Chisináu.

Jamás pensé que volvería a Chisináu. Cuando pisé la capital de Moldavia por primera vez, con Javi y Arce, solo se me quedó la estampa de un parque desarreglado, con bancos rotos y alguna paloma hambrienta. Hablamos durante media hora del euro y de cómo se habían multiplicado los precios. Divididos en dos bloques -el de la nostalgia hacia la peseta y el de adoradores de la modernidad comunitaria- discutimos con vaguedades sobre economía y geopolítica. En ese sentido, el viaje de entonces se pareció bastante al actual.

Porque la segunda vez que pisé Chisináu también era a lomos de un coche y con la intención de ver qué ocurría en este rincón exsoviético ante la amenaza de un conflicto bélico. Veníamos Frederic y yo desde Barcelona, cruzando por Polonia, Hungría, Eslovaquia y Rumanía, y aquel recuerdo se transformó por completo: no solo el borroso descampado que tenía en mente era un agradable jardín, sino que las avenidas principales, la gente y los bares lucían muy diferentes a aquella lámina mate.

De ahí que, en lugar que pasar de puntillas, nos quedásemos varios días y entabláramos amistad con Dimitri, un ucraniano que se perfilaba la barba con ejecución impoluta en medio del retrete del hostal, o con Marina, sobrina de una amiga familiar. Dimitri nos hizo deambular toda una mañana en busca del gobernador, sin éxito. Calzaba un traje a prueba de manchas, que colgaba de la litera como si fuera un guardarropas de élite después de meterse a dormir, en una habitación con ocho huéspedes, completamente desnudo y con una sonrisa de bebé alimentado. Con Marina cenamos en un restaurante de carta inabarcable y, ante la cantidad de oferta, dijo: «Mejor no tomo nada. Intento evitar grasas, azúcares y alcohol: quiero morir sana».

Al marcharnos, el sabor de boca estaba claro: nos gustaba Chisináu. Habíamos repetido noches en un garito adornado con cartones de cine donde un tipo sacaba fotos con el móvil ladeado, haciendo las piruetas que su estado etílico permitía y declarándose fan de Michael Mann. También repetimos en uno heavy donde, a pesar de ser los únicos clientes, nos ponían los altavoces a tope para que tuviéramos que gritar y escupir en cada alocución. Casi terminamos pelándonos, solo por ajustarnos al ambiente. En realidad, lo que nos llevamos fueron mañanas soleadas, tardes de trabajo descubriendo estatuas de Lenin y alguna postal de la ciudad. Como esta, en una avenida principal:

Quizás no era la más bonita, pero introducía algo de paz en nuestro estado de ánimo. Acabábamos de presenciar hordas de refugiados que escapaban de la guerra, sin apenas equipaje y con «la actitud del deber marcial» que define Patricia Simón en su ensayo Miedo: «Ejecutar, no pensar mucho y hablar poco». Así llegaban. En silencio, con la mirada clavada en un punto indeterminado, sin dormir y con el mudo agradecimiento a quienes les asistían. De las pocas sonrisas que nos llevamos fue la de un chaval que había priorizado el estuche de rotuladores y el bloc de notas para hacer grafitis a cualquier objeto esencial. Compartiendo unos minutos de rap nacional en sus auriculares y despidiéndose entre la multitud, se perdió en un andén de Przemyśl. Todavía reunió el ánimo de chocar la mano con la fuerza suficiente como para curar una escoliosis y darle una colosal calada al cigarrillo después de días alternando estaciones, aduanas y, seguramente, campos como este, nuestro punto más alejado de Madrid:

En ese secarral con tiendas de lona comenzamos la marcha atrás. En la mayoría de refugios no quedaban demasiados exiliados y pudimos dormir en sus colchones. Ya estaba Cerezo, que llegó a Iasi de madrugada con una petaca de ron y el equipo fotográfico suficiente como para cubrir una final de Champions. Nuestros días de vuelta se acoplaban a los kilómetros de carretera que teníamos por delante hasta llegar al punto donde una familia tenía que juntarse. Atravesamos toda Rumanía parando en gasolineras que vendían perritos calientes y café frío. La madre aprovechaba para fumar. Los niños, parar corretear entre surtidores. En Budapest nos despedimos entre carteles en cirílico e inglés, con una estampa que parecía de Berlín en los años 30:

Con ese adiós de cristales interpuestos, Cerezo y yo retomábamos camino. En Barcelona él se separaba hasta Murcia y yo hasta el sur, donde Jara esperaba para lo que creía que eran unas vacaciones en la playa y resultó ser un periplo por ruinas. No me quejé: las semanas previas adopté lo que dice Elisa Levi en Yo no sé de otras cosas: «Mi padre me enseñó que, aunque tengamos miserias, nosotros no estamos en la parte del mundo que debe llorar. Por eso en mi casa los llantos son de almohada».

Incluso con esa receptividad hacia el momento presente y los privilegios de mi situación, empujé para que catáramos algo de mar o río. Lo conseguí a medias: hasta alcanzar la orilla de Matalascañas y juntarnos con Mer y Juanas paramos en Medina Azahara, el castillo de Almodóvar del Río o unos dólmenes de la sierra onubense. No quedaba más remedio, si lo que quería era anteponer la felicidad de Jara por un rato de historia a la melancolía ante una cascada, tal y como se aprecia en su rostro:

Me extrañaba, no obstante, esa necesidad de monumentos después del último destino. Había sido a una de las mecas arqueológicas del mundo: Jordania. Allí llegamos con Pablo en un enero pandémico que diezmaba el turismo y procuraba instantáneas como la de abajo, solos en un sendero de Petra:

Pablo también intentaba tirar hacia el mar y lamentaba perderse un barco hundido en el sur, pero nada le amilanaba a la hora de desplegar su vestuario diario, lustrarse las botas y aniquilar cualquier estantería con pasteles de pistacho. Nos tocó aguantarnos sin mojar los pies hasta que no hubiéramos visto cada castillo omeya del país. Para colmo, poco después y ya sin Jara, repetimos la jugada: huimos un sábado a la naturaleza para salir del trajín de Madrid y terminamos en la catedral de Ávila y en el casco antiguo de Salamanca.

Allí, cierto, solo dimos un paseo rápido por las cuatro calles que teníamos que rememorar y nos unimos al cumpleaños de Nuria. Cuando terminamos con las jarras y las bandejas de pinchos nos movimos a uno de nuestros antros de referencia y echamos torneos de futbolín con Chuchi. En esa caverna con nombre de bar sonaban en bucle Kortatu, La Polla Records y Eskorbuto. Entre salto y salto por cada gol o entre tercio y tercio servido por un tipo melenudo, Pablo me miraba y decía: «Canijo, tendríamos que habernos subido a la ola del indie. Hoy estaríamos en un sitio con gente y hasta habría chicas».

La estampa de esas horas, movida como un torbellino, adelantaba la forma de la temporada siguiente. Unos meses en los que se mezclaban las comidas en penumbra con Tony y Leyre, las tardes de comedia con mi hermano, los planes torcidos de viaje o la presentación del libro de Carles, donde intercala sus «castilladas» con ilustraciones en un planteamiento «suicidamente optimista». Ese planteamiento es el que mostró al acabar, cuando el turno de preguntas quedaba lejos y tomábamos algo en Tirso. «Acuérdate de hace años, esas noches en que nos juntábamos sin trabajo ni futuro. Ahora no solo seguimos vivos sino que bebemos sin prisa en una terraza del centro».

Tenía razón. Porque hasta con los reveses menos esperados, todo sigue. Y lo que imaginábamos como un paraje yermo, sea Chisináu o un anfiteatro nabateo, pronto emerge como algo fértil. Aunque en nuestra cabeza siga apareciendo como un lugar al que no regresar jamás. Trampas mentales que expone Bárbara Blasco en La memoria del alambre y se adecúan perfectamente a la sensación de unas jornadas titubeantes: «No sé si sucedió aquella tarde o he cosido arbitrariamente los hechos. A la memoria le gusta juguetear con el tiempo, como a un gato con una cucaracha, y a menudo confunde el pasado con el presente y las fotografías con los recuerdos y lo confesable con lo nunca sucedido. Es ella la que selecciona a su antojo, la que borra, la que archiva, la que hace y deshace por su cuenta. Yo solo soy una espectadora que ni siquiera recuerda haber pagado la entrada».

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