Archivos del mes: 20 septiembre 2013

Petate y banco.

Eran las tres y media. Caminaba por la plaza de Santa Ana solo, con una libreta minúscula y la mochila llena de ropa, cuando me detuvo una chica. Primero se presentó y me preguntó el nombre. Luego me pidió que me quitara las gafas de sol para mirarme a los ojos. Y, por fin, me dijo si la recordaba de una protesta que hubo en mayo. Después de tanto protocolo y ternura, yo no sabía si me iba a pedir una cuota de socio o matrimonio. Fue lo primero. Y menos mal, porque no veas lo complicado que es decirle que no a una nena con peto y carpeta.

¿O no?

PAR92883

Al rato, me contó que era captadora de calle de la oenegé Acción contra el hambre. «Pues me vienes de perlas, porque estoy canino», le dije. No. Lo que le preocupaba eran las hambrunas del cuerno de África y de refugiados por conflictos internacionales. «Lo siento», esquivé, «pero mi única acción contra el hambre es encontrar un reportaje que me saque de la miseria».

Eso me llevó inmediatamente a pensar en que la casa de María no estaba lejos. Le había dicho que me pasaría al café, pero tenía tiempo y estaba que me comía a dios por las patas. Me presenté antes. La Comes estaba metiendo bandejas de pasta en el horno como si fuera la trattoria del Vaticano. Tenía una mesa de seis personas preparada y no le venía bien ningún comensal más, así que se dedicó a esparcir pan rallado por encima de los spaguetti para asegurarse de que no hincaba el tenedor. Dejé caer que me bastaba con un café, por si se tiraba el rollo con alguno de los dulces que siempre rulan por la fonda de Chueca. Cuando, a la media hora, vi que lo único que pasaba por mi boca eran los restos de algún pitillo encendido, la miré con ojos de coatí. «¿No ibas a poner tú la cafetera?», me dijo a lo profe de matemáticas.

Encendí el fuego y me quedé esperando mientras los demás se embutían. Aprovechamos el café para ponernos al día de proyectos. Cada vez que le contaba alguna idea, ella me contestaba «eso lo hice yo hace dos años» o «mira, eso me lo sacaron a mí hace seis meses» y terminé con la innombrable sensación de haber llegado a un sitio cuando la fiesta se ha terminado. De repente tuve la ilusión de que en cada bar o comercio que preguntaba me respondían: «Tranquilo, eso ya nos lo preguntó una tal María Comes». Al final, opté por la opción más madura y le dije «Joder, me tumbas todos los reportajes. Que sepas que no vuelvo a pasar por esta casa».

Me quedaba el consuelo de tener en ciernes una historia jugosa y de haber concretado (esta vez sí) una cena con Rastitas, que ya tiene un pelo caoba ondulado y unos pechos lo suficientemente desarrollados como para no merecerse un mote de hace ocho años. Apareció a la hora y preparamos una olla de arroz que parecía la de la obra social de Casa Caridad. Tomamos algo, nos pusimos al día y acabamos dando un paseo hasta el monte donde iba con mi hermano y mi primo a ver jabalíes.

También le conté el fin de semana en Salamanca. Lo hice, claro, por encima, sin meterme en detalles del grupo. Le expliqué, por ejemplo, que habíamos estado en la piscina. Pero no que allí  le di un repaso al fútbol a Pablo y que luego se tomó su revancha en un ring  de lucha grecorromana hasta que me cogió como a un ciervo y me tiró al agua.

Tampoco que por la noche, mientras nos preparábamos para salir, Pablo pasaba revista y decía: «A ver, vamos dos con chica, un maricón y un enano, ¿Qué pretendéis?». Álex y Julio se callaban, pero cada uno sabía perfectamente qué lugar le tocaba. Al menos, hasta que llegábamos al futbolín. Allí nos mezclábamos de forma lúbrica y todos nos convertíamos en enemigos. Mirad, si no, los ojos envenenados de Álex y Pablo:

IMG-20130916-WA0002

En uno de los euros empeñados nos tocó a Álex y a mí contra ellos dos. Hicimos una remontada tan épica que al encajarles la última bola nos dimos un abrazo que casi acaba en morreo. Entre el calor del garito y el alcohol, nos pusimos un poco idiotas. Por eso, en la foto que sacamos al pasar por la Plaza Mayor aparecemos así, yo poniéndole la mano en la tripa con excesivo cariño y el apoyándose en mi nalga, como dos enamorados que se citan debajo del reloj para tomarse un helado:

IMG-20130916-WA0000

Se pasó la noche y llegó el sábado. Nos bajamos en chancletas a dar una vuelta por el centro con la idea de volver a cenar a casa y nos quedamos anclados en el césped de la catedral. Allí se unieron Nuria y las amigas, que nos convencieron de prescindir de la cena y tirar directamente a un bar. Álex y Julio empezaron a renegar. «A mí me jodería salir en bermudas», dijo uno. «A mí, no poder cambiarme las lentillas», añadió el otro. «A mí, cargar con el móvil y la cartera en cada discoteca», seguía diciendo Álex. «Lo jodido sería perder las gafas de sol en un antro», apuntaba Julio de nuevo. Cada uno fue subiendo el tono de queja hasta que Álex dijo: «Lo que más me jodería a mí sería salir por ahí con la cara del Canijo».

Eso también se lo omití a Rastitas. Pasé tan de puntillas que se me olvidó decirle el hambre que me había hecho pasar María Comes y cómo recordé así el gozo del petate y el banco. De la buscada indigencia del viajero y del placer que proporciona el vagabundeo en tierra desconocida. Ella, francamente, tampoco preguntó, así que cambiamos de tema y me dijo que esa misma mañana la habían parado en medio de la calle y se había hecho socia de una asociación. No me dijo ni de cuál se trataba ni que me quitara las gafas de sol, pero sacó una carpeta y me costó mucho decirle que no.

Si fuera viernes.

La especie de pelusa que me dejo crecer desde hace unos días es lo único que distingue mi vida de la de hace diez años. Que haya dado un paso atrás no es precisamente una metáfora, como diría Jabois. Por retroceder, hasta he cambiado de móvil a uno que lo más divertido que me deja hacer es jugar al gusano.

No solo eso. Separo los días según el plato de comida y las noches por sus locales. La otra madrugada, sin ir más lejos, acabé con Marta en Casapatas. Llevaba varios días recorriendo los tablaos de la capital y el broche fue un plato de ibérico frente a un espectáculo de flamenco. Ella decía sentirse como en Pretty Woman, y lo único que le faltó fue pedir unos cacahuetes para acompañar al vaso de agua del grifo.

Poco antes había suspirado en una terraza de paquistaníes: «Este es el mejor momento del día», y yo me acordé de ese cierre que nos aporta Orejudo en uno de sus libros: «Aunque le había dado mi palabra de que nunca publicaría nada de lo que habíamos hablado, decidí permitirme yo también un momento de descanso y cometer por primera vez en mi vida una pequeña traición».

Esa traición no resultó ser rememorar cada estupidez expuesta al abrigo de una lata, sino acompañarla como perros hermanos por las calles de la ciudad y refrendar aquellos versos de Lluís Pons Mora en homenaje a Bukowski:

Nos guiábamos en la oscuridad sin ojos, a veces,
llegado a un punto vomitabas sobre cualquier coche,
o rodabas por la acera, espantando a las pibas.
Al menos a las blandas, todo hay que decirlo.
 
Eran noches jodidamente mágicas.
Las recuerdo y las confundo tan bien.
Noches de esas que ya no quedan.
Noche de esas que esquivo o me esquivan.
 
Poco a poco aprendimos a perder lo imperdonable,
pero a ganar planetas y hechizos de nocturnidad.
Poco a poco se fue tan rápido casi todo
al carajo en tantas ocasiones. Demasiado pocas, pienso hoy.
 
descarga
 

Cada cierto tiempo, ella miraba el reloj y exhalaba: «Ay, si fuera viernes», deseando estar siempre en el precipicio de un fin de semana cuyo prado solo se alcanza el martes. Con esa premisa de un receso inalcanzable terminamos marchándonos.

Yo llegué a casa y pensé en un interrogante que plantea José Ovejero en su último libro. El autor se pregunta si cuando dejamos de esconder a nuestra pareja los ruidos que hacemos en el baño -apuntar la orina, cortar el papel higiénico- significa el comienzo o el final del amor. Entonces escuché el descomunal chorro nocturno de mi padre y pensé que en ese torrente líquido se concentraban más de treinta años de matrimonio.

Me acosté aliviado. Y llegué, sin darme cuenta, al viernes, donde -por otra parte- todo sigue siendo igual que hace diez años, salvo ese intento de barba que no termina de cuajar.

De óxido y hueso.

El otro día intenté hacer un experimento del que sólo yo estaría al tanto. Consistía en escribir un resumen emocional de una película antes de verla y luego comprobar si distaba mucho de la impresión posterior. Lo pensé de repente, teniendo en cuenta que a los diez minutos olvido cualquier recuerdo audiovisual. Lo iba barruntando según volvía de la biblioteca. Había cogido De óxido y hueso después de perseguirla durante meses y me relamía con lo que me esperaba.

¿Por qué ese ansia? Pues porque El profeta fue de lo mejor que vi hace dos años. Luego llegaron Lee mis labios y De latir, mi corazón se ha parado. Todas del mismo, un tal Jacques Audiard. También porque hace semanas que evito tomar prestado cualquier título que no haga referencia al amor en el título. Pero eso ya son mariconadas contextuales.

ssdeoxidoyhueso7

En fin, que ya me hacía a la idea de escribir algo así como «una película dura pero tierna» o «un romance trágico pero conmovedor» y demás frases que encajan igual con De óxido y hueso que con Postdata:Te quiero cuando, al final, me senté por pereza a ver la peli. Como he dejado pasar unas horas, ya no me acuerdo de nada. Solo recuerdo ciertas partes de gran intensidad cinematográfica (sea lo que sea intensidad cinematográfica, como diría Álex imitando a Millás) y, cómo no, la presencia de Marion Cotillard que, sin espoilear nada, da lo mismo que salga amputada o mellada: es brutal.

Con este pasatiempo tan triste tiré a casa de mi hermano. Allí me esperaba en bañador. Me estuvo pidiendo libros como si no tuviera una pila de lecturas pendientes en la mesilla de noche. Todos míos. Por fin fui yo el que le robé Mil cretinos, de Quim Monzó, y me largué a Madrid. En el trayecto me leí la mitad y escribí a Toni. «Para mí es un semidiós», contestó al instante tras una larga temporada de vacío conversacional. «Tengo todos y los releo cada día», escribió de nuevo, sin que yo le hubiera puesto en duda, y me mandó una foto con los quince recopilatorios de cuentos de Monzó que tiene raídos en edición de bolsillo.

Yo me levanté en la parada justo mientras leía esto: «Si elegía biografías, por ejemplo, como no hay tensión creativa se dormiría rápidamente. Pero pronto descubrió que eso tampoco es verdad y que entre una vida real y otra de ficción con frecuencia existe la misma tensión creativa».

Una tensión que creció rápidamente en mi existencia tan peregrina cuando vi que faltaban, en hora punta, doce minutos para que pasara el metro. Entonces me di cuenta de lo que me molesta estar esperando como un clavo dirigiendo miradas esporádicas al marcador y que, justo cuando aparece el tren en la estación, lleguen tres personas corriendo y lo cojan.

Me dan ganas de entorpecerles la entrada y hacerles aguantar su espera correspondiente. Los mismos diez minutos que he tardado yo en escribir esto o en olvidar la peli que vi el otro día, que se llamaba De óxido y hueso y era lo que muchos calificarían, por poner un ejemplo sacado del Variety, de «tierna y fuertemente desromantizada historia de amor». Ahí es ná.

Empezar de cero.

Nada más llegar a Madrid conocí a una chica que había estado en Belfast durante el mismo periodo que yo, hace nueve años. Allí era fácil saber cuántos españoles deambulábamos por las calles. Sin embargo, inconscientemente, le dije: «no me suenas de nada». Inconscientemente, repito, porque para llevármela al catre le habría asegurado cualquier cosa. Incluso que habíamos coincidimos en un curso de macramé o de masaje ayurvédico. Pero no supe estar rápido, y Alvin la cogió de la mano. Mientras se iban -en una despedida que podría haber sido en la puerta de su casa y no en la boca del metro- se justificó: «Bueno, estaba un poco más gorda», musitó. «Yo era un poco más alto», mentí pensando, demasiado tarde, que así podríamos empezar de cero.

Ni con esas. Me quedé sólo con Pablo, recordando lo cerquita que estaban las últimas dos tardes en el Helios, apurando la caída del sol con un vermú. O, en su caso, con un bourbon. Cada vez que pedía uno, yo le cantaba: «Bebes tu bourbon, mascas tabaco, cabalgas solo: ¡Eres tú, John Wayne!», y él sonreía de medio lado, un poco más que en esta foto, tomada antes de que nos sentásemos en la terraza de atrás, dando de lado a Manuel Vicent y su tertulia con Álvaro de Luna:

Image

La tarde para nosotros empezaba después del desayuno. Las noches eran tan largas que al volver a casa, Paloma, su madre, nos recibía con un café, un cigarro y una pregunta inapropiada para cuando no sabes ni dónde estás: «¿Os lo habéis pasado bien?»

Antes de que el ferry de Ibiza se acercase al puerto y señalara el final del día nos metíamos a nadar. La primera vez lo hicimos alegremente, justo después de que mi madre me dijera «Ten cuidado hoy, que hay bandera roja», como si fuese una socorrista de la Cruz Roja, y yo tratara de tranquilizarla así: «No te preocupes, que esa parte es de roca y no hay bandera».

Estando en el agua, Pablo me propuso llegar a la cala nudista, así que empezamos a dar brazadas. Cuando ya estábamos a unos veinte minutos, le dije: «Hostias, si allí tenemos las mochilas con todo». «Yo no me preocuparía por las mochilas, me preocuparía por el coche», soltó mientras seguía buscando pulpos.

Al volverme de Denia y contar la rutina, mi madre me dijo: «Siempre estás con el ron y esas tonterías», añadiendo a la lista uno de los continuos aforismos que flotan en su manual interminable de progenitora. «Es temporal, que estamos en verano», me defendí. «Es que en esta casa lo temporal se convierte en eterno», clausuró antes de meterse en la habitación y ver la tele abducida, tal que así:

Image

Yo hice lo propio, y me puse lo último que había conseguido del videoclub. Me enchufé Searching for Sugar Man en bucle, como si no supiese de qué iba cada vez que la empezaba. Luego tocaron Amor y No. De la primera se han dicho muchas cosas, y es una torpeza añadir nada. Sobre todo cuando te hace tanta ilusión, como a Néstor, coincidir con Boyero.

De las otras sí que me apetece dejar una nota chorra: no sé qué les pasa a los críticos, pero a mí La cinta blanca y Amor me han dejado una sensación tan extraña que no creo que las vuelva a ver. Algo que no me pasa con, por ejemplo, Funny Games o Caché. La chilena No tiene un comienzo cautivador, pero me quedo con el llanto sostenido de Gael García Bernal tras despedirse de su exmujer, viviendo con otro hombre. Qué forma de conmover, el cabrón, y qué guapo sale en todas sin quererlo. Da lo mismo que haga de granuja mexicano en Amores Perros que de soñador sensible en La ciencia del sueño.

Nada más. Dejé las impresiones absurdas a un lado y me fui a dar una vuelta. La dureza de las historias me tenía tan melancólico que el disco de La Mala Rodríguez que escuchaba me sonaba especialmente macarra. Lejos del engreimiento juvenil que me contagia habitualmente.

Al volver a casa ya estaban las maletas hechas. Llamé a mi hermano y le dije: «Mañana nos vemos», antes de dictarle una agenda de citas que llegaba hasta el siguiente verano. «Vale, pero yo estoy hasta arriba», esquivó. Así que me junté con Pablo y Alvin y nos quedamos sentados.

Total, tampoco ha pasado tanto entre esta instantánea:

Image

Y esta:

Image

Bueno, sí: la chica que estuvo en Irlanda ha perdido peso y yo he menguado. Aparte, no es la primera vez que nos toca empezar de cero.