El mapa y el territorio, de Michel Houellebecq
«Un escritor debe tener cierto conocimiento de la vida, o al menos permitir que lo crean. De una forma u otra, Houellebecq debía formar parte de la síntesis»
No sabemos muy bien en qué consite este libro. Sí, es una crítica la mundo del arte, es un ejercicio de metaliteratura que cada vez está más extendido, y es un enrevesado laberinto de nombres reales, pero de lo que no queda duda es que, como acaba de hacer su amigo Beigbeder, estamos frente a una novela francesa en toda norma.
No me atrevo a decir que el maldito se haya domado, pero sí que es la novela más al uso del autor, aunque eso no signifique rebaja de calidad o falta de mordacidad.
Lo mejor: el retrato que hace de sí mismo.
Lo peor: el retrato que hace de sí mismo.
¿Por qué?
Porque aunque bucea en su nombre y acalla críticas aludiendo directamente a la Wikipedia, el Houellebecq más canalla y gamberro es el que se retrata con otros nombres. El que se desdobla en ‘swinger’ o en nihilista profesional.
Por eso, las casi 400 páginas de este premio Goncourt se me tercian más trámite que perdurable recuerdo.
La mano invisible, de Isaac Rosa.
«No, ellos no estaban allí por nada de todo aquello que alguna vez les prometieron que sería el mundo del trabajo: realizarse como personas, ganar una identidad, participar en sociedad, contribuir al desarrollo, aportar cada uno según su capacidad para recibir según su necesidad, aprender, crecer, sentirse plenos, encontrar su lugar en el mundo. Nada de eso: estaban aquí por dinero.»
Se publican 100.000 novelas al año. Todas tienen su argumento, su resumen en la tapa trasera, sus personajes que interrelacionan entre ellos.
En esta apenas hay alguna de estas claves. Tiene su tempo y su estructura, pero prácticamente se podría leer de atrás adelante o por páginas salteadas. A medio camino entre el estudio periodístico o sociológico, entre el ensayo social y la novela de circunstancias, Isaac Rosa escribe lo que sería una obra mayúscula en el siglo XIX: no tiene más trama que el acontecer diario de unos trabajadores.
Sólo sazona la acción con una intriga mínima, pero su mayor logro es retratar todos los aspectos del mundo laboral. Todos. No perdona ni a los trabajadores ni a esta sociedad que impulsa al laburo como si no hubiera más cosas.
Una novela que cambia tu percepción del mundo, porque el mundo gira con el trabajo de las personas. La lees y te fijas más en lo que hace cada uno y en lo que puede estar pensando.
Una novela magistral. Que no da respiros al lector. Que tiene capítulos pero podría no tenerlos. Que tiene un final pero puede dejarse donde uno quiera porque cada lámina es un pedazo de realidad tan bien contado que solo eso merece la pena para dejar los periódicos de lado y seguir pasando páginas como si fuera (y es) lo más aprovechable que puedes hacer en el día.
Un detalle sin importancia.
Hay análisis para todos los gustos. A los políticos les encantan los datos, quizás a sabiendas de que toda cifra es proclive a la tergiversación o a la focalización de un lado o de otro. Casi todos los números están a favor del que los crea. Al ser arbitrarios y abstractos, las estadísticas salen como cada uno quiere que salgan. Puede aumentar considerablemente el paro pero subir un respunte la ayuda al desempleo; puede ampliarse la edad de jubilación, pero incrementar un tanto porcentual a la pensión: «Las matemáticas no engañan, pero tampoco aman», cantaban Mártires del Compás.
En el debate entre dos de los candidatos a presidencia (que, aunque sea un simple matiz, todo el mundo habla de ‘los dos candidatos’, como si no exitiera nadie más) faltaron muchas cosas. El debate dejó entrever que la política es una cosa seria, aburrida, programada, robótica y, sobre todo, alejada de la realidad.
Ninguno habló de indignación ciudadana. Ninguno aludió a las familias que lo pasan mal, que cuentan las monedas del monedero cuando pagan en el mercado, que colocan las facturas sobre la mesa como si se tratase de un juego de cromos pero donde el intercambio no es con el compañero de pupitre sino con un omnipotente y malvado banco.
Por eso, quizás el único instante en que un cable podía haber prendido la chispa de la cercanía fue cuando Rubalcaba, en medio de un circunloquio sobre los impuestos que cargará, zanjó el berenjenal del alcohol y tabaco diciendo «tasaremos las bebidas que superen un grado de alcohol… vamos, las bebidas alcohólicas que no sean vino o cerveza».
Y al decir «vino» y «cerveza» pareció abrirse una luz en la mesa, una cuña de esperanza, algo que por fin podrían entender los que vieran el debate en la barra de un bar, o en su casa junto a su familia después de una jornada de trabajo o de cola del INEM, apurando una botella de tinto barato o compartiendo un botellín con un puñado de pipas.
No fue así. Ambos se enroscaron en el tú más. Rajoy lo tenía ganado de antemano. Rubalcaba no supo darle la vuelta y, entre tanto, los españoles sufriremos unos cuantos años más a esta manada de dirigentes que sigue ahí, en su poltrona, descifrando tablas de excell. En fin.