Comparsas.

Cuando volvimos de Ucrania, Javi le dijo a Jara: con menudo par de capullos he estado viajando. Se refería a Arce y a mí. Este verano, aterrizando de Georgia, le repitió la misma frase. Era buena señal: significaba que nos lo habíamos pasado de vicio. Nuestra ruta por repúblicas exsoviéticas remontaba el tercer año gracias a un país de montañas y platos cargados de pan. Ayudaron también los partidos del mundial que veíamos en cada pueblo y al todoterreno con el que parábamos en cualquier arcén donde había posibilidad de baño.

Antes de llegar a Barajas, pasamos unos días en los que los proyectos periodísticos se iban al pozo, pero en los que todo daba lugar a una anécdota. Desde el mismo hostal de Tiflis, donde un tremendo olor a genitales invadía el salón, hasta la vuelta por una cordillera que, lejos de procurarnos una buena travesía, se quedó en tres tardes de bar y un amortiguador roto. No hubo tregua: cada trayecto, cada comida o cada cena eran motivos de risa. Respondíamos a un plan no escrito pero que, al final, se basaba en el horario de la Copa del Mundo: por las mañanas veíamos los lugares que Javi había marcado y por la tarde apurábamos la carretera hasta encallar en una plaza donde pusieran el encuentro de turno.

Vimos las eliminatorias de Uruguay, Argentina, Brasil, Croacia y hasta España. A este último le despedimos en un chiringuito de un parque perdido entre balnearios. Cada vez que había una ocasión peligrosa -y fueron pocas- algún cliente le pedía al chico de la barra la consumición de rigor para que tuviera que alejarse de la pantalla. Parecía casualidad, pero hubo un momento en que se daban codazos para ver quién era el próximo que le jodía el partido. Usaron la técnica hasta para espantar al único ligue posible que tenía el pobre camarero en toda la provincia.

Nosotros seguimos a lo nuestro, aunque la selección hubiera perdido. Leíamos en los ríos, comíamos moras a puñados, pagábamos multas de tráfico y organizábamos cosas que nunca funcionaban. Eran jornadas maravillosas. Incluso parábamos en el arcén de caminos secundarios a contemplar el atardecer. Para que supiera la nación entera que éramos gente intensa y con sensibilidad a la belleza, como se observa en esta foto, de preciosa estética:

También desenterramos esa sensibilidad en la despedida de Julio. Una celebración dividida en dos con un solo hilo conductor: la farra. Por la mañana paramos en un parque multiaventura de Madrid y nos tocó hacer ejercicio. Por la tarde nos fuimos Juanas, Jorge, Julio, su primo y yo a nuestra clásica ruta salmantina. Tuvimos problemas por no cumplir el código de vestimenta que exigían los bares: el novio iba con un atuendo fálico que, al parecer, no se adecuaba al decoro que exigían sus políticas. Después de merodear por varias terrazas, accedimos a un sótano con chupitos y garrafón. Todo perfecto. Habíamos sido rechazados en la puerta de al lado y el primo de Julio dejó claro su parecer: «Si no nos dejan entrar disfrazados de polla, ese no es mi bar». Aquí, la prueba gráfica:

Poco antes de esta celebración había estado en un rincón de Alemania, caminando entre castillos bávaros y escapándome a Heidelberg. Allí me recibieron Marta y José, que se encargaron de pasearme por la ciudad, cebarme a comida y bebida o tratar de hacer planes en bici con una niña recién nacida y las calles llenas de mercadillos, atracciones esenciales para los lugareños. En las fotos se ve cómo hacían lo que podían por entretenerme:

Quedaba el plato fuerte. Agosto se echaba encima y teníamos por delante una ruta por las Azores. Íbamos Jara, su padre y yo. Un mes en el que vimos enseguida cómo y por qué cualquier descripción de las islas comprendía ‘verde’ entre sus palabras. Lo que no ponía era que la rutina se asemeja a la de España, con señores jugando al dominó en una sobremesa interminable:

La nuestra era sencilla: chapuzones en la playa cada dos horas y rutas de senderismo entre medias. Nos movimos de una a otra en barcos silenciosos a pesar de los niños, acostumbrados quizás a la calma portuguesa. Gracias a los trayectos, cambiábamos libros como cromos. Algunos tenían un sello de Jara, que me dejó bien claro lo que significaba: «Si lo tiene, es mío», soltaba sin importarle que hubiera revuelto durante horas en una librería de lance para conseguirlo o que lo hubiera pedido a propósito para que llegara en un sobre a mi nombre. En uno de estos últimos –Conversaciones entre amigos, primera novela de Sally Rooney- ponía esto: «Cerré los ojos. Las cosas y las personas se movían a mí alrededor, ocupando posiciones en oscuras jerarquías, participando en sistemas de los que yo no sabía y nunca sabría nada. Una compleja red de objetos y conceptos. Tienes que vivir ciertas cosas para poder entenderlas. No siempre puedes quedarte en la perspectiva analítica».

Me acordé (no solo por el título) de todas las pandillas que iba alternando, de la suerte que tenía por ignorar cualquier análisis científico y dedicarme al pragmatismo puro rodeado de gente. A ese que consiste en mirar de cara los gatos -incluso si son salvajes- y en quedarse dormido en el suelo, como le pasaba a Jara mientras avanzaban las semanas:

 

Pensaba en esas pandillas de amigos que me estaban acompañando desde hacía tiempo y en la diferencia a la hora de comunicarse en tu lengua materna con alguien de fuera. Que es lo que me pasó en Cascais cuando vi a Pipinha y Cinha. Con sus cuatro niñas tenía que ir más al grano, porque pensaban que hablaba un mal portugués y se burlaban de mi pronunciación. Más o menos lo que afirma Pablo Gutiérrez en su último libro, Cabezas cortadas: «Hablar en un idioma impropio es una forma de guardar silencio y también una forma de liberación, como si la ignorancia nos obligara a eliminar lo que sobra y a decir lo que sirve».

Algo que no nos pasa en España. Aquí había pasado unos días con Pablo en Ibiza. Probamos sus playas entre charlas interminables y dormíamos en el coche tras una cena de gastronomía local: arroz y salchichas al camping gas. Por la tarde nos sentábamos con la nevera y dábamos la impresión de seres contemplativos. El único momento en que dejamos algún rato de reír fue en Atlantis, una playa que nos había recomendado Javi y que nos dejó mudos. Era más o menos así:

Hallazgo que tenía más sentido después de varios días buscando playas. Incluso en Gran Canaria, donde confirmamos que a Xavi siempre se le ha dado mejor elegir bares. Cumplía unos meses en la isla y nos reunimos en su casa los de la pandilla. No era Colombia, pero tampoco lo echábamos de menos. Una tarde nos fotografiamos poco después de echar unas palas y digerir la barbacoa de la noche anterior:

Quedaba poco para el verano y evocamos aquellos en los que nos habíamos conocido. Sumábamos más de 20 juntos y teníamos carrete de sobra para chascarrillos e historietas de adolescencia. En un momento dado, nos recordamos liderando un grupo mixto entre partidos de voley y bailes de discoteca. En realidad, esa impresión era falsa: toda nuestra vida habíamos sido títeres de los demás, persiguiendo mujeres imposibles que en algún guiño creímos nuestras. Xavi rompió una lanza en nuestra contra y dijo: «¿Sabéis cómo llamo yo a lo que éramos? Comparsas».

Basta con fijarse en los álbumes antiguos para darse cuenta de que era así: cumplíamos el mero papel de acompañantes. Lo comprobé mirando fotos en Las Matas, justo después de que mi madre nos dijera a mi hermano y a mí que jamás dejaría su futuro en nuestras manos: «Tengo pocas cosas claras en mi vida, pero una de ellas es que no querría que me cuidarais vosotros ni aunque no me valiera por mí misma». Las primeras instantáneas que recuperé estaban fechadas en 2001, año bisagra entre nuestro nacimiento y la edad actual. A tenor de las caras, es fácil darle la razón a Xavi:

No teníamos ni idea de qué iba la vaina, es cierto. Ni siquiera cuando nos vimos hace unos días en Tavernes y lo volvimos a hablar. Allí se unió Lelo, que coincidía en esa imagen distorsionada que teníamos de nosotros mismos: «Tiene razón Xavi: éramos perritos falderos», zanjó. Para mí, no obstante, ser la comparsa se alzaba como moneda de cambio para no suspender ninguna asignatura del curso.

Sin pensar que, aunque hubiera sacrificado un verano en Madrid, tampoco habría sido tan grave. En esta ciudad -al contrario que en Georgia- los planes nunca fallan. Como dice Antonio Gómez Rufo en Madrid bajos fondos, «la gente se traslada de un sitio a otro, constantemente, de aquí para allá, o se queda en las calles, de tertulia, improvisando una charla o disfrutando de una conversación. Terrazas , soportales, corralas, esquinas… Dentro y fuera, a la intemperie o al abrigo de la calle, los madrileños viven la noche como si el día siguiente no existiera». Y sigue: «Queda poco para volver a empezar. El día comienza de nuevo y empieza el vértigo hasta que caiga la noche y Madrid despierte sus sentidos, hasta que sea llegado el momento en que, a flor de piel, se vuelva a vivir una fascinación que no parece tener fin. ¿Quién piensa en el fin? En Madrid no queda sitio para la tristeza».

Tampoco ha quedado hueco para la tristeza en ninguno de los sitios que he pisado estos meses. Es más, ha sido tal desparrame que, en un momento dado, Lelo dijo: «Dos días más juntos y no salimos vivos». Tenía razón. Y no me hubiera importado lo más mínimo, siempre que se repitieran tantos viajes, ya sea de comparsa o de capullo.

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