Nitroglicerina.
Cuando Benzema chutó al larguero a mi padre casi le da un infarto. Y no por ser un forofo azulgrana ni porque del primer clásico de la temporada se pudiera vislumbrar el campeón del título, sino porque su corazón lleva soportando las iras del organismo desde hace dieciséis años. Y una obstrucción de una arteria coronaria es más peligrosa que un lanzamiento del francés, aunque a veces no lo parezca. Poca broma, como diría Toni.
El balón rebotó. Mi padre pidió otra tónica. La tertulia siguió en el bar donde estábamos reunidos y el fotógrafo David Ramos inmortalizó el momento así:
Al final del partido, mi padre pagó la ronda y se subió a casa festejando la victoria sin brillo del Barça. Nosotros nos fuimos hasta Sanse al cumpleaños de Julito y montamos un picnic de ganchitos y mirindas como si estuviéramos en la guardería. De vez en cuando comenzábamos algún debate estéril tratando de despistar a Ester, que vigilaba cómo daba Nir el biberón, a pesar de tener entre medias a Luis defendiendo a la policía o, lo que es aún más difícil, a Ancelotti:
Volvimos tarde. Mi padre dormía junto a un pastillero en forma de corazón y tenía el periódico del sábado abierto por la página del crucigrama con una firma certificando su consecución. Nada hacia presagiar que el domingo le doliese de nuevo el pecho. Ni siquiera tras ver a Messi perder puntería. Por la noche, de hecho, pegó un grito sordo en medio del salón diciendo: «Ha muerto Lú Rí».
Me acerqué hasta la esquina del ordenador y, efectivamente, vi la foto de Lou Reed abriendo las publicaciones digitales. Entonces me pareció que mi padre llevaba chupa, una camiseta de la Velvet y sollozaba como Nate en A dos metros bajo tierra cuando muere Kurt Cobain. «Siempre nos quedará su música», lo consolé, imitando la secuencia de la serie.
Sirvió de poco. A la mañana siguiente tuvimos que ir hasta la consulta y pedirle al doctor algún consejo. Cuando volvimos, mi madre esperaba en la cocina. Nada más escuchar la puerta, sacó un paquete de tabaco, se encendió un cigarro y nos preguntó «¿Qué os han dicho?»
Por la noche, el mismo pinchazo que llevaba aguantando dos días se intensificó. Mi padre se colocó una pastilla de nitroglicerina debajo de la lengua como si fuera una Juanola contra la tentación de fumar y nos fuimos al hospital. Antes, se aseguró de cerrar las ventanas por si llovía y de coger un tique para comprar El País a la mañana siguiente. Mi madre y yo esperábamos en el coche con las llaves puestas y, mosqueados, le dijimos: «Vamos, que parece que es a nosotros a quien nos está dando un infarto».
Al llegar a Urgencias no había nadie. Dejamos el coche en la entrada y, cuando mi padre ya estaba en una camilla, mi madre se salió con un piti en la mano. «Estoy nerviosa y además me he dejado la cama desecha», apuntó. Al momento llegó mi hermano y nos juntamos los tres en una habitación de la UCI como si de una peli de Sánchez Arévalo se tratase. Cada media hora nos turnábamos para bajar a la puerta y decirle al vigilante que en dos minutos quitábamos el coche, que no llamara a la grúa.
Les dejamos allí, con un monitor marcando unas pulsaciones dignas de Indurain y doce parches con tubos repartidos por el cuerpo, a lo Makoki.
Sólo faltaba el aviso del cateterismo, que llegó por la mañana. Metieron a mi padre para intervenirle y mi madre se quedó respondiendo mensajes de móvil en la puerta, esperando a que le sacasen el corazón para darle un beso, como a un recién nacido. Yo llegué al rato y tiré directamente a la habitación. Ahí estaba mi padre, con dos stents nuevos en las coronarias y preguntando si iba a desayunar. Mi hermano se encontró a mi madre en un pasillo donde sólo pasaban médicos hasta que me llamaron y les avisé de que ya estaba en planta y de que antes de venir compraran el periódico.
Al subir nos juntamos de nuevo y mi padre posó para una foto así, como si fuese la portada de El Mundo Deportivo el día después de la operación de Puyol:
Durante el día hizo el crucigrama y se cercioró por teléfono de que había mirado el buzón y las ventanas seguían cerradas. Por la noche, los hijos nos despedimos para dejarle escuchar el partido del Barça, que ganó por tres goles y cerró tres días de un gran susto, como la escuadra de Benzema, arreglado a base de nitroglicerina.
Falocentrismo.
Cogí Johnny Guitar únicamente para ver el diálogo que acompaña a todos los obituarios de Nicholas Ray. Aquel que dice, más o menos, eso de «Dime algo bonito. Miénteme, dime que me has esperado todos estos años y que me has querido como yo te quiero a ti». Si no se tratase de un western en el que Joan Crawford nos enseña a beber Bloody Mary como revulsivo a la resaca, parecería sacado de una película de Disney. Sin embargo, el tipo taciturno que eligió Las Matas para rodar 55 días en Pekín introduce un interrogante que sepulta la melaza: «¿Qué quieres oir?»
«¿Qué queremos oír?», pensaba anoche cuando me crucé con dos chavalitos y uno le decía al otro, muy seguro, «No me gusta sólo por cómo es. También me gusta porque está buena», a modo de hipérbaton que altera el orden de los significantes. Bajaba la Gran Vía después de cumplir el cuarto día de lo que podría titularse como Mi semana con Toni y acababa de despedirme a una hora prudente de éste y Elena Horrillo (pongo el apellido porque es tan indispensable como el de José María García). Tras un par de horas de ponernos al día y caer en la tentación de hablar del pasado, Elena Horrillo se quedó pensativa y dijo: «Si algo he notado con la edad es la hora de irme. Ahora pienso en el edredón de la cama y me importa más que esperar a que me mire el tío bueno de la discoteca».
Esa afirmación resumía la estampa del andén de Príncipe Pío, donde se remarcaba esa criba temporal: al vagón sólo se subían treintañeros y bajaban grupetes jóvenes con bolsas de alcohol. Yo intentaba encontrar algo de literatura en ese ingrato enviste de la existencia y me imaginaba trasladándolo a versos como estos:
Para que yo me llame Alberto García, para que mi ser pese sobre el suelo, fue necesario un ancho espacio y un largo tiempo: Hombres de todo barrio periférico, fértiles vientres de convoy, y cuerpos y más cuerpos fundiéndose incesantes en otro cuerpo nuevo de un Cercanías.Lejos de copiar a Ángel González, lo que me salía era un «me cago en los muertos del concejal de transportes» entre miradas furtivas al minutero. Antes, me había bajado a la manifestación con mi padre. Le avisé de que tenía un montón de amigos que andaban por allí, pero que era un lío quedar con todos. Nada más advertirle sobre mi prioridad paterno-filial se empezó a encontrar gente y me pasé una hora hablando sobre jubilaciones y colegios que ya han cambiado de nombre unas cuantas veces.
También comentamos el fin de semana en su ciudad, Salamanca. No le conté que más que una escapada de tronquetes fue un estadio más de la investigación que está llevando a cabo Elsa para redondear su teoría sobre el ‘falocentrismo’. Para ello necesitaba juntar a, por lo menos, dos o más chicos y un par de amigas de coartada. Con esta sencilla muestra fue articulando todo un reguero de situaciones en las que el ser humano utiliza las múltiples definiciones del miembro masculino como auxiliar del sintagma. «Anoche nos partimos la polla», indicaba Néstor. «No me toques la polla», le respondía Jesús. «¿qué polleces decís?», se mosqueaba Araceli. Y así hasta que llegamos a un bar donde la camarera atendía en shorts y bañador dejando al aire un mapa de tatuajes. Era de una belleza tan insultante que hacíamos turnos para ir a pedir copas. Las chicas también estaban en el sorteo. «Así no se puede. Es competencia desleal», se quejaba Elsa con cuatro minis en la mano. Uno a uno fuimos perdiendo billetes con tal de ver cómo aquella Venus de barra deslizaba los hielos desde una fuente a ras de suelo hasta nuestro vaso.
Por eso estábamos así al día siguiente: Néstor enseñando ombligo tras seis horas en horizontal; Araceli poniéndonos al día de los titulares que aparecían en la prensa internacional a través del móvil, Jesús tratando de dormir como un chucho apaleado y María y Elsa discutiendo por un programa de gitanos:
Tampoco le dije a mi padre que el otro día acabábamos de tomar un café en un bar y a Toni le preguntaron si era actor. Estábamos con Néstor atravesando la Vodafone Square (antes llamada Puerta del Sol) y nos confesó: «Quillo, os juro que tengo la sensación de que a veces me señalan. Tengo que tener un parecido a algún mamón de la tele». Nosotros tardamos en dar con la clave, pero dedujimos que lo que susurraban las parejas que le tiraban fotos con el móvil era «¡Mira: es Anthony Coyle!».
Eso me llevó a recordar que aquel nombre tan anglosajón se contraponía con el del tipo de la charla a la que nos acercamos en Vallecas. Era Rafael Chirbes, que, entre risas cómplices de un auditorio que nos triplicaba la edad, dijo que cada vez se aguantaba menos a él y menos a la gente. Al final, nos acercamos a preguntarle si pasaba de vez en cuando por Tavernes y a Toni se le ocurrió soltarle que cuál era último libro que había leído. Nombró lo menos seis, todos novedades que no llevaban en las librerías más de dos días. «Fijo que es mentira», soltó Toni nada más salir.
(Abajo, una foto de la presentación. La crónica güena, en Pollitolibros.com)
Dejamos al autor de esa historia de la infamia en dos tomos que son Crematorio y En la orilla. Enemigo -según Toni- del punto y aparte, como enemigos fuimos Pablo y yo cuando le abandonamos en una terraza de Entrevías anotando impresiones en una libreta y tomando vino como si se tratase de Baudelaire.
Teníamos que llegar en diez minutos a ver La bicicleta verde en Princesa. Nos esperaba su madre con dos amigas. Pablo cogió el túnel con la moto de la emetreinta como si fuese Cheste y nos tocó sentarnos separados. Al salir, Paloma nos dio un beso con eco en cada mejilla y presumió de su hijo maestro. «Además, ¿a que se parece a Casillas?», tanteó ante la mirada extraña de las amigas.
Entonces yo, como ayer tras hablar con mi padre, me despedí corriendo para llegar al tren. Justo cuando estaba en las escaleras mecánicas me llegó un mensaje de Elsa que decía: ¿Va a haber plan el domingo o qué? Me tenéis hasta la polla».
Del caviar a la morcilla.
El otro día salía contrariado de la sauna cuando sonó El Rompeolas. En ese momento creí que a veces el destino se alía con el carácter y te da un poco de aliento en medio de tanta desesperanza. El instante se rompió minutos después, cuando escuché la versión de Vicious de Loquillo, que parece una improvisación adolescente de hoguera de verano. Por eso volví al original y de allí al recurrente I wonder, de Sixto Rodríguez, que sigo machacando en su eterno lamento «I wonder how many times you had sex and If you know who’ll be next».
Todo eso desde el núcleo de mi habitación, que apenas he abandonado durante los últimos días. Solo rompió mi encierro una cita con Maruxa, de paso desde Londres, y alguna sesión de cine. En esa visita fugaz, Maruxa me contó sus proyectos periodísticos en una terraza hasta que exigió buscar un sitio cerrado donde pusieran manzanilla. «Como verás, vivo al límite», explicó.
De aquella actualización quedó un viaje pendiente y un trasnoche en medio de la semana que retrasó el resto de las jornadas. Salvo para mi padre, que siguió escrupulosamente su rutina de madrugar solo para ver a la selección, tal como muestra esta foto en penumbra:
En ese disloque temporal se colaron un par de joyas sorprendentes. La primera fue el capítulo piloto de The Newsroom, que devuelve el esplendor a una profesión en malos momentos. Otra fue coger prestada Broadcast News, traducida como Al filo de la noticia, y pasar una tarde de sillón y manta, como si fuera domingo, en pleno miércoles. Lo tiene todo: triángulo amoroso, últimas horas en pleno telediario y muchos planos en aumento de besos con subrayado musical. Uno se puede hacer a la idea con un fotograma cualquiera:
El viernes también tuve que cambiarme el pijama y salir de casa para ver a Rubén. Quedé para que me enseñara a hacer fotos. Y lo hizo. Con la única pega de que cada vez que me indicaba algo y comparábamos, la suya era mucho mejor. «Pero si hemos puesto los mismos parámetros y la hemos tirado a la vez», protestaba yo, admitiendo la analogía con la cocina de la abuela: por mucho que pongas el mismo aceite, la misma sal y un filete semejante, siempre sabe mucho mejor el suyo. Es lo que mi primo y padrino Manolito define como «el Chi», sosteniéndose en la tradición milenaria china, y que se refiere, aproximadamente, al misterio de la experiencia.
En resumen, que se acercaba el fin de semana y tenía menos joda que un imputado marbellí. Hablé con Pablo y Alvin, que proponían cientos de planes sugerentes. «No tengo ganas de tanto trote. Estoy tranquilo y, además, me siento como oxidado», le dije a Alvin, negando su invitación. «No te preocupes», me tranquilizó, «eso se pasa rápido. Ya verás cómo en unas semanas estás tirando bocao a la segunda caña».
Teniendo en cuenta sus consejos, opté por pasar el sábado en el bautizo de mi primo. Era en Piedrahita, así que teníamos que amanecer temprano para llegar antes de que el cura iniciara el sermón. Durante la misa recorrí las bancadas sacando fotos, aprovechando las clases de Rubén, que me dejó el modo en blanco y negro y todo parecía un reportaje del diario Pueblo. Mirad, si no, una instantánea cualquiera:
Por suerte, retomamos las sanas costumbres después de comer y nos bajamos al salón del bar a echar un mus. Nos enfrentamos los primos contra los hermanos. Pedimos pacharán y nos acomodamos como si fuera a ser un duelo épico. Juanas llegó hasta a aflojarse el cinturón. No sirvió de nada: nos dieron una paliza de escándalo. Pretendimos recuperar la dignidad en el futbolín, y casi nos toca pasar por debajo. Mientras, las mujeres miraban el reloj y esperaban que la perra de los primos de sofocara. Así empezamos nuestra espiral de derrotas:
Nos reunimos con el resto de la comitiva y volvimos a Madrid. De camino, le conté a mi madre que había salido eufórico de la sauna gracias al famoso estribillo «No hables de futuro, es una ilusión» y que pensaba poner tierra de por medio en pos de una carrera profesional fulgurante. Sin tiempo para chorradas y con un relicario de dichos en la chistera, empezó a enumerar las ventajas de poder pasar los días en la habitación y culminó: «Además, ¿qué te crees? ¿No sabes que es muy fácil pasar del caviar a la morcilla?», aniquilando cualquier atisbo de una existencia dedicada al rocanrol.
Poner la cama.
El sábado bajé al chino a comprar tres litronas y el dueño exclamó: «¿Todo eso beber tú solo hoy?». Lo mismo pasó el domingo por la mañana. Entonces le pedí papel para liar y dijo «¿También fumar?», ensanchando los ojos con premura. He pensado que la próxima vez que pase por el bazar le voy a pedir dos botes de lubricante genital, para que se haga una imagen completa de su vecino.
Nada de eso se correspondía del todo a lo que el proveedor de alcohol del pueblo pudiera imaginar. Era una visita de urgencia ante una cena de varios amigos. Acababa de llegar de Madrid y el frigorífico estaba como un solar. Una visión desoladora que arrastraba desde el miércoles.
Primero, quedando con María en una terraza y escuchando sus últimos tres años de vida. Me contó todo tipo de desgracias y acabó con una expresión que le otorgaba al discurso mucho énfasis y una dignidad que parecía difuminada entre relaciones fallidas y dramas familiares. «Después de todo eso, va y me pide dinero. Encima. Eso ya es ser puta y poner la cama».
Lo dijo con tal resignación que acabamos los dos riéndonos. Nos despedimos pronto y me acosté para despertarme temprano y acudir a la Castellana a ver a Manuel Gutiérrez Aragón. Después de charlar sobre sus lugares preferidos de Madrid, le dije con franqueza: «Oye, ¿y de qué va la nueva novela? Es que aún no he podido leerla» y me contestó: «Ni tú ni nadie, porque sale este viernes». Por si fuera poco, al separarnos en la calle solté: «Mucha suerte», como si tuviera que bendecir a un tipo de sesenta años que ocupa un lugar en la Academia de Bellas Artes y con una trayectoria extensa registrada en la wikipedia. Son esas expresiones a destiempo las que me hacen ser un bocazas: darle las gracias al que te está cobrando o decirle adiós a la persona que acaba de indicar que se queda.
Me pasa a menudo. Casi me cuelo de nuevo al día siguiente. Viendo Antes de amanecer y Antes del atardecer con Rastitas. Al final de cada frase arrancaba con un «pues en la tercera…», olvidándome de que mi hermano lleva tres meses impidiéndome hablar de Antes del anochecer porque -el sinvergüenza, que estuvo meses mandándome todos los artículos que hablaban de su estreno- todavía no ha ido a verla. Ahora se mosquea si le cuento la secuencia de veinte minutos del comienzo, la charla intergeneracional de la mitad o el último diálogo.
Todo se pasó el viernes. Entonces el plan lo compartía con Pablo y Siniestro Total por la noche. Teníamos que estar antes para tomar algo con Julián Hernández, el cantante. Al final se echó el tiempo encima y tuvimos que subir al camerino. Allí, Pablo le pidió a Kike Para que nos tirara una foto, para dársela a su padre. Quedó esto:
Luego nos bajamos a la sala y nos quedamos rezagados, en la franja que empiezan a ocupar los puretas. Mientras los jóvenes se pegaban con entusiasmo, nosotros sujetábamos la copa marcando distancia. En cada canción, Pablo se giraba y me decía: «Esta me recuerda a un paseo en coche con mi viejo por la Gran Vía» o «Esta es de una tarde en una plaza de Móstoles», trazando una cronología vital a partir de la matanza de jipis en las Cíes o de la llamada del Ayatolá.
Cuando se acabó, Julián Hernández estaba más o menos así, nada que ver con ese aspecto de John el de Belfast con el que nos recibió un par de horas antes.
El sábado, pues, la casa estaba desangelada. Y a medida que pasaba la tarde no paraba de apuntarse gente. Nir trajo a los niños y nos reunimos unas diez personas. Tuvimos que abrir la mesa de las nocheviejas y poner a funcionar el microondas como si fuera un horno de leña. Nir, que dijo que sólo venía a picar algo, terminó sentándose en el centro del banquete y degustando cada plato. Mientras, el resto tuvimos que pasarnos al bebé de mano en mano hasta que su padre terminara de comer. Después, más tranquilos, comentamos varios temas de actualidad. Cada intervención me recordaba algún chiste, así que empezaba y, cuando estaba a punto de atreverme, Nir señalaba a la niña y me miraba con gesto de preocupación. Así cada cinco minutos. «Joder, otro que no puedo contar», me quejaba sin respaldo. Al final, cogió al pequeño, se despidió como si fuera José Luis Moreno con sus guiñoles y despareció a la vez que Juanas y Julito.
Nos quedamos Luis, Lidia y yo. Con un par de cafés, Luis se desmelenó y me empezó a explicar cada tema de la oposición para subinspector de policía. Nos dieron casi las cuatro de la mañana, y no se fueron hasta que no me vieron en pijama y fregando las sartenes.
Por eso, al día siguiente, que tenía prevista una ruta por la sierra con Pablo, me levanté tarde y bajé a la tienda de alimentación en busca de avituallamiento. Pablo no se presentó, así que me fui a ver si salía del círculo maldito de La Pedriza y Cercedilla. Me acerqué hasta El Escorial y no se me ocurrió nada más que esperar al atardecer y hacerle una foto al monasterio. Pero no una cualquiera. No. Una acorde al estado en el que había pasado la semana: en una especie de reflejo borroso y tras unos días en los que ni el chino ni yo sabíamos bien con quién estábamos tratando.
Endogamia.
Hay líneas de metro endogámicas. Que solo copulan entre ellas y procrean, a lo sumo, hijos bastardos como el metro ligero o los ramales. Un ejemplo es la nueve de Madrid. Su color lila ya da cierta orientación de secundaria, de relleno, lejos del gris, el azul o el amarillo: gamas cromáticas de esencial importancia. Líneas que jamás te llevarán al sitio que pretendes sin tomar otro enlace. Sin asirte a una rama principal. Paradas juveniles que solo conectan a pandillas de instituto. Porque, ¿quién necesita ir de Sainz de Baranda a Duque de Pastrana?
A esa inútil reflexión llegué hace un par de sábados, cuando me tocó ir a un restaurante de moda en el que «negociaban» con los clientes la tortilla de patatas. Había estado el día entero leyendo la prensa y el camino se me hizo aburrido. Anduve al lado del mar de vías de Chamartín y llegué a una plaza donde cuatro chavales se daban calmantes. Los envidié. Llevaba bajo el brazo Hitch 22, una biografía de Christopher Hitchens que retomo cada cierto tiempo y que se puede resumir como Memorias de un tipo que ha estado en todos los saraos.
Menos mal que cada hora me llamaba mi hermano Jorge, alterado, y me preguntaba «¿Me has guardado los periódicos del viernes?» como si estuviera cuestionando su dosis de yerba. Cada vez que le contestaba afirmativamente, insistía «¿Con La Guía del Ocio, el Metrópolis y el suplemento de Motor?» de la misma manera que quien pregunta por la pureza de la farlopa.
Había guardado todos. Es más, apenas les había echado un vistazo, porque es un placer atacar a seis diarios cuando hay elecciones en Alemania o habla el Papa: te los quitas en diez minutos. Aparte, iba con prisas porque había quedado con Juanas, Mer y Pablo para ver a Lucía en Casa Chinitas. Mer iba ilusionada, como si en lugar de ir a ver flamenco la lleváramos a Cortilandia. Nos pasamos todo el rato cuchicheando. Hasta que llegó Lucía y nos dedicó un taconeo que dejó tieso hasta al japonés de primera fila:
Luego salimos con el grupo de bailaores y Pablo se introdujo en un antro de diseño como quien hace espeleología, con un aire de contrariedad más propio del que es de Rosendo y del Madrid a la vez. Y que, al final, se tradujo en una comunión absoluta que acabó con una buena ración de chistes. Terminó pronto, porque teníamos pendiente ir al día siguiente a ver a Johnny Cifuentes, el líder de Burning, a su bar, que queda a unos pasos del piso de Lucero. Nos recibió igual que en esta esta foto, aunque sea de hace unos cuantos años:
Estuvimos con él y nos despedimos hasta la mitad de la semana. Aproveché para llevarme algunos libros de su estantería sin que me viera. Pillé Apocalipsis con grelos, la biografía de Siniestro Total escrita por Jesús Ordovás. Se me pasó el trayecto en un suspiro, leyendo sentencias como esta: «Hay que reaccionar. Volver al 79 y recuperar la new wave. Desde los ochenta la música ha dado un giro terrorífico. Ha habido tres épocas. El principio con Elvis y Chuck Berry, del 55 al 65: años gloriosos; después el terrible jipismo y, ya en el 75, los Ramones. Menos mal que nos quedan los Ramones».
También cogí Amor líquido, de Zygmunt Bauman. El mismo ejemplar que leímos con fruición en una azotea de Katmandú. Lo manoseamos, lo subrayamos y hasta lo forramos. Nos lo íbamos pasando cada mañana como si fuera un conjuro contra la fealdad. En cuanto uno se ponía a hacer flexiones, otro le paraba y expelía declaraciones de este tipo: «Mientras las relaciones se consideren inversiones provechosas, garantías de seguridad y solución de sus problemas, usted estará sometido al mismo azar que cuando se tira al aire una moneda. La soledad provoca inseguridad, pero las relaciones no parecen provocar algo muy diferente. En una relación, usted puede sentirse tan inseguro como si no tuviera ninguna, o peor aún. Solo cambian los nombres que pueda darle a su ansiedad».
El otro asentía embobado. Hasta que terminamos el libro y Pablo me dijo: «Canijo, ¿tú has entendido algo?». No supe qué contestar.
¿Cómo lo íbamos a entender, con esta cara, a medio camino entre mística y carabanchelera?
Se los devolví el jueves, que quedamos para hacer una «carrera salvaje». Este eufemismo no era más que cruzar la Casa de Campo fuera de cualquier senda marcada y llegar a las vías del ferrocarril. Allí me paré y cogí de milagro un tren que me llevó directo a casa de mi hermano, sin hacer ningún transbordo. Y con la mochila llena de periódicos atrasados. Porque esta ciudad es así: a veces te acoge en su vulva con extrema carnalidad y otra se muestra áspera y distante como una amante despechada.
Él cogió con ansia los suplementos y yo me fui a dormir hasta que llegó el viernes, que me levanté temprano, compré los periódicos en un quiosco del centro y me encontré con esta frase: «Los optimistas pertenecen a la misma especie que la conocida como pesimistas, solo que están mal informados».
Me acordé de nuevo de Jorge -que debía de seguir durmiendo y, por tanto, desinformado- y de su optimismo congénito. Justo cuando había terminado el café y me dirigía a una línea de las de verdad, sonó el teléfono: «¿Has pillado ya el material? Pues que no se te olvide: guárdamelo, que estoy en ascuas», me gritó. Pagué y me fui pensando en que lo verdaderamente endogámico no era el metro sino la forma que tenemos en la familia de tratar la prensa.