Gueto.

La mejor librería de Medellín está en el aeropuerto. Sin orden alfabético ni separación por temas, los libros se apilan en pequeños bloques con números que las dos dependientas conocen al dedillo. Cuando fallas en tu petición, ellas responden al unísono: “A ese señor no lo tenemos”. Cuando das en el clavo, ambas debaten hasta ofrecerte una explicación de cada una de sus obras. En un minuto comparan a Caicedo con Vallejo y, ante cualquier caso, concluyen con un silogismo infranqueable: “A algunos les gusta y a otros no”. Pasé casi media hora viendo cómo se turnaban para subirse a una mesa, remover ejemplares y bajarme con cuidado el más indicado. Piqué solo con dos, pero si llegan a ofrecerme algo de botánica o pesca, los pillo sin dudarlo.

Quizás sea mi debilidad por lo colombiano o –lo más seguro- mi capacidad para ser convencido de lo que sea, incluso partiendo de una posición opuesta. Sobre todo si el contrincante lubrica las palabras con el jabón lingüístico de estas latitudes. Entonces no tengo remedio. Se hace más brusco cuando uno anda de viaje, huérfano de apoyos contextuales y vulnerable al juego más zafio del lugareño contra el turista.

Va siendo así, por lo menos, en estos últimos meses.  Desde aquel fin de semana en Tavernes que dio un pistoletazo de salida al verano. Fuimos seis y terminamos ocho. Entre la playa -con sus campeonatos de palas, de coger olas en la orilla o de pedir la sepia más cruda- y el concierto en homenaje a los noventa, las 48 horas de escapada se estiraron hasta parecer que regresábamos un martes.   Nada lo hacía presagiar, viendo lo comedidos que empezamos:

Desde aquella fecha, el carrusel del tiempo jugó en contra. Un junio tórrido encadenó dos días dando vueltas por el Mar Menor y un vuelo perdido a Polonia. En la primera parada nos atendió Cerezo, que –digno de su hospitalidad- recibió a tres tipos hambrientos de madrugada, reservó unas ascuas para los pinchos de carne y acumuló medio tanque de hielos para que las copas estuvieran bien frías. Cada jornada acababa entre risas, chistes repetidos y la promesa de un baño que se forjó milagroso.

Volvimos a Madrid y mi familia merecía una comida. En el escaso rato entre terminales pudimos cumplirla y mi madre me dijo: “Y ahora otra vez fuera. Eso es lo que te gusta, ¿verdad?”, sin saber si lo decía como el tutor que anima a su discípulo o con el retintín del progenitor fatigado.

Efectivamente: al rato estaba durmiendo en un sillón de casa de Javi y Leyre, esperando una alarma que nunca sonó y corriendo a un low cost dirección Varsovia, una de las capitales más insulsas de Europa. Allí recogimos a Arcenillas y enfilamos al norte. Dos días sin bajarnos del coche derivaron en una visita urgente a Auschwitz. En un momento dado, llevaba el volante y, tratando de cambiar de marcha, subir la música, poner los limpiaparabrisas y dar al intermitente, se me caló. Javi, a mi lado, me miró y dijo: “Qué buena metáfora de tu vida”.

Triste y obligada parada en ruta, Auschwitz se estiró en una noche con tienda de campaña y varias horas entre barracones. No volvimos a lucir sonrisa hasta la siguiente parada, Cracovia, donde Solène apareció de repente, por pura casualidad, por detrás de nuestro banco. Engullíamos salchichas y acabamos de bar en bar, amaneciendo en un país en el que a las tres de la mañana el sol cenital cegaba a los transeúntes. Así estaban ellos dos en Bikernau, para hacerse una idea:

Como era de esperar, nuestro regreso, que era directo a boda, fue una agonía. Jara, Leyre y Comes, que lo intuían, pasaron del plan inicial y organizaron una alternativa. Consistía en alcanzar una barraca del interior valenciano desde el aeropuerto. En taxi. Y sin cobertura. Juraría que el chófer no había catado semejante carrera ni en los días de la ruta del bakalao. La farra justificó tal dispendio. Cachondeo sin pausa que finalizó con una paella al aire libre y un día libre antes del siguiente destino, Lima:

Siguiendo esa máxima de Salcedo Ramos, que dice que “buscamos en las ciudades visitadas el mismo gueto al que pertenecemos en nuestros lugares de origen”, nos metimos en un apartamento de Barranco. Bares, artesanos y cuadras coloniales que, a pesar de  haberlas visitado con anterioridad, nos sorprendieron. Tanto es así, que cuando subimos hacia Huaraz, nuevo para Jara, sólo recordaba esta estampa tan habitual:

Caminamos a una laguna, reservamos para cada una de las ruinas precolombinas que encontrábamos al paso y confirmamos esa concepción ya asumida de que Perú tiene unos habitantes tan amables y generosos que ponen en evidencia al miserable interior de cada uno de nosotros. La guinda llegó con un par de sesiones de cine en Tarapoto y Pucallpa. En esta última ciudad, y ya con Arcenillas dispuesto a reportajear hasta sobre el secreto del cilantro, declinamos el trayecto en barco que habíamos previsto. La razón: un buque atestado que debía esperar a cargar toneladas de cemento en sacos y cinco días en hamaca, sin pisar suelo. Y eso que en las fotos no sale tan mal, a pesar de mostrar la tremenda accesibilidad del puerto:

En Medellín –selva, ríos y avión aparte- volvimos a esas anteojeras de gueto que enfocan nuestras visitas. Hicimos de una ciudad ilimitada nuestro pequeño barrio. Ensalzamos eso de que “viajar es aprender para luego olvidar”, que también sostiene Salcedo Ramos (se nota que salió rentable la compra en la librería), y repetimos uno de los rincones que –este sí- aún quedaba en mi memoria: el parque Botero. A mediodía la gente ya andaba por allí como si nada, ignorando las esculturas del artista local y haciendo gala de esa gracia ‘paisa’ que luego convierte en secos al resto de compatriotas:

Y ahora, en Santa Marta, el viaje toma un rumbo inesperado. Uno de eso reveses que sirve para poner escala a los problemas cotidianos ha desencadenado días próximos de reflexión. Nada mejor para ello que recurrir de nuevo (última vez, lo juro) al periodista barranquillero: “A mi edad miro lo que ya perdí como señal de lo vivido. No corro pero llego lejísimos caminando, no bailo el fandango con velocidad pero termino la canción. Amo las palabras que todavía no he dicho, los besos que me faltan, los mimos que la vida aún me debe, y un par de ojos en los que apenas empiezo a mirarme”. Vale para pensar en esos rincones repetidos, en esos sobrinos que no esperan, en esa familia que merece comidas, cenas y ningún disgusto más, en los amigos que quieren bailar o inventar boleros contigo y en los viajes que se ejecutan para sentirte como en casa. Porque, haciendo caso a Montero Glez en su Pistola y cuchillo, “me parece a mí que siempre se recuerda en beneficio propio. Es tanto el empeño que uno pone en el asunto que uno llega a reunir lo que nunca sucedió”.

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