¡Arde París!
Llegó la una y le pegué un toque a Toni: «¿Qué, te voy a buscar ya a la estación?», le dije. Como era de esperar, me la había jugado y llegaría hacia las tres de la mañana: «Joder, es que entre un retraso y una parada de 40 minutos se me ha hecho tardísimo», se justificó después, cuando volvíamos por la acera desierta y yo me había bajado en chanclas y sin camiseta después de haberme quedado pegado al escai del sillón mientras veía un documental sobre fútbol.
A la mañana siguiente, con la urgencia de la visita, nos apresuramos a empaquetar las mochilas e ir tirando hacia la playa hasta que hablamos con Almu, que dijo: «Vamos por la calle Génova, ¿os suena?». Así que les quedaban unas cuantas horas. Toni aprovechó para ir pidiéndome todo lo que se le había olvidado para un fin de semana de playa: sandalias, bañador y toalla. Vamos, que iba preparado de cojones. Yo le dejé unos pantaloncitos cortos de los que enseñan racimo y se fue tan contento, clavadito a un Puskas a punto de rematar.
El resto llegó a mesa puesta. Se quedaron con tanta hambre que decidieron bajar la paella a la playa, por si alguien nos echaba algún grano, aunque fuera de arena. Al final, con el arroz aun haciendo la digestión e incumpliendo las normas maternas de esperar dos horas para meternos en el agua, nos rebozamos en la arena y jugamos en la orilla hasta que comenzó el torneo de palas.
Entremedias no hicimos una foto con la sartén, a modo de los 300 de las termópilas pero sin marcar músculo, por pura modestia:
Luego llegó el partido. Lelo y Vicen se desesperaban con la hora mientras nosotros cogíamos leña para las hogueras de San Juan. “Ye, nano, que empieza la previa”, insistían. Al final, subimos a casa y se trajeron un bocata. Fueron los únicos que cenaron.
Aquí se puede ver cómo el resto trataba de introducir algo de líquido en el estómago para no desfallecer en cada ocasión de gol:
Al final, cuando recogimos para bajar a la playa, hicimos un comando de transporte y acercamos los troncos a la playa. Allí la cosa se fue animando y Toni nos retó a meternos en el agua: “Venga, quillo, un baño viendo las estrellas”.
Y allí que fuimos. Al salir del agua, su bóxer de licra minúsculo se apretó hasta unos límites obscenos. Aprovechó ese aspecto de aquelarre y, enardeciendo una rama de palmera, gritó: “¡Arde París!”.
Dos niños que estaban en una hoguera continua lo imitaron a pesar de sus padres, que intentaban que sus hijos no copiaran la estampa del grupo de al lado. “¡Arde París!” coreaban a la par.
Al día siguiente, con la vuelta repartida en varias tandas, Toni y yo acabamos dando paseos de madrugada entre el piso y la estación de autobuses:
– Van a creer que trapicheamos, le comenté.
– Aún peor, van a creer que somos bujarras, sentenció.
En cualquier caso, cada vez que subíamos a casa Celia seguía estudiando. En esta ocasión, el calor era tan insoportable y el volumen de apuntes tan elevado que nos recibió así:
Janis Joplin tira canutos al profesor
– ¿Aún no has escuchado a Janis Joplin?, me preguntó Sara, mi compañera de pupitre, allá por 3º de la ESO, que, para los listos (los que no se han criado con la LOGSE), equivale a 1º de BUP.
– No, a mí lo que me flipa son las Spice Girls, debí de contestar yo.
Al día siguiente, de forma religiosa, me trajo un Greatest Hits de la que, por aquel entonces, me parecía una gritona y estridente cantante de vestidos largos, gafas de lentes rosa y coletas naif. Además, pensaba mientras escuchaba el disco, seguro que, como Sara, huele a ceniza y a colillas guardadas en el estuche. Más adelante, en esta misma línea, me dijo: «¿Aún no has visto Amores perros? Eres un pringao». Y me volcó un sacapuntas entero lleno de virutas de colores.
Años más tarde -este fin de semana, vamos- los altavoces desprendían un «Cry, baby» agonizante que acompañábamos a golpe de tambor en la guantera. Yo me empeñaba en cambiar de pista hasta la de Bobby Mc Gee y explicar, por octava vez, que es la canción que resumiría el viaje por sudamérica:
– Mira, ahí es cuando dice que Bobby coge el morral y lo lanza a la parte trasera del camión, como Pablo.
– Mira, lo de la armónica es como cuando compartíamos auriculares en la bodega de un autobús.
– Ves, «con nuestro viejos vaqueros», como cuando raspábamos con jabón lagarto los bajos de nuestros pantalones.
Y así sucesivamente. Apreciaciones baratas para tratar de impresionar a una Celia centrada en sus exámenes. Alejadas, por supuesto, de lo que pasaba en realidad. De una rutina que consistía en hacer dedo en la vereda del camino mientras el otro chistaba y subirse al medio de transporte como dos perros apaleados, con la cabeza gacha y dándonos la espalda.
Nada de eso sirvió, no obstante, para despistarla de sus obligaciones académicas. Así que mi táctica tuvo que cambiar hacia un ataque análogo. A la altura. Para eso recurrí a documentos gráficos de indudable veracidad:
Como este en el que aparezco estudiando sin tregua en el camarote de un barco que atravesaba el lago Victoria. Intercalando un diccionario de bolsillo Inglés-español con Sábado de Ian Mc Ewan para darle el libro a John, que nos esperaba sin ánimo de fiesta y que, nada más ojear el libro, comentó: «¿De qué va, de personas bajitas?».
En fin, que no todos los días pueden ser de jarana, sostuve firmemente. Siempre hay cosas fuera que pueden despistarte, insistí, pero uno ha de estar a lo que hay que estar, zanjé. A ver si alguien-si no- puede comprender por qué me iba yo a chupar una noche así pudiendo estar, por ejemplo, comiendo plátanos en la cubierta del barco, tal que así:
Tampoco me sirvió de nada. Al final me decanté por asegurar que pasándotelo bien también se puede aprobar. Como cuando mi hermano y yo jugábamos en el salón de arriba al fútbol y le decíamos a mi madre que estábamos moviendo la mesa para estudiar con luz natural. Ella, entonces, descorchaba la botella de escanciar plegarias y gritaba:
-No me importa que suspendáis, pero, por favor, esforzaos, que no dais un palo al agua.
Para que luego critiquemos esta cultura de la fama fácil y el dinero per se. Gracias a esas lamentaciones llegaron ellos (mis padres) a tener lo que hoy disfrutamos nosotros. Que, a la sazón, no es más que un apartamento de playa en el que ver a la selección un domingo por la tarde. Todo el mundo miraba el fútbol mientras yo veía a La Roja:
Que, para mí, era un bulto ocupando el sofá y negándose a estudiar. Así que proseguí mi ataque y le recordé la historia de la ESO: «No solo descubrí a Janis Joplin», expuse, «también me sirvió para atinar mi puntería disparando canutos a la pizarra cuando el profesor se daba la vuelta».
No sé si le convenció o no. Yo, por si acaso, lo dejé caer sin especificar que, en realidad, quien tiraba unos bolinches de papel rumiados con saliva no era yo, sino Sara, que me instigaba:
«¿Aún no sabes escupir canutos? Eres un pipa».