Son muchas cosas. Cosas que retuercen las tripas o que recuerdan a otras épocas que antes ni siquiera eran «otras épocas», sino un mes cualquiera. Por ejemplo, aquel febrero de 2020 que se presentaba soso, con pocos alicientes, y que terminó siendo la última oportunidad de pasarlo bien sin estrujar el bolsillo en busca de una mascarilla para ir al baño. Aquel febrero, decía, era soso, pero había un plan en medio del desierto. Mamá Ladilla actuaba, como habitualmente, en el Gruta 77 y yo tenía especiales ganas de ir: hacía mucho que no los veía y justo acababa de reengancharme a ellos, como si te pudieras desenganchar en algún momento de los casetes que escuchabas en la adolescencia.
Rogué a Julito y Juanas que vinieran y repitiéramos los coros de décadas pasadas. No quisieron. Alegaban que no les apetecía una multitud sudada y con tendencia a la cerveza en mini de plástico. Juanas incluso me tachó de machista por escuchar unas letras que, efectivamente, son machistas. Al final vinieron Pablo y Expósito. Y pasó lo que se sospechaba: brincamos entre tipos sudorosos y fuimos regados por cerveza a lo largo del concierto. Expósito captó alguna imagen que ahora da escalofríos. En ese momento, también:

La fiesta siguió de madrugada y yo me prometí una temporada sin salir. Lo cumplí, y no por fuerza de voluntad: llegó un virus que impidió tocar la calle a lo largo de varias semanas. Luego ya sí que traté de repetir esa estampa, pero no era igual: el primer concierto pandémico fue el de Jaime Urrutia y estábamos en un teatro, sentados y moviendo los brazos como única herramienta de acompañamiento a la música. En la salida, escuché que alguien decía: «Joder, parecía una convención de hemipléjicos». Sonreí ante la crueldad. Por lo menos llevaba en el recuerdo los meneos de Mamá Ladilla y el lustre que te da tener razón: mucho tiempo después, en el cumpleaños de Julito, sin ser especialmente tarde, me reconoció que, visto lo visto, se arrepentía de no haber venido. Para paliarlo, pusimos uno de los álbumes que más trillábamos entonces, abrimos unas latas y escuchamos eso de:
Naces un día, creces y creces
Vas al colegio, aprendes memeces
Luego tropiezas veces y veces
Pero tú sigues siempre en tus trece
Si eres muy rico estás aburrido
Si eres pobre estás deprimido
Si tienes curro, ¡vaya putada!
Si no lo tienes, no tienes nada
Naces, creces, te jodes y mueres.
Pero eso es solo una de tantas cosas. Luego habría una temporada doméstica, alguna quedada reducida y la vuelta a esos meses de frío. Cuando parecía que se terminaba el invierno, empezamos a tirar hacia la playa. Una de las primeras fue Benidorm, que recorrimos a ritmo endiablado con Elena liderando la ruta a pedales y cantando éxitos de Amistades Peligrosas ante su inminente retorno. Luego tocó Valencia y sus puntos habituales. En esta ciudad solo teníamos una libertad parecida a la de Madrid sentándonos en la arena de la playa y comiendo de táper, así que esa era nuestra rutina. Si se unía Álex, nos mostraba con el brazo alzado el perfil del puerto y nos detallaba los proyectos futuros como si fuera el nuevo urbanista.
Mucho mejor sería si le hubieran hecho caso a esa organización territorial en Tavernes, donde plantaron los apartamentos encima del mar y todos los fines de semana que íbamos nos tocaba improvisar un bar «en primera línea» cuando en realidad todos dan a una avenida entre bloques. Tanteamos los clásicos y conocimos uno nuevo, que solo pudo colocar la paella si estábamos separados, más o menos así:

Nos molestaba porque era una ocasión especial: caía el fin de semana en que se cumplía el décimo aniversario del 15-M. Queríamos rememorarlo, con alguna incorporación, y planeamos dos días de tercios y charla: una emulación fidedigna de aquella explosión revolucionaria. El problema es que dormir en un palé mojado ya no se ajustaba a los deseos de la concurrencia, que de repente se había convertido en casta: Leyre y Javi pidieron colchón de matrimonio y almohada viscoelástica. Elena estuvo a punto de reservar un hotel y terminó durmiendo en la furgoneta con Almu. Jara tenía plaza asegurada y yo compartía sillón y mantas de refugiado con Julito.
Al final, tratamos de mantener aquel espíritu rebelde con unos juegos de madrugada. En uno de ellos, que consistía en adivinar artistas u obras célebres, siempre que salía un poeta gritábamos «¡Benedetti!». Algo que no debió de gustarle mucho al vecino, que asomó la cabeza por la ventana y exclamó: «¡Oye, tú, Benedetti, cállate ya!». Reímos tapándonos la boca, escondiendo entre carraspeos las carcajadas, pero en realidad teníamos ganas de recitarle algo suyo. Como estos versos que, por cierto, venían al pelo:
Usted preguntará por qué cantamos
Cantamos porque el río está sonando
Y cuando suena el río, suena el río
Cantamos porque el cruel no tiene nombre
Y en cambio tiene nombre su destino
Cantamos por el niño y porque todo
Y porque algún futuro y porque el pueblo
Cantamos porque los sobrevivientes
Y nuestros muertos quieren que cantemos
Cantamos porque el grito no es bastante
Y no es bastante el llanto ni la bronca
Cantamos porque creemos en la gente
Y porque venceremos la derrota
Cantamos porque el sol nos reconoce
Y porque el campo huele a primavera
Y porque en este tallo, en aquel fruto
Cada pregunta tiene su respuesta
Cantamos porque llueve sobre el surco
Y somos militantes de la vida
Y porque no podemos ni queremos
Dejar que la canción se haga ceniza
No lo hicimos, obviamente. Nos fuimos a dormir con el regusto cítrico de ser regañados a los casi 40 años. Ya habría más opciones, pensamos, de más viajes, más risas y más juegos, como este que le intentaba explicar Jara a Jesús en Noja cuando todos queríamos bajar a la playa en el mediodía más soleado de Cantabria:

Y sería injusto decir que no bajamos, porque lo hicimos a menudo, pero siempre con la amenaza de la lluvia del norte. Oteábamos las nubes como meteorólogos para dejar la ropa a secar colgada de la puerta de la furgoneta y, cuando tocaba encerrarse con el sonido de las gotas sobre el metal, nos acordábamos del destino anterior: La Palma. Allá por donde ahora cae la lava estábamos caminando entre aquella que había caído hace siglos y que se apartaba al ritmo del tableteo de las chancletas. Basta esta foto para hacerse a la idea:

De esa nostalgia vino la siguiente escapada. Con una plaza pública bajo el brazo y mosquiteras colocadas por Anamari y Haritz para soportar las temperaturas, regresamos a la autopista en dirección a Valencia. Poco antes, festejando esa oposición superada, Pablo me dijo: «Menos mal, porque yo creía que Jara estaba yendo a cazar sin hambre». Entre el papeleo de centros y la burocracia se introdujo un lugar mítico en el imaginario familiar que tiene mucho de papeleo y burocracia: para retomar la costumbre de irnos con nuestros padres a algún sitio de la infancia, les llevamos a Alicante, donde mi madre estudió hasta el Bachillerato. Antes tuvimos que repetir con primos en Tavernes, ya sin vecinos que nos acusaran de gritones:

En Alicante, sin embargo, dejamos la algazara y caminamos en silencio. Escuchábamos por el centro las historias de adolescencia de mi madre, nos sentamos varias veces para llegar al castillo y terminamos con un concierto, también sentado, de José Luis Perales. No pudo estar mejor, salvo por esa valla pintada y las persianas bajadas del colegio donde mi madre quiso ser enfermera. Aquí se ve el estado del edificio y se adivinan los trayectos en tren nocturno desde Madrid:

Tiempo después repetiría provincia y casi localización. Otra vez respondiendo a las rutinas del verano. Como en el anterior, nos juntamos unos cuantos en San Juan y nos dedicamos a lo típico de esas reuniones: jugar al mus y rellenar vasos al grupo. La combinación de Cobra, Xavi, Andrés y Juanas en una mesa con cartas suele ser letal, así que solo nos quedaba a Lelo y a mí tirar de una alimentación sana como la que aparece en esta instantánea, centrada en las proteínas de la leche y las burbujas del lúpulo:

Mientras atendía a las jugadas, pensaba en las palabras de González Sainz en El arte de la fuga. Incide el escritor en esa necesidad de escapar y de centrarnos en lo básico, tal y como, supuestamente, nos iba a enseñar la pandemia. En nuestro caso, un mus, una terraza y anécdotas del pasado. No caer en lo ausente, en el pliegue de nuestra cotidianeidad. Así lo explica, para que cada uno saque sus conclusiones: «Proyectados en ubicuos y continuos procesos de consecución, vivimos lo más del tiempo que vivimos sin vivir más que mayormente el hueco de lo que nos falta y el aún no de los fines, el vacío de lo aún no llenado ni alcanzado, de lo insatisfecho. ¿Un permanente tiempo del deseo? Tal vez ni siquiera; desear tener o alcanzar es por de pronto desear, no tener ni alcanzar. Vale, ahora estás deseando: vive, acoge, elabora tu deseo, disfrútalo, goza deseando, pero no te des mal rato o mala vida por no obtener enseguida. Luego ya será luego, ya será ya».
Ese «luego ya será luego» lo atajamos pronto. Recién inaugurado el otoño fijamos una cita en Madrid para juntarnos quienes coincidimos en una urbe tan invernal como Belfast. La fórmula no era novedosa: tantearíamos desde el mediodía cualquier plaza que nos diera asiento. Nos ofrecieron tal honor varias de Ópera, La Latina, Malasaña y Gran Vía. Solo se nos resistió la del hotel donde se quedaban, que se excusaron en un cierre temprano para no dejarnos subir a la terraza. Y eso que no íbamos tan mal:

Sirvió para terminar esperando en la acera, rememorar las mismas historias de siempre y certificar que manteníamos firme esa querencia por el sandungueo. Porque, como dice Rodrigo Hasbún en Los años invisibles, «lo que cada uno de nosotros terminó siendo tiene poco que ver con lo que hemos sido antes. Lo que define lo que terminamos siendo es lo que no vemos venir, los accidentes son lo que más incide». Y nosotros cargábamos unos cuantos a la espalda que se solucionaban con una frase como la que mandó Haritz al día siguiente: «Perdonad si dije alguna impertinencia». Cualquiera podría haberla enviado.
Pero todo eso no es más que un resumen veloz. Porque han sido, insisto, muchas cosas. Un tiempo de pérdidas y poca poesía, de cantos al aire y metros vacíos en hora punta que, sin embargo, obsequia con algunos destellos. Tiempo en el que celebramos un cumpleaños con el diagnóstico de un tumor y lo cerramos con otro, el de Pablo, durmiendo a Alejandro en su cuna después de engullir caracoles y tortilla. Y con el anuncio más deseado por parte del oncólogo: «A partir de ahora, revisión cada seis meses». Y eso, aunque hayan sido muchas cosas, es la cosa más importante. Porque, como decía mi tío Juanjo, los problemas de verdad están en los hospitales.