Cafés.

Me había prometido no tomar café más tarde de las cinco. Como muchos otros juramentos, tampoco cumplí este. Ni siquiera acordado conmigo mismo. Entre las siete y las nueve, hora en que salía el tren, ya me había terminado dos tazas con posos y un té de bolsa. Cualquier egipcio que se acercaba me ofrecía un vaso humeante. Débil como soy y propenso a invitaciones callejeras, acepté todo tipo de estimulantes. Al poco me vi en un vagón nocturno con las pulsaciones acompasadas a su torpe traqueteo y con las pupilas de la misma intensidad que los fluorescentes. Esa luz que permitía a vendedores, pidepelas y demás pelaje urbano trajinar en el pasillo como por cualquier avenida durante las diez horas de trayecto.

Llevaba cuatro días en El Cairo y ya había echado unas tímidas raíces de la mejor forma que se me ocurría: cortándome el pelo y cerrando los locales que venden alcohol. Al peluquero que me adoptó como cliente le temblaba el peine cada vez que me lo pasaba por el lateral y se le quedaba trabada la maquina en cuanto la acercaba a la oreja. Algo que arreglaba de forma poco ortodoxa: lubricando la cuchilla con un escupitajo cascarilla. Así la desatascaba y permitía su roce con mi cráneo, cada vez más parecido al de los curiosos que se agolpaban en la puerta: muy corto por los lados, mullido en la superficie. Terminó la tarea entre toques oblicuos de tijera y un afeitado a navaja que no excluyó su rociado de perfume y un buen pegote de loción. Colocó todo en la barandilla y sacó pecho, siendo recompensado con un precio a elección y esta foto:

Aún quedaban un par de jornadas hasta el fatídico viaje nocturno, donde la fiesta del té continuó en la cafetería. Uno de los amigos que se acercaron en el andén me sacó del asiento y me llevó hasta la barra para que pidiera más infusiones con mucho azúcar. Daba igual el sabor. Pretendía que alcanzase Luxor en vela y con los dientes del mismo tono ocre que sus compañeros de pitillos. Como es normal, no pegué ojo. Y me pasé varias horas deseando estar como este otro paisano que vi después, esta vez en un tren de día:Sobreviví a los viajes entre ciudades más o menos entero, a pesar de que cada uno tenía sus normas. Por ejemplo: en aquel que conectaba de Luxor a Asuán, las puertas de entrada ejercían de ventilador, abiertas de par en par y sirviendo de apoyo para fumadores ensimismados. A un paso de las vías. Las ventanas se mantenían subidas no solo por necesidad, sino por su estado natural: incrustadas entre cristales pegajosos desde las obras de la primera presa del Nilo. No existían categorías de convoy ni huecos reservados: en un departamento de cuatro asientos se podían llegar a congregar hasta ocho personas y las bandejas para las maletas servían como un colchón viscoelástico para niños y deseosos de una cabezadita. Enfrente de mí, una pandilla engullía pipas e intercalaba cigarros en silencio, escrutando cada uno de mis movimientos y ofreciendo de su almuerzo cada vez que cruzábamos  la mirada. Cuando les tocó bajarse, separaron con el pie la duna de cáscaras que habían formado y se despidieron entre caladas.

La siguiente ciudad, Asuán, me recibió a una hora inmisericorde que cambió cuando bajó el sol frente al río. Todo mudó al ámbar y hasta las viejas fachadas de la cornisa parecían una obra de arte. Ya de noche, le pude contar a Jara mis últimas visitas a templos, galerías, ruinas y museos. Una rutina que comprendía varias horas al día y varias revisiones a la guía para tratar de recordar las dichosas dinastías y sus protagonistas. «¿Cuántas tumbas has visto?», inquiría. «Seguro que has pasado a tres y te has dejado las otras 59», acusaba. Cuando le conté que vaya barbaridad la tumba de Tutankamón, exclamó: «¿Tutamkamón? ¡Una mierda comparado con Akenatón!».

Dejé los exámenes de civilización egipcia en Abu Simbel, última parada faraónica del viaje. Allí se percibían las esculturas entre una turba de turistas. También se coló lo que imaginaba como un extra de Mad Max y resultó ser una periodista china de vacaciones. Cualquiera lo diría:Continuó el camino con una separación del cauce más común de las rutas por el país. Desviarte de esta columna vertebral que es el Nilo entraña ciertos riesgos: se pierden las posibilidades de ser atosigado por los patrones de las barcas y aboca al autobús o, en su instancia, a las furgonetas. Esa misma noche estaba en una estación perdida, en una ciudad perdida, intentándome entender con varios parroquianos que miraban el fútbol alrededor de un puesto de cafés. Tentado a no tomar ninguno, me rendí -como en el primer tren- y aposté por la receta opuesta: en cuestión de minutos estaba pasando vasos de mano en mano. De repente, el chófer me dijo que el coche a Horghada saldría en diez minutos.

No se equivocó del todo: salió, dio varios paseos por los alrededores y regresó a por más clientes. Una hora más tarde estaba en el mismo puesto, con los mismos amiguetes esperando una segunda ronda de cafés. Esto provocó que la noche se adueñara de ese rincón ilocalizable y que saliéramos en silencio de madrugada, botando con cada bache y guiándonos por unas fatigadas luces delanteras. Como las tres horas que habían calculado se presumían cuatro o cinco, decidí compartir mi música del móvil y amenizar la ruta. La reacción inmediata fue de júbilo. Cada pasajero le explicaba al de al lado que estábamos escuchando música española y a mí me animaban a seguir poniendo más temas cada vez que se acababa una canción. La falta de prejuicios y de idioma para entender las letras ejercía de verdadero medidor del gusto popular. Conclusiones sacadas con parte del repertorio: Kiko Veneno y Estopa, bien; Rosendo y Barricada, mal.

Iba, a pesar de mis promesas vanas, con otros tantos cafés encima y la responsabilidad de entretener a la concurrencia. En medio del trayecto paramos en pleno desierto. A los lados de la calzada, las brasas de los pitillos recortaban el negro infinito. Las estrellas refulgían y yo pensé que aquel era un buen momento para desmembrarme, dejarme sin blanca y esperar a que me comieran los camellos.

Nada de eso ocurrió y llegué sin problemas al Benidorm del Mar Rojo. Un par de días después pasaría por Alejandría y abandonaría este tremendo país con los cantos del almuédano al atardecer y un tren similar al primero. Esta vez con la determinación de pasar el rato en la cafetería, atiborrándome a cafeína para las horas de espera en el aeropuerto. En la línea de embarque pensé en aquellos encuentros iniciáticos de barra y traqueteo de raíles y llegué a la conclusión de que a lo mejor había exagerado un poco. Total, como dice Sabino Méndez en su Corre, Rocker, es en los propios recuerdos donde uno se siente más cómodo. Sean o no verídicos. Extiende esta afirmación David Carr en La noche de la pistola: «Los recuerdos suelen estar basados en lo que sucedió, pero se reconstruyen cada vez que se evocan, de tal forma que los hechos que recordamos con más frecuencia son los menos exactos. A la mente nos viene el recuerdo, no el hecho. Y la memoria utiliza elementos de la ficción -los detalles físicos, el arco argumental, los personajes y las consecuencias- para ayudar a explicarnos a nosotros mismos y a los demás».

Me pasará de nuevo en el próximo viaje. Con más cafés y más promesas incumplidas.

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