Archivos del mes: 24 noviembre 2013

El año del pensamiento mágico.

No conservo ninguna foto de Londres. Estuve una vez hace años y todo lo que hice se quedó en alguna tarjeta perdida en medio del trasvase a lo digital. El caso es que mi memoria de la ciudad aún seguía ligada a las cuatro instantáneas que recordaba. Ni siquiera a lo vivido. En mi mente se solapaban Picadilly Circus con Trafalgar Square o el Tower Brigde con los templos tailandeses del videojuego Pang, nada menos.

Al volver me encontré con que mi casa estaba igualita y mi madre seguía pegada al teléfono. A todo el mundo le decía «No te das cuenta, pero todo puede cambiar de un momento a otro», recordando las jugarretas de una cardiopatía olvidada. Lo repetía en cada conversación, como si fuera Joan Didion en su libro El año del pensamiento mágico.

Mi padre, siendo el más consciente de estas malas pasadas por las que te dirige la existencia, seguía con su filosofía de disfrutar el momento. Ahora, eso sí, pasándose del artículo caduco a los reportajes amplios:

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El periódico que leía mi padre y su último susto me transportaron a la comida con Hervás y Bastenier, un tipo que «piensa todo en términos socioeconómicos», según Enric González. Le pregunté por sitios de Londres y si no tenía problemas para viajar al otro lado del océano después de varios infartos. «No lo sé. Tengo la decencia de no preguntarle a mi corazón si puedo o no volar doce horas. Entre otras cosas porque, como buen periodista, no tengo corazón», se excusó.

Nos lo dijo más o menos como en la foto, con un cigarrillo encendido y cabreándose porque el pan de gamba no era un primer plato, al contrario de lo que ponía en el menú:

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Esa aseveración de Bastenier me llevó a buscar El periodista y el asesino, de Janet Malcolm, en las librerías de segunda mano de Londres. Lo encontré en la que me había recomendado Maruxa después de pasar dos días de mercadillos, de ver Gravity y de mandar una historia desde su espacio de coworking mientras ella y Facundo trabajaban así:

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«Todo periodista que no sea demasiado estúpido o demasiado engreído para no advertir lo que entraña su actividad sabe que lo que hace es moralmente indefendible», leí en el principio del ensayo de la cronista norteamericana, de camino a Barcelona.

Allí me esperaba Tiziana. Antes de indicarme dónde estaba su casa, me dijo «Es en el Raval, el Lavapiés de aquí». Me instalé en su salón y pasé dos días en una mesa con vistas a una callejuela llena de locutorios y tiendas de alimentación que no vendían alcohol. Yustus, su compañero alemán de dos metros, se unía de vez en cuando para colocar un folio al lado del portátil, sacar un molinillo, cortar un cogollo de marihuana con una cadencia de raza superior, esparcirla sobre el papel y enrollarla en un cigarro que parecía un cepillo de dientes. De vez en cuando también preparaba café y lo traía en dos tazas.

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El último día le conté a Tiziana mis visitas.

– Ayer estuve en El Carmelo.

– Eso es como San Blas, ¿no?, contestaba.

– Y antes crucé el Poble Sec, seguía.

– El Vallecas catalán, me decía antes de llevarme a un bar que definió como «El Palentino del Gótico».

– ¿Quedamos en Plaza Catalunya?, preguntaba.

– Vale. En la esquina que se parece a Preciados, respondía.

Esta napolitana arraigada al puente de Vallecas siguió así hasta que le dije:

– Por la mañana me he echado una carrera por la Barceloneta.

– Es que Barcelona no tiene nada que ver con Madrid, se quejó, atravesada por una especie de pensamiento mágico que, como el de mi madre, me ha traído a escribir una entrada que el Lector Malherido criticaría como al libro de Joan Didion: «Una escritura plana, directa y tediosa que no me dice nada, aparte de lo importante que para Alberto García deben sernos sus desgracias».

Paola and Matthew.

Escuchar a Cat Stevens me ha trasladado a Bristol. Lo hago últimamente después de ver Harold and Maude con Maruxa en Londres (a lo que volveré más adelante, que merece otra entrada). Mientras, destaco esta ciudad inglesa por Paola y por su chico, Matthew, que parece salido del tema Matthew and son, de Cat Stevens.

Demasiadas interjecciones y alusiones a personas y ciudades para tan poco tiempo y para un párrafo que parece no arrancar nunca, ¿no?

Llegué a Bristol a media mañana, que para allí ya era más bien la hora de la merienda y la gente hacía cola en los bares. En la estación estaba Paola, clavadita a como lo estaba hace nueve años en otra estación, la de Belfast: parca hasta las rodillas, manos en los bolsillos y sonrisa de medio lado a punto de reñirme por algo.

Al vernos nos dimos un abrazo que llevábamos retrasando desde entonces. Tanto fue así que anduvimos por toda la ciudad agarrados como siameses hasta que alguno notó que la sangre le dejaba de correr por la mano. Eso fue en la avenida central de la ciudad, enfrente de la catedral y el ayuntamiento. Allí, Paola me forzaba a echar fotos. «¿Dónde se ha quedado ese tipo dulce y soñador que conocí?», me dijo cabreada después de que le repitiera constantemente que me la picaban la catedral, el ayuntamiento y la avenida central si suponía retirar el brazo de su espalda.

Solo desistí en la primera pintura de Banksy que vimos. Entonces le dije que se pusiera delante, pero de espaldas, para hacer algo que mereciera la pena. No me hizo ni caso y cada segundo se daba la vuelta, así que opté por lo pachanga:

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Salvo por esos espacios de silencio roto por el obturador, estuvimos horas sin parar de hablar. Aparte de las cuatro pinceladas que dio sobre lo que hacía allí, donde ya lleva siete años, a lo que nos dedicamos fue a recordar a gente en común. Muchas veces no nos salían los nombres y necesitábamos pistas para dar con él. Los adjetivos se repetían hasta que dijo «Ah, sí, el autístico», en una mezcla de español e italiano que sólo se veía justificada por su constante movimiento de manos en forma de plegaría y que complementaba con un recurrente «Dío mío, Alberto» cada vez que le preguntaba «Ese era con el que tú te enrrollaste, ¿no?»

Al final tuvimos que pasar por casa y pensar en comer algo. Esperamos a Matthew. Nada más aparecer nos preparamos para salir bajo la lluvia y nos alineamos frente a la puerta. «¿Ya te has tirado un pedo en el pasillo?», me acusó enfurecida. Cuando estaba a punto de reconocer mi culpabilidad, se adelantó Matthew y dijo «He sido yo», a lo que Paola contestó con total naturalidad «It’s all right, babe», como si los suyos no olieran.

Entramos en un restaurante antes de que me llevaran a los pubs locales y a los garitos donde me habían dicho que había una escena musical potente. En uno de estos había un billar vacío y estuvimos jugando un todos contra todos mientras un grupo de chavalitos con tachuelas berreaba al micrófono. Se llamaban Migraña, no digo más. Paola daba tres toques con el palo en cada tiro y miraba a Matthew, que se lo permitía todo, con ternura. En un momento dado me quedé a solas con él. «¿Cómo lo llevas con Paola, que menudo añito me dio a mí, todo el día enfadada?», le pregunté en confianza, intentando lograr algo de intimidad y que encontrase un respiro a tanta rutina de pareja. «Muy bien. Aunque no haya duda de que ‘cabreada’ es la palabra que mejor la define», respondió.

Ningún rencor como para recoger el sofá cama la mañana siguiente, tomar un té y posar así:

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Luego nos volvimos a quedar nosotros dos y nos fuimos todo el día a ver grafitis. Paramos en una cafetería antes de pillar el autobús y me estuvo escribiendo en la libreta todas las películas y series sobre Inglaterra, Italia y la coyuntura socioeconómica mundial que tenía que ver para entender algo de lo que nos pasa alrededor. Como si yo quisiera entender algo de lo que nos pasa alrededor o acercarme una pizca a su conocimiento enciclopédico. Por si acaso, pedimos que nos hicieran una foto, para certificar cómo era cuando aún vivía en la inopia:

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De camino a la estación le hice pararse frente a varios murales y suspiró algún que otro «Menos mal que esto se acaba», recordándome , de nuevo, a los días antes de despedirnos por última vez. Entonces fui yo quien le dije: «Joder, Paola, todo se acaba». Ella me cogió de los hombros, miró al cielo como pidiendo ayuda divina para soportarme y me contestó: «Hay algo que nunca se acaba: la belleza».