Retorno.

El día que se iba de Belfast, mi hermano dejó preparada Pongamos que hablo de Madrid para que saltase según entrara en el cuarto. Lo hizo en un loro sin teclas que necesitaba una maraña de cables para reproducir cedés. Se había fijado en la rutina de descalzarme y darle a la luz nada más subía al cuarto y quería darme la sorpresa de escuchar a Sabina en la distancia. Funcionó. Entré, pulsé el interruptor y de repente estaba en aquel metro con olor a podrido que tanto se añora cuando uno no lo soporta a diario. Era la primera vez que vivía en el extranjero, y al acabar mi estancia no tenía claro el sitio al que volver. Pensé en quedarme más, en seguir por las islas británicas, en Sudamérica -destino que llegó poco después- o hasta en mudarme a Francia: imaginad mi inconsciencia.

Tiene sentido todo este prólogo porque estando hace poco en el mismo escenario, Belfast, Cerezo se mezcló un ron con hielo y dijo: «Lo importante es tener un sitio al que regresar». Él había estado tres años en Senegal, explicó, pero podrían haber sido cinco o quince, porque jamás había negado de su rincón donde yacer. En Murcia, ni más ni menos. Vino a decir, vaya, que no hay distancias si mantienes un amarre donde aún tengas gente y recuerdos. Sobre todo esto último, porque todo, a la larga, es nostalgia. Y Madrid, en ese sentido (como en casi todo) va sobrada. No hay esquina por la que pases que no creas haber vomitado, no hay baldosa a la que no le endoses una anécdota. Incluso si a veces se te hace incómodo sortear arbustos de bolsas de Zara en Gran Vía o esquivar batucadas en Lavapiés. De eso va precisamente la narración del de Úbeda: invivible, pero insustituible.

Puede que la canción tuviera que ver a la hora de darme cuenta de que aquí está el inicio y el fin. No importa la distancia ni el tiempo de ausencia. Al volver seguirás sabiendo en qué vagón meterte para salir directo a tus escaleras mecánicas. Seguirás, por otra parte, sintiéndote un poco turista. Porque esta ciudad tiene ese punto altanero de quien recela de sus huéspedes antes de ofrecerles sus entrañas. Porque, como escribía el otro día Jorge F. Hernández en su columna, «cómo mola que Madrid te mire fijamente de frente, como si te reconociera. A veces y quizá sólo de vez en cuando, porque hay días en los que resulta intimidante: se te queda mirando como si llevaras una mancha de callos en la pechera o huellas de un nefando catarro en las fauces y avanzas sin saber a ciencia cierta qué te ve la gente (…) Podrás perderte en París, deambular en Madrid o buscarte a ti mismo en un Berlín que ya no existe, pero nadie te mirará a los ojos fijamente como sólo lo logra Madrid. Con una sonrisa de párpados lánguidos, que a veces parece el guiño de una confirmación».

A mí, el guiño de confirmación de todo esto -de la canción sonando en un cuarto norirlandés, del ron con Cerezo, de las ganas de un trayecto subterráneo- me llegó en el Caribe. En una calle periférica de Punta Cana con unos bares sin nada que envidiar a los de las calles de la periferia donde armamos trincheras con botellines: dscf3756-2

Aunque, en realidad, la mirada de Madrid ya se había posado en Haití. La tarde de Nochevieja nos quedamos en una terraza, leyendo y esperando a que Puerto Príncipe despertara de su eterno letargo, y me encontré con estas palabras de Wendy Guerra en su Domingo de revolución: «Una ciudad no es un nombre, no es la idea de la utopía que otros han podido conquistar. Una ciudad, para mí, es una dirección exacta a donde ir, un cuerpo al que abrazar, una cena que compartir, un vino que destapar y un paisaje que devorar con ojos que traduzcan la realidad que pisa el cuerpo».

La gracia no es que extrañara Madrid un día tan oportuno, a miles de kilómetros y con esas frases de mediatarde. La coincidencia es que comiéramos, después de hora y media, un arroz tan inexpresivo como al que se refiere continuamente la autora cubana en sus páginas. Si fuera poco, nuestra dieta -más propia de La Habana que de un paraíso tropical- duró hasta el día siguiente. Sólo interrumpida por doce chucherías para suplir las uvas.

No hubo más sobresaltos en el viaje por este país y República Dominicana. Por eso Madrid seguía presente. Las furgonetas en las que nos transportábamos no emitían a Sabina sino una bachata almibarada que los ocupantes soportaban con una gallardía encomiable. En uno de los viajes por la isla llegamos a ver incluso cómo una mujer a la que el altavoz le servía de almohada profería ronquidos sin inmutarse. Las jornadas siempre tenían reservadas un poco de sobresalto, un rato de pereza y algo llamativo para no olvidar dónde estábamos, como esta pintada:
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Pero, bueno, la verdad es que, después de tanto tiempo y unos cuantos lugares más que echarse a la mochila, este texto quería centrarse en el regreso. Desde donde sea. Fantaseas con un aterrizaje excitante, con unos días de estar rodeado con las personas que te faltaron y, al final, lo único que tienes son ganas de volver: a ese sitio que dejaste, a esa ciudad, como Madrid, que te espera, a ese nombre que ronda subrayado en tus mapas desde aquellos años en los que no sabías cuál era tu Ítaca. Volver como una meta en sí misma en presente continuo: estar volviendo siempre de algún sitio.

A veces, aquí me desquito de esa pena al pasar por el desvío a la calle San Pol de Mar. Nunca he entrado, por miedo: cada vez que veo el cartel (a unos pasos de donde ha trabajado mi madre más de 30 años) me sumerge en un oasis, en una urbanización a pie de playa. Y temo joder las expectativas y encontrarme una fila de casas pegadas al Manzanares. De esta inconsistencia me redimo pensando que dentro de unos años, cuando estén lejos, mis sobrinos tendrán un sitio donde volver. No sé si será el mismo que el mío, ese donde las niñas ya no quieren ser princesas, pero seguro que, para ellos, tiene esa mirada especial. Quizás también tenga una canción que le dedique unos versos, aunque la escuchen en un dispositivo táctil y no jugándose una descarga entre una broza de cables e interruptores. Nada les quitará, me apuesto el cuello, la primera vez que se asomaron a la vida y dijeron eso de «cuando la ciudad pinte sus labios de neón, subirás en mi caballo de cartón. Me podrán robar tus días. Tus noches, no». Dentro de mí, esa imagen es muy parecida a esta de Iulián Adrián Zambrean. Pongamos que hablo de esto: 1401128979_743047_1402070912_noticia_normal

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