No quise ver, pero vi. Como diría Javier Marías en cualquiera de sus inicios. Vi como un presagio que sonara Siete mil canciones justo cuando estaba en el baño, meando. Era la única que quería escuchar de verdad en directo, después de que la estrenaran el 7 de marzo de 2020 y de que su letra fuera, ya entonces, una premonición. «El futuro fue, desapareció, si es que alguna vez no estuvo aquí conmigo», cantaba Josele, como un profeta, días antes de que al planeta le tocará borrar todos los planes de la agenda.
Pasado ese escollo de casi dos años, había reservado como loco entradas para Los Enemigos. La excusa era el cumpleaños de Pablo, pero en realidad tenía la fecha en mente desde hacía meses. Volvían a los escenarios con aquel nuevo disco que ya era viejo y me parecía una celebración perfecta. Salvo por el azar de perderme uno de los temas que más me han acompañado esta temporada y de que, al volver a la pista, me dijeran: «Has hecho bien. Te has ido a mear en la más desconocida».
Luego la cosa cambió. Siguieron con el repertorio clásico, Álvaro renovaba la bebida cada 10 minutos, la gente berreaba soltando un céfiro de babas a la atmósfera y Pablo me abrazaba y asentía: «¡Canijo, esta sí!». No sabían que a mí, como aquella vez que noté un extraño dolor de cabeza dando botes con In my mind y terminó siendo otro número en el gran bombo pandémico, me rondaba un mal augurio. Se cumplió poco después: en una revisión rutinaria, a mi padre le habían encontrado un pólipo en la vejiga. Como no andábamos muy finos sobre el término, nos lo explicó a mi hermano y a mí en una comida que parecía una rueda de prensa:

Resultaba ser un tumor de unos centímetros que había que extirpar y analizar. Con buen pronóstico, pero sin datos concluyentes. Ya había pasado la primera prueba, que consistía en una exploración inicial para determinar el alcance y facilitar la operación. También había tenido que llevar un bote de orina, sin necesidad de expulsarla en un concierto. Con los documentos en una carpeta, fuimos al doctor y nos dio fecha: el 22 de diciembre. «El día de la lotería», dijo. No supimos si era un chascarrillo o un doble sentido.
En casa, de noche, con platos de embutido, queso y mejillones sobre la mesa, estudiamos el calendario. Lo más ventajoso para mi padre era que no pillaba ningún partido del Barça y que, con suerte, saldría para rematar la bandeja de turrones. Para nosotros, lo mejor era su callo a los hospitales. Total, no es la primera vez que bajamos acongojados a una UCI y nos encontramos con el paciente contando su famoso chiste del primo de Calahorra a un médico. Daba lo mismo que estuviera anudado a una máquina tras un infarto o vendado por una intervención de oído. Además, acababa de leer Biografía del silencio, de Pablo d’Ors, y tenía en la cabeza eso de que «lo que nos hace sufrir son nuestras resistencias a la realidad». Añade el sacerdote en este corto ensayo que «el ser amado no está ahí para que uno no se pierda, sino para perderse juntos; para vivir en compañía la liberadora aventura de la perdición».
Y nosotros llevábamos una época palpando esa dimensión. Y no nos resquebraja ningún diagnóstico, aunque últimamente, sin previo aviso, las lágrimas se asomen en lances tan nimios como comprar fruta o entrar en el metro. Ni siquiera tenemos esa ruptura que describe Anne Boyer en Desmorir, su galardonado libro: «Que te digan que estás enferma de manera irrefutable cuando te encuentras bien de manera irrefutable es darse de bruces con la dureza del lenguaje sin que se te conceda siquiera una hora de mullida incertidumbre en la que afianzarte con preocupación preventiva, o lo que es lo mismo: ahora no tienes una solución para un problema, ahora tienes un nombre específico para una vida que se parte en dos».
Porque, como se observa en esta foto antigua, nuestras manos y brazos siguen siendo un búnker. Un armazón a prueba de seísmos. De socavón, trinchera, como dicen Hechos contra el decoro :

Incluso nos mantenemos a flote cuando mi madre enumera los alarmantes acontecimientos cronológicos desde el Estado de Alarma y los sintetiza en una frase sin ornamentos: «Vamos, que la vida es muy triste».
Nos mantenemos porque mi hermano y yo sabemos que, como recitaba Ángel González, para que nos llamemos Alberto y Jorge García, para que nuestro ser pese sobre el suelo, fue necesario un ancho espacio y un largo tiempo, hombres de todo mar y toda tierra, fértiles vientres de mujer y cuerpos y más cuerpos fundiéndose incesantes en otro cuerpo nuevo. Y ese cuerpo -escombro tenaz que se resiste a la ruina- está dispuesto a seguir meando en las peores coyunturas.
Haciendo gala de las enseñanzas de nuestro padre y confiando en que ningún pólipo, tumor o como quieran llamar a este inesperado enemigo merme su potencia en el habitual chorro de madrugada. Ahora sí nos plantamos en el escenario y, copiando los versos de Me sobra carnaval (con los que, además, Josele cerró la actuación), gritamos:
Voy derecho al desguace
con mi nuevo disfraz.
Voy vestido de barbaridad.