Hijos de la nostalgia.
Lo mejor de la otra noche no fue ir cada cinco minutos a la barra a por botellines sólo para escuchar un dulce ‘gracias’ por parte de la camarera. Lo mejor llegó después, cuando, en nuestro ritual de vuelta a casa en chancletas y con las llaves girando sobre el índice a ritmo de son cubano, nos quedamos Cobra y yo en la plaza del mercadillo como si tuviésemos 15 años.
Allí, frente a unos bancos que han soportado nuestras intimidades entre voces con gallos, pelos revoltosos y estirones fallidos, desglosamos la realidad del grupo en un santiamén. Como si de una peli francesa de reencuentros se tratase, hablamos de decepciones, alegrías y desengaños de forma crepuscular. Al final de cada frase, Cobra siempre utilizaba un epicúreo ‘¿y qué?’
Aquella charla de madrugada venía de lejos. El día anterior se habían pasado por la playa Andrés y Tatín y tuvimos que echar un póquer hasta las seis de la mañana. Con montañas de fichas de cada minuto cambiaban de mano, nos juntamos siete chicos en tirantes en torno a una mesa sin ceniceros. Lelo fue el primero que levantó la voz para advertirnos «Aquí faltan el güisqui y las putas». Bajo esa consideración tan viril, Álex se puso a preparar cócteles con sprite y yo me quedé sin cinco euros y ni un solo magreo.
Era mi primera noche después de varios días con Claire y Chloé, que vinieron desde Burdeos cargadas de juegos de mesa. La parte de atrás del coche parecía el desván de Mattel. Sin embargo, a la hora de acampar no teníamos ni una cuchara con la que remover el café soluble de las mañanas. Por eso pasamos por casa, donde mis padres se habían asegurado de tener una buena paella sobre la mesa y alguna historia imposible de traducir, como esta que les cuenta mi padre antes de hincar el tenedor en la sartén:
Venían dispuestas a descansar. Y vaya si lo hicieron: no querían ni dar tras zancadas hasta la cala más cercana. Claire traía un libro que se llamaba El corazón de las mujeres que echaba para atrás. En cada reposo, no obstante, me contaba la trama. Chloé estaba metida en una revista de filosofía y se empeñaba en hacernos un test para ver el grado de felicidad de cada uno. Yo me quedaba con las enseñanzas de Evelyn Waugh en ¡Noticia Bomba!: «Una noticia es aquello que le interesa a un tipo al que nada le importa apenas. Y sólo es noticia hasta el momento en que lo ha leído. Después ya no lo es».
Abajo, Claire entrenando para sus vacaciones en España:
La visita reavivó los recuerdos. Hablamos de otras épocas y yo recurrí a las sesiones de cine que nos marcábamos en el piso. Justo acababa de beber a pequeños sorbos Antes del amanecer y Antes del atardecer. Esta vez parando al final de cada secuencia y deteniéndome en cada gesto o frase. Se me retorcía el estómago en las intentonas de acariciar el pelo fuera de foco, o en el espontáneo cigarro compartido en un bar de París. Al terminar, soñé que alguien mecía las caderas y, sin mirarme, susurraba «Baby, you’re gonna miss that plane».
Rápidamente llamé a Julio, como antídoto a tanto almíbar. La conversación pareció salida de Sueños de seductor: «Julito, tengo 29 años. Mi cumbre sexual se pasó hace diez», le dije. «Piénsalo: ahora podrás acostarte con mujeres casadas, con chicas de toda raza, credo o nacionalidad», respondió justo antes de que viniera Pablo y me diera el mismo punto de vista. «Joder, es que incluso follar lo encuentro poco apropiado moralmente», le confesé. «Mira, Canijo, aquí lo único inmoral es no follar», contestó rápidamente antes de ponerse un abrigo nórdico a 40 grados y subirse a la moto, tal que así:
Aquello me devolvió a la semana que pasé en Madrid. Allí me tiré un día entero en casa de Alvin escribiendo en gayumbos y saliendo a remojarme a la terraza cada media hora. El paseo de Extremadura estaba desierto y Alvin no llegó hasta la noche. Sacamos copas y nos pusimos a hablar como si estuviésemos en un resort de Punta Cana. Mezclábamos ron con tónica sin prejuicios. En un momento dado, Alvin me comentó que había ido a confesarse a la iglesia de Urda. Le sorprendió que los confesionarios ya no tuvieran una rejilla de separación, pero se lanzó sin vergüenza: «Padre, tengo que espiar mis pecados, que son sobre todo carnales», empezó. «¿Con cuántas mujeres has estado en los últimos meses?»,le preguntó el cura, que, después de una cifra aproximativa de Alvin, remató: «¿Te pagan?».
Todo fue fetén. Salimos por el Candela y al día siguiente me pasé por el periódico. Allí estaban Elsa, Sandra y María. Después de recluirnos en la única sombra del polígono durante varios minutos, terminé volviéndome con María. Ella tenía ganas de andar y yo nada que hacer, así que enfilamos la calle Alcalá sin preocuparnos de trasbordos ni de autobuses. A la altura de Manuel Becerra, María se despidió con un discurso antológico que me resolvió cualquier duda y que a mis oídos sonó más o menos así: «Ya lo sabes», empezó, «somos gente de vida disoluta, exploradores del pasado, quiméricos de un futuro incierto». «No lo olvides, somos hijos de la nostalgia», zanjó, dejándome a huevo una sentencia lapidaria para cerrar mi conversación con el Cobra de la otra noche.
El diván de Juanas.
Una charla con mi primo Juanas es lo más cercano a probar el diván de Freud. Tú hablas y él escucha sin interceder, soltando pequeños sonidos guturales al final de cada frase. De vez en cuando mira el móvil y se excusa con devolver un mensaje, pero yo creo que en realidad está tomando notas para actualizar un tratado sobre primates.
La semana pasada nos pasamos así varias noches. Yo iba a su casa en el momento anterior al lavado de dientes y me quedaba en la terraza hasta que él empezaba a bostezar. Entonces volvía a casa y rebuscaba en las cajas de libros para encontrarme con composiciones como esta, de Pablo Gutiérrez y su Rosas, restos de alas:
«El pequeño católico que habita dentro de mí no ha dejado de murmurar. El pequeño católico dice: Estás perdido. Y no quiero decir confuso ni desorientado, ni en un cruce ignoto de caminos, sino fulminado, yerto ya, inerte aun vivo aún».
Lecturas que me llevan a recurrir a los fijos del desaliento. Tiro de La conquista de la felicidad, de Russell, por octava vez y pienso quién es el gilipollas como yo que cree que un libro le solucionará la vida. Luego, como de costumbre, me pongo El amante del amor y me imagino como el protagonista, reuniendo a decenas de mujeres en mi entierro y escribiendo desnudo en la bañera. Luego me centro y me doy cuenta de que lo único que cumplo es lo segundo, y ni siquiera tengo máquina de escribir.
Lo que sí tengo es una terraza que sólo se queda tranquila en la hora en que mi madre se pone la telenovela y me padre se tumba a leer el periódico, tal que así:
Después sigo mi rutina de playa y pienso en aquellos años donde el mayor tesoro diario consistía en encontrarse una medusa en el mar, arrastrarla con una pala o una chancla hasta la orilla y allí marcar su tumba con una estaca. Como, imagino, los de la foto, que tienen el verano resuelto:
Mientras camino o corro, tarareo con chulería a Los Enemigos, como si estuviera encima de un escenario y tuviera enfrente un público lleno de féminas. Me detengo especialmente en aquel verso que dice «No fui yo, alguien me la pegó. Si lo sé, ¡ay si lo llego a saber!, iba a estar yo aquí, ¿de qué?», hinchando pecho y acelerando el paso.
Una actitud que me dura hasta que llego al bar. Ese espacio tan reducido y funcional me refleja de nuevo la esencia de un agosto que, como cualquier mes, no deja de ser mera rutina. Una compilación de ejercicios mecánicos, como cortar patatas y vaciar botellas:
Entonces me imagino en cualquier restaurante del mundo que se asemeje a la descripción que hace Juan Abreu de uno de Zahara de los Atunes: «No es un gran hotel, pero es un lugar con mucho carácter y a dos pasos del mar como se dice y con un comedor decente para el desayuno y para alguna emergencia. Y, detalle sustancial, con unas muchachas detrás de la barra que son de esas que uno quiere que no estén detrás de la barra sino en nuestra cama a la hora que nos vamos a acostar. Muchachas oscuras de ojos glaucos y bocas de cerveza fría».
Una apreciación que hace lamentar mi suerte y regresar, como cada noche, al diván de mi primo Juanas.