Laos en la sauna
Ayer la sauna olía a Laos. Sí, no a humo o a sudor o a una menta en bote tan falsa que jamás olerás algo parecido en la naturaleza. Olía a Laos, y era curioso. Era curioso porque olía así gracias a un eucalipto ucraniano que vertió un oriundo de esas tierras. Sí, le solemos poner apellido a las cosas. Hasta a la democracia, por mucho que se empeñe en lo contrario Esperanza Aguirre.
¿Qué tiene que ver el eucalipto ucraniano con Laos?, os estaréis preguntando. Pues poco, si sólo lo observas como una planta que devoran los koalas, que- encima- te transportan más a Australia.
Sin embargo, el vapor que emanaba (qué chulo queda poner “emanaba”) era igual que el de unas plantas en rama que quemaban en una sauna de Vientián, capital de Laos, en una olla a presión con agua y un agujero que comunicaba con un cubículo de madera donde sudabas a base de paciencia.
Creo que yo me pasé dentro media hora hasta que empecé a sudar por cansancio, o quizás porque me puse a hacer flexiones (Celia eligió la opción buena y se presto a un masaje, si no recuerdo mal).
El caso es que esa conexión de olores tan caprichosa me trajo a la mente un par de cosas: ¿por qué huele el retrete del piso compartido a las calles de Calcuta? (aunque esa era obvia) y ¿se podría hacer una anatomía de un país por su sauna?
Si no de su gente, seguro que de su prensa, pues- con tal de liberar toxinas en pelotas- estoy seguro que hasta mi hermano aprendería cirílico para rodearse de rusos con Kalashnikov a 90 grados.
(Por cierto, según me contaron los ucranianos del eucalipto, allí la sauna se toma desde pequeño, con tu padre; También me contaron que hay lugares de trabajo que tienen una- y no sólo Google: fábricas, supermercados…- y que se usan ramas da arbustos aromáticos para azuzarte el cuerpo con un movimiento que, simulado, parecía de cola de vaca espantando moscas)
No todo son libros
No todo son libros buenos. Libros devorables. Libros que empiezas y no encuentras el momento de dejarlos caer. Hay de todos los tipos. Algunos se atragantan y los vas engullendo a golpe de Ultralevura. Otros los hojeas y los vuelves a dejar en la mesita de noche o en las mesas expositoras de las librerías. Otros van por capítulos, quizás imbricados en lecturas más fantasiosas. Pero existen los que, por más empeño que pongas, nunca jamás los sacarás.
A mí me pasó hace un par de años con Murakami. Por lo general, Murakami es el típico que paladeas con gusto un rato hasta que lo dejas y esperas periódicamente al siguiente. Un Paul Auster a la asiática, en definitiva.
Pero con ‘Crónica del pájaro que da cuerda al mundo’, una enciclopedia de 1.100 páginas que ni el reciente ‘1Q84’, que amenaza con otra entrega, no tuve más remedio que ir dosificándolo con mimo. Tanto, que siempre encuentras alguna excusa para no llevarlo y cargar con otro. Hasta que, con un periodo de año y medio en barbecho, lo acabé.
Este verano, desde julio, las circunstancias y la concentración han provocado que fueran casi más los libros abandonados u olvidados con el marcador entre sus encías que los que terminaba. Los que terminaba eran como pastillas Juanola. Calmantes para la tos en cajitas de metal que ni siquiera requieren receta ni burocracias. Alivios sintomáticos e intercambiables.
Sin embargo, ahí van mis fracasos, mis gatillazos lectores, mis juguetes condenados al ostracismo por la llegada de una videoconsola con más aplicaciones:
Acceso no autorizado: a las pocas páginas, y con un texto tan ligado a la actualidad, me temo que si no he pasado del medio centenar de páginas ahora, en un año convulso de 15 emes y dos campañas electorales, jamás volveré a hincarle el diente.
El mar, de John Banville: después de las reverencias a los Infinitos, que leí como si fuera un deber del insituto, cogí este anterior por una maldita lista de esas que hacen los escritores canonizando sus criterios. No pasé de la décima página. Me escudé en que hacía poco que había leído a ese autor y que más adelante…
Y, por fin, dos que anoto en mi libreta cada lunes, tacho y vuelvo a anotar el lunes siguiente, porque aún estoy en periodo de devolución de la biblioteca y tengo intención de acabarlos aunque sea desfondado, marcando el final y copiando el título en la libreta como un trofeo inmerecido: Los vagabundos del Karma, de Kerouac, y A la caza de la mujer, de Ellroy.
A ambos los llevaba buscando desde hacía meses. Han sido ese quiero y no puedo, esa distracción para con otros, hasta que por fin los tengo en mi haber y se me resisten.
Ya ves, libros también hay para todos los gustos y momentos. Que ganas tengo de no tener inquietud por nuevos títulos y abandonarme a la plácida relectura.
Palomo ya estuvo aquí.
Llama Alberto García, de cultura. Palomo, el de la SER, ya estuvo allí. Como Rafael Reig con Orejudo, en cuestión de medios y de vender noticias, que es la jerga que se utiliza aquí, Palomo ya estuvo allí. La pregunta que nadie quiere hacer pero que se presta inevitable es: “Ah, ¿eres el hermano de…?” Y los puntos suspensivos no son una licencia a lo misterioso sino una situación de extrañeza e ilusión en la misma medida. Igual que “Ah, (siempre hay un ‘ah’, aunque sea como coletilla) ¿y ahora tú te dedicas a esto?”.
En el instituto marca el tener a alguien con tus mismos apellidos que condiciona la mirada del profesor: “Ah, García Palomo… A ver si te aplicas igual que tu hermano” o “Ah, García Palomo… Ya me podía haber tocado otro igual que el anterior”
Y ahora, claro, tienes que barnizarte la frente, sonreír y sacar entradas a destajo con cuatro preguntas preparadas y una actuación impecable. No solo eso. Cuando ya crees que eres un remake del anterior, empieza a llevarse lo vintage, es decir, lo antiguo, lo pasado de moda. Y claro, con las ganas de modernizar y la volatilidad de estos tiempos, hacer algo transgresor está más que en ningún sitio en las ondas, aunque sea con toneladas de publicidad.
Por eso, al sitio adonde vaya- ya sea la rueda de prensa de un teatro, el asesinato de un gato o la visita del Papa- voy preparado para el “Palomo ya estuvo aquí”.
Y cuando tuercen el gesto porque encuentran una duda, ese interrogante que te ronda la cabeza y parece que estás en otro lugar, que paraliza unos segundos frente a la otra persona, me adelanto y lo digo: “Sí, lo sé. Soy el hermano de… y sí, ya estuvo aquí”.
JMJ, dos visiones.
Desde Madrid se ve de varias formas este acontecimiento, llamado de la Juventud cuando a simple vista se ven más monjas mayores que jovencitos: viene el Papa, da una misa Rouco y por qué no alegrarse: tenemos las calles cortadas a los coches, los policías encerrados en un espacio reducido (dejando, por fin, tranquilo al resto de la ciudad) y las principales arterias de la capital libres para pasear en bici mejor que cualquier otro día del año. Bueno, se supone que son 400.000, pero qué organización: van todos en comandillas, por la acera, sin saltarse ningún semáforo en rojo ni levantar la voz. Bueno, es cierto que algunos llevan una guitarra y van cantando suave, pero- por lo general- los chiquillos se comportan.
Como ha dicho hoy Secun de la Rosa, son los ‘perroflautas’ del catolicismo: llevan mochila, han venido con poca pasta y también comen sandía.
La otra visión de la JMJ es la que se celebra en Somalia: ya son 500.000 los refugiados en la frontera de Kenia. Medio millón de vidas que rezarán a su manera para seguir con vida. O quizás no. Quizás solo desean dejar este mundo en el que a ellos les ha tocado el sumidero. Para ellos no hay crema protectora ni sombreros con cuerdas. Solo las donaciones del primer mundo, que invierte en armamento para apaciguar una guerra en el norte del continente y abandona lo que más adelante tendrá que salvar con tanques.
¿Habrá alguna mención de Benedicto a estos siervos?
Lo que me queda de vida, Elvira Lindo.
«Cómo se hace para pedir ayuda, para contarle a alguien que un desgarro interior no te deja dormir, cómo se llega a aprender que hay amores que han caducado, que prolongarlos es pudrirlos, cómo aprender a no defenderse, a tener dignidad y no desear la compañía de quien sabes de antemano que te destruye, cómo distinguir entre amor y obsesión, por qué luchar por lo que ya no te pertenece, cómo se hace para estar triste sin humillarse, cómo aprender a comportarse correctamente, de tal manera que no tengas que pasar la vida rumiando errores que duelen más que por su gravedad por la cantidad de veces que los has repetido.»
Quizás se tiene de antemano un prejuicio infundado sobre las novelas españolas. La narrativa española o bien tira por los hechos del pasado, guerra civil y demás, o por la sensiblería de sobremesa. Nos tienen acostumbrados a unas series acartonadas, a comedias ligeras y cañís, a melodramas de bajo coste o al humor ibérico de bravas, gallinejas y cerveza en chiringuitos playeros.
También hay intentos de seriedad en este panorama. Si un inglés habla de sentimientos lo hace de forma universal; si un americano trata a la clase media, intenta hacer un reflejo de la sociedad actual; si un japonés narra el contemplativo avatar de un campesino, pretende desentrañar lo invisible y emocional de la existencia; pero si lo hace un español, estonces tira de socarronería fácil o de mediterranismo caduco.
Elvira Lindo ha conseguido traspasar un poco sus propios límites. De la columna cómica de Tinto de verano, los personajes infantiles de Manolito Gafotas o los artículos políticos se ha introducido en un ejercicio de autoficción brillante. Con una prosa que abandona el uso de expresiones rurales o de jerga urbana traza con seriedad y rigor, con delicada descripción certera y con emotividad contenida y seria un minúsculo periplo vital que parece un mundo. Una edad pasajera y principiante que se hace un embudo de todas las sensaciones humanas.
El primer hijo, la soledad, el amor y demás temas universales conjugan en una madre que deambula por las calles de Madrid sin rumbo fijo y que quiere claudicar de la vida sin llegar a comprender- en un repentino salto temporal- lo que de verdad le queda por vivir.
Los chinos de mi barrio
Los chinos de mi barrio se han creído que esto es el país del tócame Roque. Primero, va y cuelgan un horario escrito en boli Bic falsificado con dos horas de descanso de 3 a 5. ¿Desde cuándo un chino tiene horarios? o, peor aún, ¿desde cuándo comen los chinos a las 3? Si siempre que entras están comiendo algo que jamás venden, como unos fideos en un tupper o carne extraña con la mano. ¡Va a ser que al final van hasta a echarse siesta!
Pero lo que es el colmo es que hoy, festivo día 15, yo vaya de camino al tajo y ellos cierren. Sí, sí: cerrado a cal y canto. Como si de repente se creyeran que nosotros no seríamos capaces de tener una idea así. Como si se creyeran los únicos a los que se les ha ocurrido la brillante idea de irse al Lidl, pillar latas de cerveza a punta pala y venderlas 30 céntimos más caras.
Ahora, además, que se están haciendo con bares españoles y lo mismo te ponen unos callos que un arroz Wan-Lan, seguro que piden convenio de hosteleros y a las cuatro cierran la cocina.
Pero la verdad es que los chinos de barrio son un prodigio. Trabajan bien, sirven todo como con desgana, te persiguen impúdicamente en cuanto te adentras hacia algún pasillo oscuro, al final siempre te ponen una bolsa opaca aunque te lleves sólo una bolsa de gominolas y, encima, nunca viven en tu mismo bloque.
La venganza de las cangrejeras.
Apuntes rápidos. Recomendaciones: mi compañero de piso, Anthony Coyle (nombre literario donde los haya para un tipo nacido en Córdoba) publicó ayer un artículo sobre el vintage, esa palabra que vuelve a resurgir más como marca o concepto global que como moda. A la vez, aparece una entrada a un blog del diario hablando sobre las cangrejeras, icono pop de los ochenta que vuelve a ponerse de moda. Para quien quiera ver los enlaces, ahí van:
http://blogs.elpais.com/turistario/2011/08/arqueologia-playera-la-venganza-de-las-cangrejeras.html
http://www.elpais.com/articulo/cultura/Invasion/vintage/elpten/20110727elpepucul_9/Tes
Los gatos de Madrid.
Hablar de gatos en Madrid es redundante, porque Madrid ya es de por sí un gato. Pero también es una mujer desbordante. Madrid amanece a la hora que a ella le da la gana. Si quiere, se lava la cara. Si no, sale despeinada a hacer la compra. A veces da los buenos días al frutero y otras le deja el dinero exacto al quiosquero sin mediar palabra.
En Madrid los indigentes duermen de día y vagan de noche. Las peluqueras fuman a media mañana y los repartidores de cerveza aparcan en medio de la calle para descargar barriles. Las abuelas se apresuran por coger número en el mercado y alguna que otra vestida con un burka se queda pensativa frente a un parquímetro.
Madrid es una mujer incomprensible, valga el pleonasmo. Por la tarde el centro se llena, pero la periferia se vacía. Los estudiantes se meten en su cuarto y las madres les preparan la merienda. Los pasotas se pasean por Preciados y vacilan a las chicas. Las tres de la tarde se desplaza a las cinco, y donde antes había siesta y el Parte, ahora hay siesta y culebrón. La una, por ende, son las antiguas once, y en lugar de portales con olor a guiso, solo hay fregonas apoyadas en el rellano.
Madrid es una mujer caprichosa, valga- de nuevo- el pleonasmo. Te adora una mañana de enero y te escupe en pleno agosto. Te cautiva a medianoche y te repudia de madrugada. Se congestiona cuando ella quiere y, cuando menos te lo esperas, se despeja y te sonríe. En Madrid sale el sol por Antequera o por bulerías. En marzo o en agosto. Y llueve cuando se le antoja. Madrid también tendría los gatos de los que habla Gay Talese en Nueva York si no fuera porque aquí los chinos no ofrecen pato laqueado.
Madrid, en femenino, está plagada de estampas. De aristas. Por eso cada día es distinto. Cada mes tiene su periodo y cada cierto tiempo te riñe o te desea. Pero es que ¿acaso hay algo mejor que una mujer?
PD. Ayer refresqué ‘Sueños’ de Daniel Guzmán. Una azotea, dos amigos, un verano en Madrid. Gráfico, vaya.