San Patricio.

La primera vez que celebré San Patricio fue en Belfast, rodeado de hoolingans norirlandeses que ondeaban a nuestro lado una bandera de Scarface. Nos dedicamos, como oriundos, a beber durante doce horas a la intemperie. Con temperaturas del marzo en Belfast y latas templadas. En algún momento nos metimos en un pub.

Doce años después, coincidiendo con el mismo festejo, nos reunimos parte de la comitiva y repetimos la jugada. Esta vez no hubo ni bar: sólo una mesa en una casa de Madrid con cuencos de encurtidos. Marta, principal promotora y responsable de la compra, primó la vinagreta al salado y nos sirvió dos kilos de pepinillos. Parecía condición inapelable acabárselos antes de irse a dormir.

Casi todos cumplimos. Menos Haritz, que cuando ya llevábamos ocho horas en el sillón y habían decidido por pucherazo no llevarme a bailar, se quedó dormido. Mientras, seguían cayendo pitillos, botellines y canciones horteras. Lo mismo que a los veinte, vaya.

El plan era soportar todo el fin de semana a un ritmo que nos dejó tres horas de sueño por jornada y varios kilómetros de caminata. Después de esa revisión de San Patricio fuimos por el centro, esta vez con un sol y una vegetación diferente a la de la capital del Ulster. Todo apuntaba, como muestra la foto (que parece sacada en Maspalomas y no en la plaza de Oriente) a montar acampada en cada terraza que veíamos vacía:

Hasta que hubo que acercarse a sacar a Thor, el perro de Juanillo que teníamos Jara y yo a nuestro cargo. Entonces decidimos que, a falta de sillas de latón, escalaríamos una de las tetas del Parque de las Tetas y veríamos el atardecer. Eran, como describe Esther García Llovet en Cómo dejar de escribir, «enormes silos, islas del Mar de China vallecano». Hartiz, convaleciente a pesar de su ventaja de sueño, pidió zumo de tomate para aumentar más nuestras rarezas: no solo nos faltaban los litros sino que, a tenor de lo que gastaba la concurrencia, también nos faltaban los porros. De camino, por una de las cuestas, Marta Zaragoza dijo: «Pensaba que venía a Madrid a beber, no a hacer trekking» y se tumbó la primera.

Aceptamos sus deseos, y de vuelta al centro la aposentamos en la plaza del 2 de Mayo con una copa de vino. La cosa pasó a mayores en el Grial, que devolvió el color a Haritz gracias a un gintónic a precio de Ritz. En su regreso al mundo etílico nos contó cómo muchos colegas de su cuadrilla salen por la noche «pitudos» o, en palabras de Don Omar, «sueltos como Gabete». Una circunstancia extraña en esas latitudes y con una solución fácil tratándose de un vasco: «Siempre les digo que se hagan una o dos pajas antes», resolvió. El adjetivo se convirtió en un recurso fácil, y lo adaptamos al femenino cada vez que alguna Marta se reconocía ‘pituda’. Se convirtió en un recurso tan fácil que lo utilizamos incluso para pedir copas: «Ve tú, que estás pituda», exclamábamos, hasta que Marta dijo: «Es un concepto fundamental, porque ¿no os pasáis días obsesionados con el sexo?» y marcó un silencio que precedió a la cuenta.

Ya de vuelta, en casa, seguimos con las botellas y los bailes. Haritz pudo aguantar algo más. Seguramente por culpa de Marta Zaragoza, que lo cogía así:

No fue  el final: aún hubo un desayuno multitudinario con la familia de Marta y una mañana en el rastro. Cuando volví a casa habíamos pasado de San Patricio a San José y tocaba felicitar a los padres. El mío lo agradeció silbando, como siempre, pero me pasó el teléfono a mi madre, reina de todos los santos le toquen o no. Quería saber qué tal el fin de semana. «Eso, tu sigue haciendo lo que hace 12 años, pero que sepas que todo llega. Ya te acordarás de mis palabras», me amenazó, dejando unos puntos suspensivos en la conversación que me hicieron presagiar un futuro opaco.

Distinto, al menos, a los primeros días de primavera adelantada que habíamos vivido en Dénia. Cogimos Alvin y yo el coche y nos fuimos a casa de Pablo, que en plena recta final de oposiciones no tenía más planes que salir a hacer wind-surf, bucear o comprar navajas en oferta del Mercadona y preparar una parrilla. Quizás una imagen sirva de resumen:

Dos días de playa con grititos de Alvin cada vez que tocaba la humedad de la orilla, de Álex tomando Gatorade en lugar de alcohol y de un viaje de seis horas pasando por Valencia y Ventas anticiparon la Semana Santa, una repetición de baños, paseos y terrazas.

Esta vez en Mallorca. La primera a la que llegué, y donde esperé a que Luis aparcara, estaba enfrente de un mercado. Había atravesado el casco histórico y todas las aceras estaban cubiertas por sillas y mesas en línea. La gente leía el periódico o miraba el móvil como si estuviera en un chaflán parisino (y, por el importe de la carta, podría serlo).

Esperé a Jara tirado en una playa. Con dos mochilas y arena en los dobladillos del vaquero. Llegó en coche, me recogió y empezamos unas vacaciones que merecen un relato aparte. Las pintas de cerveza verde quedaban lejos. Incluso nuestro San Patricio reciente parecía algo lejano. Pensándolo tengo tendencia a romper a llorar «como sólo lo hacen los niños que todavía tosen cuando encienden un cigarrillo», que diría Álvaro Colomer en su Aunque caminen por el valle de la muerte. Pronto se me pasa, «dejando atrás el holograma de su belleza» -acuñando palabras de García Llovet- y coincidiendo en que «eso es la belleza, lo que se piensa otra vez».

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