantilla, reporteros japoneses y dos niñas asiáticas muy monas y marcianas que llevaban una cámara de un lado a otro y se acercaban a las llamas como si fueran de mentira. No lo eran, mirad:
Pero, repito, ellas nada. Se movían de un sitio a otro emitiendo sonidos de admiración mientras lo normales / conscientes nos arrinconábamos entre los pilares del Ayuntamiento y disfrutábamos de semejante espectáculo fallero y, sobre todo, de ver a otros pringaos trabajar un día festivo a la una de la mañana. Ahí están: bomberos, CruzRoja y policía.
Y hoy, con lluvia y una día que parece crepuscular desde que he abierto los ojos a primera hora de la mañana (las nueve) toca de nuevo redacción y sucesos, aunque los gatos se escondan.
Sangre en Babelia.
Es triste levantarse y sangrar por la nariz. Servirse el café con papel de váter deshilachado y que los cereales te sepan a una mezcla de sangre y fluidos. Quizás, en aquel «Yo, entresueños, buzo de lavabos» de Rayuela, que rememoro cada día porque me da la gana y porque ya no se me quedan frases de libros, está la clave de la primavera.
Porque algunos hablan de la humedad. Otros de un hongo. En los telediarios lo achacan a la sequía y en las clínicas de salud a la alergia. Alergias de polen o del diesel, que será penado a partir de ahora por contaminar. Pero la historia es vivir a un pañuelo pegado. Desayunar leche semidesnatada del Consum y cereales del Mercadona leyendo un Babelia atrasado y acartonado por la sauna con gotas de sangre que brotan cuando ya no se hace ídem en las reseñas culturales.
Eso sí, la sangre no empaña el día fallero. Dentro de poco me veo sustituyendo al locutor de Canal Nou- con blusa y todo- mientras doy paso a las Falleras mayores, como en la foto del balcón. O, en cualquier caso, acabar como el tipo de la cámara, mirando asqueado a todo lo que se mueve a su alrededor. Porque hoy, Día del Padre y final de esta festividad de tots els valenciàns, aún quedará gente que proteste en la plaza y a los que, desde arriba, en el balcón, parecerán no ver ni oir. Yo, por si acaso, tomé pruebas de que desde la balaustrada del balcón no solo se ven pancartas de falleras, sino también esto:
O, más de cerca, una vez bajé a pie de calle, a curtirme en el periodismo más sagaz y arriesgado, me enfrenté a esto:
Pero dejó glorias pasadas para levantarme, sin sangre ni nada, un día de orquestas en la Gran Vía. Una mañana antes de irnos a Tavernes, que hacía más o menos parecido, pero con playa y sin ruidos. Ahí va la foto y la conclusión:
Así que, para cuando lean esto, el ejemplar de Babelia estará en el contenedor de reciclaje. La sangre seguirá apareciendo en cada sonada fuerte de trompeta y el desayuno será triste y entretenido, dos conceptos que apenas ligan pero que yo los hago compatibles mientras el reloj de la farmacia marca las once y yo corro para llegar al trabajo. Otra semana más. El Valencia llega la primavera real y el Babelia se tiñe de sangre.
Rutina, ja!
Así nos va. Uno se cree que cada día es diferente y nada. El sol se levanta a un minuto exacto, la luna a otro y los que tenemos el privilegio de desayunar sin prisas salimos de casa a la misma hora sin darnos cuenta de que las calles cambian. Estamos en Fallas y cada mañana el trayecto es un laberinto por descubrir. Pero todo esto no viene al caso más que para colgar una foto chula desde el balcón del Ayuntamiento de Valencia. Palmeras, petardos y falleras, ahí va:
Pero antes de todo esto, me paso por el supermercado y, tachán, la abuelilla amable que parece no haber roto un plato en su vida y que, la pobre, ha bajado a por un mísero mendrugo de pan y un tanque de detergente, se enroca en las tarjetas del monedero. Pide ayuda y aprovecha para hacer un pedido kilométrico para que le lleven a casa. Total, 10 minutos de espera.
Si eso fuera poco, al billete de 20 que entrego junto a dos monedas sueltas para una cantidad de 12 se lo engulle la máquina y me toca chuparme otros tantos minutos esperando al «responsable de caja», eufemismo lirondo que se sacan de la manga las cajeras cuando tienen que meter mano a la pasta.
Voy a la biblioteca. Me echan la bronca por llevar cascos, por llevar móvil con sonido y por pasar antes de tiempo en la línea divisoria de la consigna de libros. Me voy, eso sí, contento con las adquisiciones y quemado con el servicio, que no puede culpar a los recortes de su incompetencia.
Yo lo sé, que he mamado la vena bibliotecaria y funcionaria desde pequeño:
El caso es que uno llega a la redacción y parece la misma que los últimos días. Buen ambiente, ausencias a ratos y aspecto de oficina en horas bajas:
Pero esa foto es del jueves, día glorioso tras un Cuadern mullido y enriquecedor, como todas las noticias que hacemos antes de que llegue la noche y, vivamos en el mundo digital o no, todo el mundo esté deseando picar billete para irse a casa:
Es martes como si fuera lunes, porque aquí la actualidad no para y los falleros están a jueves. ¿Existen los días? ¿Existe la astronomía y toda la física que explica cambios universales? No lo sé. Lo que está claro es que hoy de rutina, ná.
Esta noche, pechugas.
¡Hay que ver qué bien sienta una palabra como ‘pechugas’! Es que encaja en cualquier oración y te llena la boca. Es la Lolita de los pobres, la cena de los menesterosos: PE-CHU-GA.
Para comer, para merendar, en el desayuno… ¡Qué gustazo! Y no solo si atañe a tal particular trozo del pollo, que luce jugoso y enervado, sino también si se refiere a la fisionomía femenina. Al todo y las partes. No a zonas concretas, sino a lugares juguetones. Pechugonas, con mucha pechuga.
Y no lo digo yo. Me lo ha dicho Celia en vivo y por teléfono: ¿Has descongelado el arroz? ¿Has sacado el pollo? ¿Has comprado la leche? Hasta que ha llegado la frase clave. La ensalada de sentidos gustativos y táctiles, la golosina de las bilabiales, la oposición a una fea y oscura oclusiva como lo era PETACA en las clases de inglés. La hermana hermosa y chorreante de BODEGA.
Por eso, y después de unas cuantas horas narrando apasionadamente la realidad atronadora de Valencia o la grisura política del momento: «Esta noche, pechugas». Insisto: Celia dixit.
Crónica de un viaje por el litoral.
Un viaje en autobús siempre empieza en la estación. Podría parecer una perogrullada, pero no lo es. Hay viajes en tren que te sorprender cuando ya has cruzado medio Albacete, o viajes en coche que, en lo que miras la mochila o colocas la música ya estás perdido en la M-30.
Con el autobús no pasa lo mismo. No, al menos, si no es de línea. Si es de línea la preparación suele ser distinta. la gente mira su reloj con insistencia y otea el horizonte hasta que distingue su número en el luminoso frontal. Pero no hay nada más siniestro y a la vez entretenido que una estación de autobuses. Allí, el macanismo siempre es el mismo: recorrer sin comprensión alguna el panel informativo. Bajar a las locas a las pistas y, una vez allí, pasar momento de estrés hasta que por fin pillas asiento.
Ejemplo 1. Conversación típica previa al autobús.
Varón joven, unos 35 años, billete entre los dientes, mochila ladeada y mariconera semiabierta respaldada en la barriga incipiente:
– ¿Este es el de Córdoba? (…) ¿Es el que pasa por Sevilla?
– No, este es el de Jaén. (Silencio absoluto por parte del chófer, que se echa un piti rápido mientras levanta las puertas del equipaje).
– Joder, joder. (respuesta del de la mariconera)
Porque si las compañías de autobuses tienen alguna habilidad es la de poner carteles confusos en las que no aparezca por ningún lado el destino. Tipo: Gandía, Alzira si vas a Valencia o Torrelaguna, Cadaqués si vas a Barcelona.
Yo, el sábado, puede subirme a uno tal que así:
Había pedido un asiento en la parte de atrás, pero- una vez estuve arriba- dije «qué cojones me importa, si luego me pongo donde me da la gana», y como estaba a medio gas, pillé mi sitio preferido: penúltima fila a la derecha.
Esta vez tuve suerte: iba todo el trayecto bordeando el mar. Como el tipo no paraba y yo ya había hecho varios viajes al WC de las escalerillas, me dediqué a hacerme fotos con mi actitud general ante un viaje en bus:
Hacía bueno y era de día. Me leí tres PAÍS SEMANAL y luego no sabía de qué iba cada uno. No importó: llegué a Barcelona y tampoco supe muy bien qué hacía allí al ver en Las Ramblas escenas extrañas más allá de los típicos marroquíes jujando con latas de cerveza y carteras robadas, guiris paseando como si estuvieran en Paris o adolescentes rosáceos de resaca. No, esta vez, después de pasar Plaza Catalunya, había, ni más ni menos, una geisa:
En la foto parece que está hablando con alguien, pero no: os aseguro que caminaba meditativamente un pie por delante del otro y que no miraba hacia los lados. Un día y medio. Vuelta algo más tortuosa y llegada a casa, que un domingo por la noche lucía tal que así:
Y así, pues, empecé la semana, que ya va por miércoles y se prepara para un fin de semana de más fallas y pocos autobuses. Esta crónica de un trayecto no acaba, por tanto. Seguirá en los próximos días y ahondará en temas más escabrosos como: quién come en los áreas de descanso o por qué siempre alguien tiene tu número de asiento.