Azoteas (a propósito de Antonio López).
Celia las llama ‘terraos’, palabra a medio camino entre ‘torraos’, de quemados o bronceados, y terraza, de ‘al aire libre’. Pero en realidad su nombre puede ser azotea. La azotea es más que un desván y menos que un balcón. Es un espacio que se mueve en la imprecisión. No tiene nada pero ofrece miles de posibilidades. No es ni divertida ni aburrida pero siempre da alguna pista para hacer cosas. Es como el lomo de un animal. Es gris, monótona, y suele estar forrada con una suerte de cinta america que las acolcha de humedades y las convierte en algo lunar, pero es fascinante. Siempre ofrece vistas y cada vista es un pedazo de realidad diferente.
Después de vivir en un primero sin luz ni patios, asomarse y ver por encima de las cosas es un placer. Por eso, desde este ‘terrao’ en el que justifico mis horas muertas, tiras fotos y fotos sin aburrirte. Cada una distinta. Sólo le falta una escalerilla de incendios que me permita salir a orinar desde las alturas a media noche, como en nuestro cuarto de Brooklyn. Lástima, no se puede tener todo.
Antonio López, una exposición.
Habla Judas. Ese tío tan majo que nos dio a todos con la puerta en las narices y que se ha convertido en un adjetivo por defecto. ‘Eres un judas’, ‘Ayer soñé con judas: ¡menuda juerga!’.
Bueno, el caso es que la fotografía, la pintura o, en menor medida, la literatura son (siguen siendo) besos de Judas.
Para demostrarlo no hay más que acercarse a la exposición de Antonio López y asumir que nos gusta lo impostado, la ficción o lo artificial porque se parece a la realidad. Y cuando más se parece la mentira a la realidad, más nos gusta. Porque vivimos en una mentira salpicada de algunas verdades. Por eso nos gusta Antonio López, un tipo verdadero y corriente, con cara de buena gente, con mujer y nietas, que pinta igual que fotografía. Hiperrealista: más real que la realidad. Y uno se pregunta ¿qué es más real, el cuadro o la calle? A veces, mi visión de la Gran Vía se acerca más a aquella que pintó Antonio López hace 20 años que a la que ahora dibujan luminosos de franquicias.
La exposición ha batido el récord de visitas en la historia del Thyssen. No me extraña: aparte de ser magistral, la gente quiere ver lo que tiene a su alrededor. Nos acercamos con mayor devoción a lo que podemos observar saliendo a comprar el pan que a algo lejano que exhiban extraordinariamente en la galería de al lado.
Nos gusta ver pintadas las panorámicas que vemos desde nuestra terraza, el asfalto de la calle donde cogemos el autobús o las verduras que dejamos fuera de la nevera.
Así se venden las postales del museo: los lavabos hechos a lápiz, los retratos de pastel y las calles de óleo. A mí, personalmente, me apasiona Antonio López en sus vistas periféricas, en ese territotio extraño que delimita la ciudad; me conmueve el costumbrismo minimalista de las cenas en torno a un cuenco de sopa y un mendrugo de pan y me dejan frío sus trazos anchos y espesos en flores y frutas.
Al salir, además, se produce una sensación de mareo similar a cuanto te quitas momentáneamente las gafas o sales de día de una sala del cine: la realidad se precia borrosa y en cada esquina, en cada instantánea, ves un foto. Inmediatamente el paseo del Prado o la glorieta de Atocha tienen más de museo que las salas del Thyssen.
Mecánica de la vida (a propósito de Punset)
Entré a por una broca y salí con una lección de filosofía.
– Buenas, vengo a ver si me podéis prestar una llave Allen, es que solo tengo que apretar esta rueda y así…
– ¿Sabes por qué se llama mecánica? Porque viene de mecanismo. Y eso quiere decir que lo que parece una pieza puede es un conglomerado, y nada está aislado: si una cosa no funciona, la siguiente tampoco.
Con esta pregunta retórica y una escueta respuesta me vi desarmado por completo frente a un tipo en mono y una llave inglesa.
– Ves, la rueda está floja y eso hace que el freno pegue más por este lado y la desnivele. No es sólo un movimiento de llave Allen, chaval…
– Yo pensaba… ¡Cómo me gustaría saber arreglar yo estas cosas!
Mal paso. Su cara me miró fijamente y me inquirió:
– ¿A qué te dedicas?
– Bueno… yo redacto.- titubeé poco convencido.
– ¿Sabes la de faltas de ortografía que cometo yo cada vez que escribo una carta?
– Mmmmmm.
– Pues eso. A mí me gustaría escribir cosas bonitas, hacer rimas en papeles perfumados que llegaran a amadas del otro lado del mundo, pero aquí estoy. Mi única destreza es el manejo de estas herramientas.
– Bueno, eso por lo menos es más útil…- concluí, avergonzado por mi miserable condición y con ganas de salir de allí y recluirme en casa. Esconderme a pensar, a buscar mi lugar en el mundo, a sopesar las circunstancias que rodean a mi yo.
Antes de salir del taller, con un pie en el suelo y otro en el pedal, y tras un gracias, hasta luego entre agradecido y apesadumbrado, me espetó:
– Y cambia esa llanta ya, que ahora es sólo el neumático, pero más tarde llegará a la cámara y entonces no hay marcha atrás: será mucho más grave y difícil de arreglar.
Punset y Shiddartha ‘on the road’
Lo que pretende esta entrada no es, ni mucho menos, destripar estos libros. Simplemente pretende, a fin de cuentas, demostrar que la vida tiene sus remansos. Que no todo son picos de euforia. Que para encontrar el grano tienes que separar mucha paja y que, quizás debido a eso, los frutos recolectados adquieren un valor mayor.
Estos dos libros son libros de paso. Libros de una lista que se elabora con hiatos. Una lista que, mal que me pese, he de ir subrayando como si fuera una condena.
Los vagabundos del Dharma, ya está escrito por ahí abajo, se me atragantó por gula. Una bulimia de letras que llevaba en mi campanilla desde Nueva York y que una vez aquí, en la rutina de las calles de ida y vuelta al lugar de trabajo, se tapona e impide siquiera el vómito. Por eso lo he renovado tres veces. Plazo máximo y fastidio para seguidores de Kerouac que fueran religiosamente a la biblioteca a buscarlo.
En fin. El libro podría haberme engatusado más. Reconozco que contra él se vencen varios factores que pueden ser definitivos: haberse leído antes ‘On the Road’ y que te pille en un estadio menos místico que un palulú.
Los Vagabundos… es un remake de Siddhartha en clave new age. Es la iluminación del occidental en busca de experiencias nuevas. La saciedad del que tiene de todo. Si Siddhartha podría ser el aperitivo de púberes sensiblones y alternativos que anhelan el viaje del despertar, este va para los algo experimentados. Sus puntos flojos: en lugar de Neal Cassidy es un tal Japhy, místico de tres al cuarto que recomienda mirar a las estrellas cuando ruge el estómago. Tiene mucho de viaje interior, pero le falta el punto canalla de enrolarse en camiones y acabar en tugurios bebiendo bourbon, conocer mujeres de ralo pelaje o pelearse con otros viajeros.
Así las cosas, se puede considerar el paso de un Kerouac punk a un Kerouac jipi. Y la verdad es que sale perdiendo. Pierde gracia, ironía y maldad, que es lo que alimenta a la literatura.
Por otro lado, y resumiendo, está el último manual de Punset. Una enciclopedia de la vida en trescientas páginas que a fuerza de acercar la ciencia al pueblo soberano adquiere niveles irrisorios.
Punset pretende hacer una radiografía de cada uno de los aspectos que más acosan al ser humano: comportamiento amoroso, necesidad económica, orden social… y termina revelando cómo se produce la fotosíntesis o que si tu ambiente es violento y de desprecio tienes bastantes papeletas de convertirte en agresivo y drogota.
Eso sí, está bien eso de leer de vez en cuanto un libro con guiones, como si fuera de texto. Así parece que has vuelto al cole. ¿Y quién no querría volver a esas clases de natu y soci con tantos dibujos en color y deberes como poner un garbanzo en un yogur?
Constança, 2 meses.
Constança llora porque quiere. Llora a mediodía y llora medianoche. No importa. Su madre hace lo que puede, y de vez en cuando pringa el borde del chupete en un jarabe dulce para que el azúcar calme las ansias lacrimales de la bestia. Por eso, en momentos te la encuentras con un aspecto calmado y virginal. Pura ilusión. No tarda más de dos minutos en berrear de nuevo.
Para apaciguar un poco sus impulsos y con la excusa de que tal vehemencia no puede estar causada más que por los famosos cólicos de bebé, Constança pasa de mano en mano o, mejor dicho, de brazo en brazo, acomodándose en sus rugosidades como si de un leopardo se tratara. Se coloca bocabajo. Respira, cierra sus fauces desdentadas, bosteza una o dos veces y- en cuanto nota un mínimo cambio de posición de la persona que la sostiene- abre sus ojos como si avistara una presa. Ese no es más que el símbolo inequívoco de un nuevo ataque de llanto.
Así pasan los días. Desde que sacó su minúsculo cráneo y empezó a sorber con un exagerado sonido gutural los pechos de su mamá ya han pasado dos meses. Dos meses de lágrimas que resbalan por sus mullidas mejillas como gotas perdidas en el desierto. Dos meses de gritos desconsolados, de gases revoltosos y de tímidos ronquidos, sí. Pero también dos meses de una adoración en sordina, de un brillo subterráneo en las pupilas de sus seres cercanos.
Dos meses, en fin, de alegría desmesurada y emoción contenida. Porque con cariño, susurros maternales y, sobre todo, mucha «constancia», al bebé no le queda más remedio que crecer y pedir las cosas por favor. Mientras tanto, Constança llora porque quiere, y puede.