Pablo llamó de repente y me preguntó: «¿Tú sabes que sin los grillos no existirían los escarabajos?».
Me pilló frío y, obviamente, le respondí: “Ni idea».
«Vente a casa y te lo explico», colgó.
Cuando llegué a Moratalaz tenía en el proyector una lista interminable de vídeos en blanco y negro. Escuchamos a los Cascades, a los Rivieras y, por supuesto, a los Crickets. «¿Ves?», decía Pablo, descifrando aquel interrogante del principio: «Sin los Crickets no existirían los Beatles», repetía, parafraseando a Paul McCartney.
Terminamos pronto con ese repertorio. Era hora de salir hacia el Wizink. Teníamos, precisamente, entradas para Loquillo y llegamos de milagro: decidimos ir parando en cada terraza de Pavones. Antes de subir a la grada, Pablo se probó varias camisetas y, mientras escuchábamos el recital, me susurró: “No hay duda de que es el mejor frontman de España, con permiso de Pedro Sánchez”.
Antes, en la tienda de merchandising, le había dicho esto a un señor de silueta robusta: «Píllate un número más, que aquí te ves muy bien, pero luego la notarás demasiado apretada». No se puede decir que él siguiera su propio consejo:

Después de una primera mitad de espectáculo con canciones actuales y de gente tarareando sin convicción, Loquillo tiró de clásicos. Y menos mal: Pablo ya había amenazado con irse si no tocaba El Rompeolas. También mezcló con electrónica los primeros acordes de Feo, fuerte y formal, momento en el que aproveché para grabarle un vídeo a Comes: no hay nada que me recuerde más a ella que ese arranque de guitarra. Siempre va acompañado por su sonrisa burlona, un tercio en la mano y un cabeceo aproximándose para entonar, entre el vacile y la camaradería, «no vine aquí para hacer amigos, pero sabes que siempre puedes contar conmigo…».
Una frase que retumbaba en mis oídos como un deseo, porque Comes es la persona con la que siempre quieres contar. La que soluciona los problemas de cualquiera que esté a su alrededor, la que pregunta si te han dado la comida oportuna, la que invita a una feria que incluye cenas de alto copete o cócteles mirando al mar y la que nunca se olvida de darte rosquilletas sin gluten, sabiendo que no las encontrarás en ninguna otra parte del globo.
Por eso, aquel anhelo de complicidad -a carta cabal- se cumplió cuando, en una conversación secundaria, escuché cómo decía: «Es Alberto, el meu amic de Madrid». Unas palabras que eclipsaban a los platos de estrella Michelin que me esperaban con ella en Valencia, a las catas de vinos con brindis sonoros y poco criterio o a las mesas compartidas tratando de escribir algo al alimón:

Después del concierto, con Pablo satisfecho por ese estribillo que declina hablar del futuro, nos fuimos a un bar de la zona. El público, de una edad más dada a otros ritmos, se había retirado. Nosotros, sin embargo, nos metimos en uno que mezclaba underground de patillas y parches con música experimental. Mientras apurábamos más cervezas, vimos cómo una pareja con pinta de quedar a través de aplicación virtual se enrollaba delante de nuestros ojos. Lo hacían con una fruición que desaparece a partir de los 30. Me acordé de Yuri Herrera, que dice esto en La transmigración de los cuerpos: «Él dejó que su lengua fiesteara como fiestea la lengua cuando no le piden verbo».
Se lo conté al día siguiente a mi hermano, que suspiró: «¡Qué tiempos aquellos de darse el lomazo!», declarándose «nostálgico del filete». Y se lo narramos a Álex un poco más tarde, durante un viaje navideño. Tocaba Líbano. Estábamos en la capital, fumando narguile de cara al Mediterráneo, cuando Pablo atajó la historia y sentenció: «Total, que éramos dos borrachos mirando cómo los jóvenes se morreaban».
Habíamos acabado en Líbano de rebote. Lo organizamos poco antes y sólo teníamos un coche para recorrerlo, sin una idea clara de hasta dónde podríamos conducir. Nada más llegar, de hecho, terminamos en una habitación cuyas persianas no se podían ni subir ni bajar por la falta de electricidad. Nos pareció una buena metáfora del país: pudiendo poner algo manual, que lleva siglos funcionando, colocan algo mecánico a pesar de que cada día cortan unas horas la luz. Además, cargábamos con El día que Nina Simone dejó de cantar, de Darina Al-Joundy, y corroboramos eso que dice su autora sobre los años de guerra: «En pocos meses, el corazón histórico de Beirut fue arrasado para dar paso a un terreno vago y a unas fachadas de lujo vacías. Vacías como nuestra memoria».
Esa primera noche, deambulando por algunas callejuelas con mesas en plena acera, terminamos en un karaoke celebrando un cumpleaños. Estábamos en una sala privada con botellas en un cubo y una pandilla de libaneses cantando indistintamente en inglés, francés o árabe. Rellenaban los vasos con generosidad en cuanto te despistabas. Álex se animaba de vez en cuando el micro y se unía al barullo. Al acabar, su valoración no tenía nada que ver con la música: «En Líbano, las mujeres tiene un tren inferior muy desarrollado», ilustraba, definiendo en lenguaje de gimnasio el físico poderoso de unas chicas que danzaban alegremente, coordinando vaivenes de cadera con un desprejuiciado juego de manos.
Al dejar la capital, fuimos conscientes también de lo que escribe Elías Khoury en El espejo roto: «En el Líbano interpretamos la comedia de la muerte. No hay otro pueblo del mundo como el libanés para convertir lo sagrado en una farsa con tanta perfección. Aquí, incluso la muerte da risa. Tenéis que reír, hermanos. En este país nada termina. Lo que se va, regresa, y si no regresa, regresa su fantasma. A nadie parece molestarle».
Fuimos conscientes de ese espíritu más adelante, cuando atravesamos montañas lampiñas, recorrimos ruinas con vistas al mar, visitamos un museo de propaganda bélica o acabábamos en locales que servían vino peleón en botellas sin etiquetar. A nadie le molestaba esa farsa generalizada. Lo único que molestaba en el camino, y no era a los libaneses, era que Pablo se presentase como «mitad madrileño, mitad valenciano». Un insulto a toda una región que provocaba que Álex se revolviera y nos llamara «mesetarios».
Ningún día faltaba la parada en un puesto de dulces para que este heredero adoptivo de los fenicios pidiera lo más almibarado y lleno de pistachos y alcanzara la felicidad para el resto de la jornada:

En aquellas jornadas por Líbano, salpicadas a cada rato por risas y anécdotas, recordaba otras de semanas atrás, cuando decidimos pasar las fiestas en Albania. Allí tuve que hacer un trayecto junto a un conductor desdentado que manejaba el volante mientras elegía vídeos de Rosalía en una pantalla inmensa pegada a la guantera. A su lado, de copiloto, un niño de trece años fumaba un Marlboro tras otro. «Empecé a los doce», exhaló con orgullo y veteranía. No me extrañaba semejante hábito: esa misma mañana había visto un mercado en Tirana donde se vendía el tabaco por montones:

Me recordó también a esa bolsa de picadillo rancio que trajo Javi a Madrid desde Estambul cuando vivíamos en Cavanilles. Estaba llena de hebras y ramas secas que dejaban la garganta rasposa, como la de un rumiante en el Sáhara. Solo recurríamos a ella en caso de emergencia, es decir, cuando nos daban altas horas de la madrugada y hurgábamos sin éxito en paquetes vacíos. En unos meses, lógicamente, nos la terminamos.
En Albania, aparte de trayectos sinuosos con dos acompañantes más pendientes del mechero que de la carretera, hicimos una ruta por los murales que decoraban los edificios soviéticos de la capital. Jara nos llevó, además, por cada monasterio, cada muralla y cada museo donde se percibía la etapa estalinista del país, a manos de Enver Hoxha. Quizás echaba de menos aquel régimen tras subirnos a la bici un domingo y pedalear hasta el cementerio civil de Madrid:

De aquel periodo de hormigón quedaban búnkeres y poca nostalgia. Las plazas antiguamente vigiladas por los líderes de la revolución eran ahora ferias donde la gente apostaba y bebía sin tregua. Se servía comida en platos de pizarra, se bebían yintónics de marca entre parafernalia comunista y se escuchaban acordeones bajo el furor de las compras navideñas. Y nosotros nos abandonamos obedientes a la estridencia de lanzar aros para ganar una colonia o de ver fuegos artificiales desde un lago artificial. La verdad es que fue el corto simulacro de una vida maravillosa.
Pero todo sigue. El invierno ha dado paso a un brusco verano y se antojan destinos más cercanos. De ahí que el último fuera el sur de Francia. Ese espacio plagado de pinos en las proximidades del Atlántico donde Claire y Etienne han montado una tribu ajena al ruido. También se desplazó Solène a este punto indeterminado, figura imprescindible de la gran familia que formamos en Belfast. El sitio se prestaba a gastar el día en una mesa, descorchar champán de distintos colores al compás del sol, jugar a las cartas y revisar fotos antiguas. No pintaba nada mal:

Los álbumes que hojeábamos, en papel, nos mostraban a unos jóvenes ilusos con gorros de lana en la cabeza como prenda imprescindible. En aquellas latitudes jamás adivinamos los cuerpos del otro, ocultos bajo capas de abrigos y bufandas. No como lo que vendría más tarde, bañándonos en el océano con lo mínimo y caminando descalzos sobre la hierba. En Francia trepamos árboles, pusimos manteles en la arena y nos ahogamos de la risa rememorando aquellas noches ingenuas de películas y cuartos compartidos. Cuando hicimos el cálculo del tiempo transcurrido desde aquella aventura del Ulster y caímos en que estábamos al borde de celebrar dos décadas de aquello, planeamos una inmediata cita multitudinaria. Además de asombrarnos, claro, por la velocidad a la que ha corrido el calendario. Ya lo había avisado poco antes Tatiana en un mensaje de voz: «A ver, chavales, que yo este año cumplo 45. ¡Que le hemos dado la vuelta al jamón!».
Y llevaba razón. Porque, aunque ya no nos demos besos como nutrias, aunque ya sepamos que sin los grillos no existirían los escarabajos o aunque ya no recorramos antiguas repúblicas soviéticas con el idealismo de entonces, seguimos asomados al rompeolas. Sabiendo que el futuro es una ilusión y que, como escribe Mauro Libertella en Un futuro anterior, «lo que construimos hoy lo hacemos sobre los escombros de ayer, nada desaparece». Porque, como sostiene el autor uruguayo, «llamamos vida a lo que viene después de la niñez, y es mentira: la vida es la niñez; el resto es inercia, la de continuar en la batalla hasta la muerte. Pero ya no hay emociones tan intensas como entonces. Con la infancia se aprende a detectar la injusticia, a padecerla tantas horas como dura un día, a comprender que el infinito es tan limitado como inocuo, y que nada garantiza la ecuanimidad y la honradez».
De vuelta, me sonó el teléfono de nuevo. Era Pablo. Me soltó: «Canijo, prepárate, que esta noche toca Carolina Durante en el Wizink. Vienen con teloneros y seguro que son Los Nikis. Porque, ya sabes: sin Los Nikis no existiría Carolina Durante».
Al rato estábamos allí. Tolchoqueando, aunque no esté de moda.