Archivos del mes: 24 junio 2013

Calor de cucarachas.

Escribo para librarme del frío. Lo hago desde una biblioteca con un aire acondicionado que parece sacado de un anuncio de Licor del Polo. Y, claro, esto en verano te pilla desprevenido. Sin más que una camiseta de tirantes y unas chanclas, estoy tirando del bajo del pantalón para secarme una mosmera que amenaza con convertirse en constipado. Un futuro merecido después de dos semanas de asueto por Córdoba y Málaga.

Nos fuimos sin casi previo aviso mi hermano y yo. A Córdoba llegamos por la tarde, justo antes de que anocheciera. Allí nos esperaba Toni, el único guía que odia todo sobre la ciudad que te muestra. Tal era así, que la primera noche salimos de su casa refunfuñando. Al lado había un puesto de caracoles. Él lo maldecía mientras yo pedía más y más cazos: «Yo mataba a todos los comedores de caracoles y les enterraba bajo las conchas», se quejaba.

En el siguiente bar accedimos a pedir algo que no tuviera nada que ver con la gastronomía cordobesa. Pedimos pinchos de tortilla y lo que más le importaba al camarero era saber qué salsa queríamos: «Ya, pero ¿con ketchup o con mostaza?», preguntaba cada vez más nervioso. Todo para sacar después un bote del Día y quedarse tan ancho.

Esta obsesión por la mayonesa también nos asustó al día siguiente, que pedimos croquetas en un bar y dimos una vuelta de rigor por la judería antes de atornillarnos a la barra de un garito. Allí encontramos un rincón que a Toni no le parecía feo del todo y echamos una foto:

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Cada noche regresábamos a casa con la tripa llena de líquido y nada de sólido, siguiendo los preceptos de la dieta de Toni (el «Método Coyle») y atacábamos la nevera como si hubieran declarado una invasión alienígena. Siempre había botellas de salmorejo que Toni rechazaba con asco.

Después nos fuimos a Málaga a continuar nuestro régimen de terrazas y botellines. Néstor llegaba de noche y tuvimos que hacer tiempo en un rincón de la elegante playa de la Malagueta. Cuando llegó montamos tal tertulia que parecía el plató de Al Rojo Vivo.  No le dejamos ni que deshiciera la mochila. Hablamos de periodismo como si de la fórmula contra el cáncer se tratase, pensando en el interés que generaba en la humanidad, que resultaba ser el mismo que el que mostraba Cristina: ninguno. Tampoco para los vecinos, que llamaron varias veces para que nos calláramos de una vez.

Los días siguientes nos levantamos tarde y desayunamos hasta la hora de la comida. Los tres nos presentábamos con los deberes hechos: cada uno en su habitación revisaba las ediciones digitales de los diarios y luego atacaba con un titular mientras el otro recogía las tostadas.

Una situación lamentable que hizo que incluyéramos algo cultural a la visita: excursión a Torremolinos. Allí nos tocó el «día del pescaíto» y soportamos colas de hasta una hora para comer una sardina. Mientras, veíamos pasar un reguero de tribales y minis de sangría en dirección a la playa. Nos pusimos al lado de un chiringuito que simulaba una rave de Ibiza y un tipo gritó: «Hace un calor de cucarachas». Una expresión que notamos acertadísima cuando por la noche caminábamos por el centro de Málaga.

En cada visita a la playa teníamos que convencer a Néstor para que se mojara por lo menos los pies. Él respetaba al milímetro las leyes que dictan los padres cuando eres pequeño y que  con el tiempo elevas a la condición de ciencia: no se metía hasta dos horas y media de haber comido y cuando lo hacía, por si acaso, iba aclimatando el cuerpo echándose agua en el cuello y las muñecas, puntos vitales contra un corte de digestión.

Antes nos estudiábamos el diario para tener tema de conversación de madrugada, tal que así:

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A la vuelta a Madrid me metí veinte minutos al Prado antes de enganchar otro trayecto hasta Valencia. Fue un oasis en medio del ardor del asfalto. Pasé sin ni siquiera fijarme en qué pasillo estaba. Me encontré por casualidad con El Greco y me quedé sentado en la sala, como un tonto, esperando a que el aire acondicionado (esta vez sí) hiciera su cometido.

Ya aquí empecé con la rutina de sauna y biblioteca hasta ayer, que vi a mis padres y dijo mi madre: «Pues yo creo que has crecido», dejándome destemplado, como en estos momentos, y tan descolocado como un grafiti de marquesina al que le quitan su significado primordial:

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Nirvana y obras completas.

El paso por el caserío de Haritz hizo que me replantease de lleno el futuro. ¿Cómo, pensando en abandonar la ciudad y vivir en un paisaje bucólico disfrutando del silencio? No, pensando en fumar hierba a todas horas. Permanecer atrapado en un penacho de humo, marcar las etapas del día por la cantidad de trufa enrollada y no por las comidas. Destinar parte del paro a enriquecer al morito de la esquina previniendo (inch’allah) que regrese a su país y alcanzar el nirvana lejos de preocupaciones, más o menos así:

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A estas conclusiones no solo llegué gracias a Haritz. También tuvieron que ver varios factores pasajeros pero, a su vez, determinantes. Uno de ellos fue llegar a un bazar de Todo a 100 e imaginarme que trabajar allí, con Melendi de fondo y una dependienta que decía «Ahora te atiendo, teta», no estaba tan mal. Luego me metí en el río y me enterneció una visión tan corriente como estúpida: un adolescente empujaba de la cintura a una chica de su edad que montaba en monopatín. La llevaba firme, respondiendo con bravura a cada gritito o desequilibrio suyo. La imagen me pareció dulce, entrañable, cuando en realidad tendría que haberla valorado como lo que era: una mariconada.

En este estado de perdición, de salir de casa a la hora en que friegan los portales y de acostarme cuando cierra el Opencor, llegó el fin de semana. Teníamos reservados un par de días de playa y pelis. Yo, aparte, me tenía que terminar Donde el silencio, de Luisgé Martín. Nada más hacerlo, se lo pasé a Celia y le dije que me había gustado mucho. Ella lo cogió y, manoseándolo, dijo: «Es un poco capullo, ¿no?, siempre escribiendo desde un resort«. Yo, sin meditar demasiado, contesté: «Si yo fuera un escritor con cierta fama también viajaría por hoteles con wifi y no por habitaciones con el agujero del retrete al lado de la almohada». Ella me echó en cara un posible amancebamiento y ya tuvimos la tarde liada.

Solo lo resolvimos con una sesión de Woody Allen y con un ciclo impremeditado de Adriana Ugarte: Lo contrario al amor y Castillos de cartón. Eso aligeró el enfado y nos devolvió la felicidad de días pasados, cuando nos juntamos con casi todos los primos y pasamos el día saltando a la comba, empujándonos a la piscina y viendo el fútbol con unas cuantas latas. Algo muy maduro que culminó con esta foto:

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Pasado el óbice del desempleo y empujado por ese entusiasmo infantil de la nostalgia, contacté con un camello para el lunes y configuré mi estrategia de los próximos meses. Lo vi perfectamente claro: tras varias semanas de negativas y rechazos periodísticos, planeé reunir mis obras completas con los reportajes inéditos. Sí. Me importa un bledo que Juan Cruz y toda la tropa de Alfaguara estruje las tetillas de Gay Talese para conseguir otro libro jugoso de sus crónicas sobre sus compañeros de guardería. O que venga Javier Marías con un pendrive de artículos y le hagan la ola para promocionar otro volumen de columnas. Yo voy a ordenar mis textos rechazados sin orden ni concierto. Los voy a encuadernar sin prólogo y con un capítulo extra de aquella noticia publicada cuando no teníamos corrupción, para joder a los que se lo descarguen. Y en tapa dura, con dos cojones.

Volvía de la sauna pensando en esta gloriosa idea y en que mi única alegría cotidiana había sido negociar con el quiosquero que me diese El Mundo con tiques de El País, cuando me encontré con que Celia se me había adelantado y ya estaba en el sofá así, encontrando el nirvana por su cuenta y con un buen alijo en la mesita de noche:

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