Archivos del mes: 31 julio 2012

Lo seguro es que tenía braquets.

Nos pasamos la noche debatiendo sobre si la chica con la que se había enrollado Álex estaba buena o no. Unos decían que lo importante era que se lo hubiera pasado bien. Cobra, por ejemplo, alegaba -con una copa de gintónic más grande que su cuello entre sus manos- que se trataba de un «callo malayo». Sin resolver las dudas, a la mañana siguiente Celia me despertó preguntándome cuántas horas habíamos dormido. Yo intentaba darle la vuelta a la pregunta y convertirla en «cuántas horas vamos a dormir». Sus preguntas fueron a más -qué hora es, a qué hora nos acostamos- hasta que resolvió con una habilida pasmosa que habíamos descansado seis horas. Exactas.

Con la jornada por delante y la noche coleando, nos seguían asaltando la dudas acerca de Álex y sus conquistas. Él reconocía que había otras mejores. Empezaba a desviar la atención con chorradas sobre el humor, la guasa y otras aún menos creíbles como la inteligencia.

Nosotros no estuvimos para atestiguarlo. A cambio, nos quedamos debatiendo con mis padres y mi tío sobre el sistema actual y la bajada de sueldos a funcionarios (el fin de la paga extra también es un descenso salarial) hasta que mi madre dijo «pues si tiene que venir el ejército que venga, pero esto es asqueroso». Se cuidó mucho de remarcar lo de asqueroso. Yo me acordé de los retretes del Ayuntamiento, que también tienen sus amenazas:

ImageEn ese momento reconozco haber sentido un poco de pánico. Me imaginé a mi madre con una recortada y, sobre todo, lo limpia que quedaría la moqueta del congreso después de haber pasado por encima los tanques y hasta los elefantes, que también tienen sus motivos. Total, hacía unos días que me había asegurado que llevaba 35 años «dejando la escoba en Madrid y cogiéndola en Tavernes». Es decir, sin parar de currar. Mi padre, por su parte, reconocía que las cosas cambiarían el 12 de septiembre, que hay una marcha global y, entonces, «Rajoy se va a cagar». Literal.

Entretanto, cada mañana intento bajar a la playa antes de coger un tren atestado y llegar al curro bien fresquito. Me bajo al mar y hago un par de movimientos de brazos a lo jubilado. Luego me baño y voy corriendo al tren. Al llegar a Valencia, a pesar de llegar como una lechuga, uno se encuentra estampas como la de la foto, que me recuerda mi empresa abandonada de fotografiar todas las «huchas» con las que me encontrara:

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Después de un fin de semana con una cama convertida en biblioteca, el encuentro con los de la pandilla se pareció mucho al sábado anterior, en el que Lelo se refería al libro El Método como un manual y repetía continuamente «con lo que hemos sido», como una plegaria.

ImageEl domingo, sin embargo, sobrevivimos hasta la comida con las seis horas de sueño. Luego cayeron tres horas de siesta y, por fin, volvimos a nuestra guarida. Antes de dormir, y tras recordar capítulos que no vivimos con los demás compañeros, me acordé de que Álex me lo confesó en un instante de intimidad: «Bueno, en realidad había un par de rubias mucho mejores. Pero ésta me hacía gracia y eso que, ya ves, tenía braquets».

Un lugar en el mundo.

No hay nada que más nos guste que poner Españoles por el mundo y criticar a todos los que salen. Si están en países occidentales, porque son unos pijos sosos; si hablan desde África o Sudamérica, que son unos alternativos chic y que se han ido por complejo. No tienen ningún sentido, lo sabemos. No lo hacemos con mucha maldad, tampoco. De vez en cuando, de hecho, soltamos algún «pues este es majo». Pero por lo general nos gusta hacer mella con cualquiera de los que salen en la pantalla. Principalmente responde a la gran envidia que nos corroe viéndoles fuera. En ese «donde mejor se está es en otro sitio» que decía el clásico. Porque si estás aquí deseas largarte y si te encuentras en el extranjero deseas volver. Somos así de catetos, lo sé.

Eso sí, jamás me creo (y es con el que más me cebo) a quien dice que no extraña nada de España. No me lo trago. Y si lo dice, desconfío. Desconfío de aquel que siempre está contento y que ha encontrado un lugar donde todo le apasiona. Son momentos de indignación y reflexión que se me pasan rápido con un buen programa del Discovery Max.

En fin, que con una estampa similar a esta de hace unas semanas

hicimos lo propio este martes en Tavernes. Esta vez en bañador y chanclas después de un baño. Yo estaba asado, y quería arrimarme a la barandilla de la terraza para que me diera más aire. Celia tenía frío y repetía «me tenía que haber traído una rebeca». Sí, dijo rebeca.

El reverso de esas noches al fresco viene después, en las mañanas de tren hasta Valencia por arrozales que parecen sacados de Saigón y que te hacen retroceder 40 años sin inmutarte. Solo digo que cada vez que voy a cogerlo por los caminos de huertas me creo el chico protagonista (¿hijo de José Sacristán?) de Un lugar en el mundo, la peli de Aristarain.

Aunque lo que más me gusta (sin venir demasiado a cuento) es el descaro de las gitanas. Cada vez que salgo a correr y atravieso El Cabanyal me cruzo con grupo de chicas desvergonzadas, salerosas, osadas, que hacen vida en la calle sin el más mínimo remilgo. Gritan, cantan y son malhabladas. El otro día, me acordé de ellas cuando entró una pareja de gitanos al andén de Tavernes y yo me quedé mirando. Ambos tendrían 20 años y ella estaba embarazada y con muchos tatuajes por el pecho y por la rabadilla. Cuando ya volví la vista al libro se me cruzaron y él me dijo «Tú por qué miras a mi novia, primo. A que te reviento». Una proposición improvisada que podía haber acabado con un buen par de hostias bien dadas pero que pasó por un intercambio casi amable de pareceres: «Pero qué dices, tronco, si no hacía nada». «¡Ay, el payo!», suspiró.

Antes me había comprado el abono mensual que nos tiene esclavizados y el tipo de la taquilla, al ver que me tardaba un rato en aniquilar la tarjeta de crédito, dijo: «¿No tienes nada suelto?» y agregó: «Siempre hay que llevar fifti-fifti, nano».

De esos polvos salieron estos lodos, pensé. Y llegué a una redacción sin aire acondicionado y con goteras. Un escollo que pudimos sortear gracias a la última tecnología:

Para que luego digan que el papel está muerto. Que no tiene futuro.

Luego, en la ciudad, uno encuentra sus vías de escape. Ya sea una mujer rodando los cincuenta años que luce un tanga negro bajo un vestido ligero (y transparente) de lino, un tipo con pinta de grillo que te sonríe y de repente se convierte en el gesto más cándido y sincero que te une al mundo o un dueño aburrido de hostal que lee una novela rusa en un volumen de cuero con ribetes dorados y con el texto alineado en dos columnas.

Pero, eso sí, lo mejor de lo mejor, lo que te quita el hipo y te da alguna esperanza pequeñita en estos medios de incomunicación algunas veces clonados, son fotos como la que ilustraba ayer la noticia de Andrea Fabra. Ahí entiendes que la imagen aporta a la noticia y no al revés. Ahí va (es de Gorka Lejarcegi):

Detrás del uno viene el dos.

Era viernes y acababa de tener una pesadilla: me levantaba para ir a trabajar y cuando llegaba a la mesa de los periódicos del día, Maná no estaba en la portada. Consultaba corriendo las páginas de economía y, atención, Paul Krugman no tenía una tribuna.

Desesperado, inquieto, con una bola de algodón arañando mis cuerdas vocales, llamé a mi madre y le dije: «Creo que estos últimos días tengo un poco de ansiedad». Ella me contestó: «Lo que te pasa es que no has trabajado en serio en tu puta vida”. Me quedé callado y ella lo arregló con un “No te preocupes. Piensa en lo que decía la abuela: detrás del uno viene el dos”.

Con esa lección de pragmatismo arreglé un día de deberes atrasados y me preparé para ir a Viveros. Primer concierto de la Feria y una cola de latas del Opencor en la puerta. Como era temprano (las nueve), en el retrete todavía hay papel.

Al día siguiente, había quedado con Roque en que pasaba a buscarme por casa. «Te doy un toque y bajas», me escribió. Entre este acuerdo y la realidad siempre se interponen cuatro o cinco llamadas:
– Roque, ¿tienes tú balón o lo pillo?

– Roque, espérame unos minutos que he venido a comprar y he tenido que dejar que pasara una punki porque tenía el perro fuera.

– Roque, dame tres minutos que a la abuela de enfrente no le va la tarjeta.

Al final llegamos a la playa. Íbamos cuatro en el coche. Roque hizo hincapié durante todo el camino en uno de los aspectos más llamativos del Perelló: «Hace unos años quitaron una valla que había en la playa y la arena se comió la entrada».  Lo repitió varias veces hasta que zanjó la hipótesis con un «la fuerza de la naturaleza».

Cuando nos preparamos para ir a por la paella, Roque dijo «Chicas, nosotros vamos a por la paella y vosotras os quedáis aquí, relajadas», como si nos dispusiéramos a cruzar las Rocosas y volver con un par de bisontes. A la vuelta, Roque llevó la batuta de cómo colocar los vasos de plástico y pidió una mesa más para su madre. Al final, se sentó con todos y Roque contó sus sueños de infancia:

«Un día me imaginé que iba a mear en medio de la noche y, cuando volvía, mi madre ya me había hecho la cama»

Así seguimos hasta que se hizo prácticamente de noche. Antes, echamos unas fotos en las que no saliera el mantel pegajoso de lima o las mondas de la sandía:

El problema llegó con los jintónics. Al principio la generosidad con la tónica contrastaba con la tacañería de la ginebra. Al final, Roque sacó el Larios de su viejo y la ecuación dio un vuelco.

Entremedias, Roque seguía divagando sobre sus años mozos. Las 32 castañas que celebraba y los cubatas le empezaban a afectar y tiró de los recuerdos de facultad: «Yo en los exámenes fumaba muchísimo», dijo mientras su madre le miraba de reojo, «pero porros, ¿eh?, solo porros», se justificó.

Por la noche, con la piel curtida del mar y el olor a frutas tropicales del champú, hablé con Néstor y me contó que estaba mucho más a gusto en su sección de deportes porque con las olimpiadas había mucho más curro. Yo le pregunté si también influía que le hubieran llevado un par de becarias sumisas y engalanadas y él no soltó prenda.

Ayer, con la siemprestudiando -en honor a Pablo Gutiérrez y su Nada es crucial– en un cuarto repleto de apuntes y las ganas de ver películas que le sirvieran para los exámenes, como El Gatopardo o Farenheit 9/11, pasé el día en una cama desecha de sábanas rotas y el ruido tímido de un festivo entrando por la ventana. De vez en cuando me asomaba a escupir desde el cuarto piso y ver cómo se deformaba la saliva mientras se aproximaba al suelo. Por la noche, cansado de mi propio olor a sudor, tratamos de tomar el aire y fuimos hasta la feria.

Celia, que llevaba desde hace dos semanas con la ilusión de subirse a la noria, compró los tiquets y me obligó a hacerle fotos a lo Wong Kar Wai:

De fondo no sonaban los The Mamas and The Papas sino Estopa, así que volvimos a casa y pusimos un concurso de Jesús Vázquez. Yo me quedé enganchado hasta el final y cuando me iba a dormir agarré el suplemento salmón y terminé desolado: «fracaso», «desilusión» y «sufrimiento». Las profecías de Krugman seguían allí. Escupí con parábola, sin ninguna esperanza en verlo desintegrarse, y recordé que, como decía mi abuela, después del uno viene el dos.

Un camello de información

Debí de darme cuenta cuando vi a una china con tetas. No es que fueran descomunales, la verdad, pero sí sobresalían un poco. Apenas un bultito. Algo inapreciable si lo comparas con una europea o no digamos brasileña, pero ya era más que lo corriente. Más de lo acostumbrados en esas eternas púberes tímidas y sonrientes que te sirven las pipas o el litro o las golosinas entre cabezazos de reverencia al vacío. Eso era raro. Sí. Pero es que el día estaba raro también. El cielo lucía pinta de mostaza y la gente caminaba a lo Walking Dead, con una textura de brea y resina en la piel debido a una humedad plomiza. Era viernes. Y los bosques empezaban a arder furiosos hasta casi la playa. Muertos vivientes o Mad Max, lo mismo da:

Por eso nos fuimos a las afueras y nos tomamos una paella de José, que llevaba la batuta con un bañador rosa y, como buen maestro de ceremonias, preguntaba cada dos por tres: «¿Os gusta con mucha alcachofa?» o «¿Queréis probar cómo está la sal?»

La verdad es que era algo retórico, porque al resto -liado con los cacahuetes y la sangría- ya les podían dar arroz con cigalas o salchichas de lata que les sabía a lo mismo. El caso es que seguimos así todo el día. Yo, antes, siendo previsor de que las tardes ahora llegan hasta las diez sin enterarte, me pasé por la sauna.

Durante el paseo fui hablando con Toni, que esperaba la llegada de su madre y reconocía no haber guardado ni los periódicos, ni los deuvedés porno ni las botellas de vino vacías. Me estuvo contando todo su ajetreo con el copago sanitario y las farmacéuticas de mediana edad que le invitaban a caramelos Ricola y medidas de tensión gratuitas sin que yo le fuera haciendo mucho caso. Al final, llegué a la sauna y actué como más me gusta: saqué el periódico del día y dejé los de la semana tendidos en el banco del vestuario. Así la gente se acerca y, poco a poco, van cogiéndolos, aunque sea para leer el horóscopo o envolver el bote de proteínas. Desde la esquina de la madera, sudando y fregándome el cuerpo como un acosador en celo, observaba a los que se aproximaban. Me sentí como un dealer de noticias. Alguien que te aficiona a la actualidad y de la que ya no puedes salir. El amigo enrrollao que te ofrece un tirito y luego te vende un gramo. El que te da una calada o un pico y luego te roba la tele y la moto a cambio de una dosis. Me sentí un camello de un vicio sin final. Un yonki del F5 en la portada de un periódico virtual. Un flaneur que se asoma a los colegios y le da una piruleta al más salao o a la más pizpireta.

El caso es que al día siguiente (domingo) me llamaron a mí para pasarme por algunas farmacias y fui yo el que sollocé a Toni por teléfono para que me explicara bien todo. Algo que él resolvió con un escueto “Mira, tronco, es un lío que en cada Comunidad se hace de una forma” y me dejó desvalido. Pedaleando de una farmacia de guardia a otra y preguntándole a abuelitas que comparaban antiinflamatorios. Entrometiéndome en la intimidad de un dolor de huesos o unas varices infectadas. Siendo un maleducado y un desalmado sin , ni siquiera, tener a mano un mísero diario con el que recompensarlas. Nada: ni un suplemento, ni un especial, ni siquiera el folleto de publicidad del Media Markt.

Por eso quedé con Almu, que pasaba por Valencia y se estaba preparando un “temazo” sobre un hospital cerrado que aún conserva material, “con estos recortes”.

Al principio me lo vendió como una colaboración. Como un reportaje a medias en el que nos dividiríamos las tareas y haríamos turnos de guardias cada 12 horas. Luego empezó a rebajar el tono del discurso y se pasó al acompañamiento rápido. Al final, mi papel consistió en ir abriendo puertas mientras ella tomaba notas y decía “Joder, qué temazo” o “Madre mía” y me ordenaba tirar fotos: “¿Has sacado eso?” O “Venga, corre, aquí”. Por fin, me despedí pitando para llegar al partido. Lo puse con emoción y lo acabé distraído, hojeando las páginas salmón mientras los jugadores mareaban a los italianos. Celia, que llevaba todo el día esperando en el sillón a que llegase el encuentro, escuchó el pitido inicial y pasó a leer el periódico, tal que así:

No le hizo caso ni al queso, ni a la ensaladilla ni al bote de mayonesa, que se quedó abierta y coagulada escuchando los pitidos de los coches.