Finolis.
La última vez que vi a Jara aquella noche iba borracha, agitaba mi tarjeta de crédito en el aire y memorizaba la contraseña a voz en grito frente a una cola de rateros.
Nada nuevo.
Días antes habíamos estado cenando con Antonio y Leyre en casa y tanta charla la abocó directamente a querer cambiar las conversaciones por copas y a entrenarse en el noble arte de apurar de trago seis dedos de bebida antes de pedir otra ronda. Puede que la culpa la tuviera la inquietante mirada de Antonio:
Además, unas horas más tarde salíamos de evasión hacia Portugal. Allí pretendíamos pasar las tardes escuchando el oleaje del Atlántico, releyendo clásicos selectos y cocinando recetas provenzales antes de dormir al raso en una tienda de campaña de dos puertas.
Todo se truncó.
La salida coincidía con la final de Copa del Rey del Madriz contra el Barsa. El único respiro que quería introducir entre mis subrayados de Ovidio. El cálculo de viaje hasta la costa era de seis horas y subió a nueve, así que en el primer área de descanso portugués donde paramos me asomé para ver si ya había empezado el partido y podíamos demorar la llegada al cámping un par de horas. El bar resultó ser una especie de salón con mesa camilla y tele de 14 pulgadas donde siete abuelos veían, justo esa misma noche, el derbi de la temporada. Y me refiero al Benfica-Oporto, no al duelo español, que se la traía al pairo. Pregunté por el resultado y el camarero cedió a consultarlo. Cuando iba a tocar el mando de lo que resultó ser una pantalla con cable de 170 canales internacionales, uno de los asistentes le amenazó: «Sólo el resultado», consiguiendo que el zapeo fuera un parpadeo y no viera ni siquiera las equipaciones. En el resto de locales pasaba lo mismo. Acabamos tomando un helado y festejando la victoria del equipo lisboeta.
Los demás días, en lugar de reservar el hueco prometido a leer en una terraza con un café y una omelette a las finas hierbas en honor al Pereira de Tabucchi, nos metimos en una dinámica de ver tres monasterios cada jornada y hacer un repaso en torno a los conceptos artísticos aprendidos. «¿Tenía las bóvedas de crucería o de medio punto?», me preguntaba Jara cada vez que me despistaba con lo más mínimo, como una revista del corazón portuguesa o un gallo de colores.
Las noches eran parecidas.
En lugar de montar una chasca y asar un jabalí con esencias adobadas para después retozar como neardentales, Jara se sacaba una bolsa de juegos del mismo tamaño que una maleta de ecuatoriano y preparaba en la mesa de la zona común una timba que impresionaba hasta al guardia de seguridad, acostumbrado a ver celebraciones de tabuleiros y comuniones en la discomóvil.
Precavida, eso sí, reservaba una botella de güisquito en el bolso y rellenaba el vaso de plástico de cuclillas mientras se adentraba la noche. Lo hacía ocultándose de la garita de entrada y mezclando bajo la mesa, como si fuera un calimocho en las aceras de Malasaña. De vez en cuando revisábamos las fotos del viaje y salían imágenes tan divertidas como esta:
Deseando llegar a Madrid y organizar una reunión en torno a cualquier partido de fútbol que echaran por la tele, quedé con Juanas, Andrés y Tatín en una terraza de Chamberí. Hablábamos de una despedida de soltero y Tatín soltó, tras desgranar con emoción el progreso del embarazo de su esposa, que Lelo iba a echar a perder la mejor etapa de su vida: «Los treinta son la hostia», advirtió, «porque las de veinte te ven como un tío maduro y apuesto y las de cincuenta como una perita en dulce».
Se quedó tan ancho que pidió otro tercio y se encendió un camel antes de decir: «No contéis con Yessi para la boda, que estará preñadísima y hará reposo en casa. Yo voy a darlo todo».
A la mañana siguiente, el viaje ya era un receso lejano y lo más urgente era terminar aquellas lecturas que no me dejó terminar Jara en los días de ocio. Entre ellas estaba Matadero Cinco, que no me atrapó (con perdón a Toni y Comes, fieles defensores), aunque empezara con párrafos como este: «Como traficante que soy de momentos apoteósicos y emocionantes, de caracterizaciones y diálogos maravillosos, de comparaciones y suspenses, el mejor esbozo sobre Dresde, o por lo menos el más bonito, lo había escrito en la cara posterior de un rollo de papel de empapelar».
Pasaba las páginas en la terraza, viendo a la niña del piso de enfrente fregando los platos, planchando y hasta podando las flores, cuando le dije a Juanillo: «Oye, ¿esa niña no debería estar en clase?» y me contestó: «Es que son brasileños, creo», como si el hecho de ser de otro país les eximiera de asistir al colegio.
Cuando finalizaba el día, y antes de verme de nuevo volviéndome a casa sin tarjeta de crédito como la última vez que vi a Jara aquella noche, insistí a Leyre y a Javi para que la distrajeran con un juego en el salón. Lo consiguieron:
Jara estaba tan concentrada leyendo las instrucciones que apenas prestaba atención al romance fallido que nos contaba Juanillo. Levantó la cabeza y preguntó: «Pero, ¿practicastéis sexo oral por lo menos?» y Juanillo dijo: «Joder, qué finolis te has puesto. No, no me la chupó», manteniendo tranquilos el ambiente y los movimientos de mi cuenta corriente.