Archivos del mes: 25 septiembre 2017

Turismo.

«Mil pesos por muerto». Es lo que me dijo la librera de Bogotá a la que le pregunté por ’35 muertos’, de Sergio Álvarez. Solté los billetes sin dudarlo: no dejo de recomendar esta obra maestra, que explica la personalidad de un país como Colombia en frases aparentemente nimias: «Me hice comunista después de un orgasmo», dice en uno de los pasajes, o «pensé en toda la gente que había pasado por mi vida y me di cuenta de que todos ellos estaban muertos, desaparecidos o, simplemente intentando olvidar el sino de haber nacido en una tierra donde la muerte y el caos montaron una ruleta macabra».

Andaba con Neto, que me había acogido en su piso como a un compañero de larga estancia: entre Sol y él montaron un cuarto con colchón, mesita de noche y lampara. Cada mañana, además, nos sentábamos con un café y nos pasábamos dos horas de charla antes de decidir dónde dar una vuelta. Llegó incluso a hacer una ‘torta de papas’ (es decir, tortilla de patatas) que llevaba entre medias salchichas. Toma ya. Y por la noche nos lavábamos juntos los dientes antes de darnos las buenas noches y leer en paralelo. Un día fuimos a ver humedales a las afueras. Otro caminamos por una loma en un barrio donde siempre estabas subiendo cuestas. Hasta me hinchó una bici para que pedaleáramos por el jardín botánico. La tarde aquella del centro, sin embargo, nos anclamos tres horas en la calle de los segundazos y buscamos autores y sus obras con una lista en la mano. Más o menos así:

Estábamos en Bogotá, esa ciudad «cambiante y móvil» en la que solo La Candelaria permanece estática, según Juan Gabriel Vázquez. Y tocaba salir de noche. Neto estaba con pruebas médicas y no podía beber alcohol, así que nos fuimos a un par de boliches a tomar «aromáticos», unos tés que, según donde lo pidieras, llevaban más fruta que agua. Vimos a un grupo de mexicanos salseros, nos quedamos en silencio dentro de los locales de tertulia e incluso entramos en su facultad antes de una explicación cronológica de la historia de la Universidad Nacional. Fueron días perfectos en los que me acordé de esas líneas de Lawrence Osborne en El turista desnudo: «Adoro las ciudades. Tiendo a ser turista urbano. Sintiéndose en casa y forastero a la vez, el viajero se abre camino entre la basura y los escombros para encontrar un poco de paz».

Lo pensé hasta que llegaron Juanas, Cobra, Andrés, Mer y los demás asistentes a la boda de Xavi. Entonces matamos Bogotá entre tragos de tequila y tiramos hacia Girardot con la idea de seguir inmolándonos. Lo hicimos: en dos noches tuvimos dos fiestas en casa en las que los colombianos ponían la música, bailaban y reían mientras nosotros servíamos las copas. El día de la boda duró las 24 horas acordadas y el avión de vuelta se convirtió, por tanto, en un tormento. Como tiendo a hacer un ejercicio de nostalgia en cada aeropuerto, y como tenemos ahora redes sociales, álbumes y tarjetas de memoria para ver todo con la palma de nuestras manos, derramé alguna lágrima por el tiempo pasado y bostecé algún que otro lamento por no estar ya pisando Madrid.

Entre los recuerdos: imágenes en bañador, rutas perdidas cerca del Caribe y miles de instantes buenos y malos. Como dice Osborne, «viajar nunca es fácil, los contratiempos y el aburrimiento, los enlaces perdidos y las horas vacías son el precio que hay que pagar ara dejar nuestra vida real y entrar en una ficticia». Llevaba en la ficción un par de meses y tocaba volver a la realidad. A hacer turismo en terreno conocido. Y a rememorar las sonrisas y ojos cerrados que solo pueden retocarse en la ficción:

Porque la realidad pasa por encerrarse frente a una pantalla y ver el mundo desde fuera. No envolverse de él, que es lo que buscamos cuando salimos de turismo, a pesar de emplear más horas pidiendo claves de wifi que tomando aromáticos con un lugareño. La realidad significa plantarse frente a la pantalla y visitar a algunos colegas para darse cuenta de que ni lo que contaba Julio Ramón Ribeyro existe ya en este mundo aséptico. Así describía el escritor peruano el oficio: «Dicha agencia, diré de paso, era no solo una fábrica de noticias sino el emporio de tabaquismo. Por estadísticas sabía que la profesión más adicta al tabaco era la del periodista. Y lo verifiqué, pues las salas de redacción, a cualquier hora del día o de la noche, eran espaciosos antros donde decenas de hombres tecleaban desesperadamente en sus máquinas de escribir, chupando sin descanso puros, pipas y pitillos de todas las marcas, en medio de una espesa bruma nicotínica, al punto que me pregunté si estaban reunidos allí para redactar las noticias o más bien para fumar».

Pitillos aparte, cualquier septiembre suele ser el fin de un universo paralelo en el que, contradiciendo a Woody Allen, sí que te puedes tomar un filete en condiciones. O mejor, un sanwuche choriroyal: