Patria.

Verdad de perogrullo: la patria es la infancia. Quiero añadir: la patria es la familia y las calles por donde caminas junto a ella. Entendiendo por familia a toda una comunidad de padres, hermanos, tíos, primos y amigos. Al menos, ese es mi caso. Lo noto cada vez que piso Las Matas y me doy cuenta de que no me independizaría ni de un vecino adicto a las raves, pero sí lucharía por no perder ese parque en el que aprendí a montar en bici, esa cancha donde sufrí el primer culé o ese tramo entre bares donde alguno de mis compañeros nocturnos se colgó de mi hombro y dijo alguna palabra de amor, inteligible o no.

La patria es la infancia para mi padre, que cada vez que se vuelca en anécdotas del hambre nos traslada a la Avenida de la Estación de Salamanca. O para mi madre, que siempre dice «La Plaza» al recordar a mi abuela y todos pensamos en los adoquines y la fuente de Las Rozas. También representa para ella esa imagen de dos niños pulposos que jugaban en el salón de arriba mientras mi padre nos hacía esquemas de las asignaturas y ella se fajaba entre fogones o kilos de ropa sucia. Habernos tenido en tales circunstancias hace que cada vez que le digo que estoy engordando responda como solo una madre puede hacer: «No, estás fenomenal. Y si estuvieras engordando, mejor: más guapo».

Algo así me dijo el otro día en la cocina, mientras preparábamos -esto es: ella hacía todo, nosotros mirábamos- la cena. Navidades es buena época para plantearse lo que es la patria. Te juntas con aquellos que piensan diferente y comes o te pasas la tarde dándote sardinetas o calmantes mientras ves un partido de fútbol. Como si siguieras en el instituto. Eso no hay procès que lo mejore.

Es lo que hicimos hace un par de semanas. Lo ilustran estas fotos. Una es de hace más tiempo, pero aporta dos cosas muy claras: cómo un juego congrega a cualquiera y cómo mi primo, ingeniero de altas esferas, se desabrocha el polo, saca pecho y se troncha si gana algún punto:  No hace lo mismo en esta otra ocasión, más reciente, en la que ni su técnica de terrateniente contumaz le llevó a la victoria:De muchas de estas cosas no solo me di cuenta en navidades. También me pasó hace no tanto, en Colombia. Volvía a Santa Marta después de cuatro días de ruta y, a pesar de las redes y la hiperconexión universal, me enteré con 48 horas de retraso de los atentados en Barcelona. Vi todo de golpe y me pasé una tarde hablando con mi hermano y Jara para que me explicaran cronológicamente qué había pasado. Abrí noticias y galerías de imágenes y, de repente, me puse a llorar. Sonaba bachata de un garaje, llovía a cántaros en una de esas tormentas tropicales que inundan las calles y yo me imaginé el sufrimiento de la ciudad y de los familiares como si fueran míos. No me había pasado antes con miles de noticias similares refridas a otros lugares del globo: nuestra empatía, ya dice Muñoz Molina, es limitada.

Otro motivo para pensar en la patria es cumplir años. Lo hice hace poco y noté cómo era un buen momento para pensar qué significaba ese término. Para Jara, que los cumplió tres días antes que yo, está claro: la patria es una mesa llena de libros imbricados como tejas, supurando por los bordes, como la del estudio de Vallecas:Sin darle más vueltas al concepto y con varios meses de estancia en Madrid para macerarlo, sólo quedaba escaparse al hayedo de Tejera Negra, antes de que empezara el frío. Se había demorado el otoño un mes y escogimos el domingo que mejor se veían los colores:Igualito que Roma, donde da igual la época en la que vayas. Siempre te acompaña esa frase de La gran belleza: «En Roma no puedes destacar sobre los demás más de una semana. Luego te llevan de vuelta a la zona de los mediocres». Allí buscamos la azotea de la película cada noche. Mirábamos hacia el cielo frente al Coliseo y solo nos encontramos estampas como esta:Otra de las cosas que se dice en la película es que «de vez en cuando, un amigo tiene el deber de hacerle sentir al otro como cuando era niño». Así que entre navidades, cumpleaños, reflexiones sobre patrias y algún que otro reportaje, nos fuimos Pablo y yo a Cuenca. Cada poco tiempo poníamos ‘Mi vida entre las hormigas’ y gritábamos: «No me dan miedo los caprichos de la suerte / la certeza de la muerte / o lo que pueda perder. / Siempre zumbado, como fatal avispero, / demostrando al mundo entero que la vida acaba mal».

Lo cantábamos de día y de noche, en carreteras vacías y en bares donde pinchaban Ilegales para una prole de defenestrados. Nuestras conversaciones giraban sobre viajes, países y proyectos. Las charlas entre casas colgadas y cuestas empedradas daban lugar a la nostalgia. Algo que Pablo zanjaba de manera sencilla. Decía: «Canijo, ¿tú te sabes eso de que «lo que no te mata te hace más fuerte»? Pues es mentira: lo que no te mata te hace más malo».

Una respuesta

  1. Si entendemos la “patria” como aquel lugar al que queremos volver, ese espacio al que nos encontramos anclados y en el que somos felices entonces, sin duda, la patria es la infancia.

    Mi patria es Valencia. La Calle Turia.

    Mi patria reside en los ventanales del salón del piso alquilado de mis padres, en sus vistas al jardín botánico.

    En el recuerdo de estar en el regazo de mi madre al atardecer, mientras la cálida luz del sol atraviesa los cristales y mece las cortinas.

    Jugábamos a enumerar las palmeras, los torpes árboles. A imaginar historias sobre los cactus o las hortalizas del huerto universitario.

    Mientras los gatos, habitantes del jardín, paseaban entre sorprendidos y somnolientos para nuestro regocijo.

    Ese es mi atesorado instante de felicidad eterno. Mi patria chica.

    Muchas veces he regresado a aquel jardín buscando respuestas, tal vez ocultas, entre los juncos de sus veredas o los peces y nenúfares del estanque. Sin comprender la razón por la que volvía una y otra vez y es que la patria es la infancia.

    Aquellos momentos de felicidad en estado puro que solo depara la inocencia de la más tierna edad.

    Aunque quizá deba esforzarme más y profundizar en la idea. Reconocer que, para mi, la auténtica patria está en la mirada de mi madre. Una mirada de amor que me acoge y transporta al jardín botánico.

    Espero saber regalar a mi hijo suficientes miradas como para que pueda construir su propia patria. Una patria que, hasta que Adrián descubra el secreto, residirá en las calles y plazas del barrio de Gracia.

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