Usan tanga. Seguro. Los veo en los escapartes, en los puestos callejeros y hasta en las cuerdas de algunas tiendas. Pero. No los muestran. Las mujeres de Kiev suelen llevar vestidos o unos vaqueros ribeteados que eluden cualquier tipo de roce con la ropa interior.
Esta introducción no es más que una forma de ejemplificar las incoherencias en las que cae este país en proceso de cambio. Como, por ejemplo, que cueste más entrar en una biblioteca que al Ayuntamiento o cualquier edificio oficial, generalmente tomado por tipos enmascarados que no tienen ningún problema en que pasees por los despachos y oficinas como si fueran el trastero de tu bloque.
Todas estas dudas se las traspasé a Marc, un periodista del Kyiv Post que me hizo ir hasta un bar en un vagón de tren para que «habláramos seguros». No me imaginé que hablar sin escuchas consistía en pedirse minis de cerveza a capricho acompañados de tapas tan atroces como la de pescado seco, que -tal y como aparece en la imagen- él no tenía ningún reparo en comer a media tarde antes de pringarme la libreta de grasa:
No parecía afectarle la presencia de enemigos.
Igual que le pasó a una familia de Kiev. Accedió a tomarse un café conmigo a regañadientes y terminó haciendo de la terraza del bar una sucursal del salón de su casa, con los niños dibujando sobre las mesas y desarmando muñecos. Otra incoherencia.
Luego se fueron y me quedé con Denis, mi colega/traductor, en un bar del centro que tenía música en directo. Era uno de los de la supuesta escena alternativa de la ciudad. Que las mujeres se contornearan ebrias en la barra o que la expresión «bailar pegados» se convirtiese en una mariconada al lado de los apretujones de la pista no pareció inmutarle lo más mínimo.
Tampoco a este periodista que me sirvió de fuente principal en el estadio del Dínamo de Kiev. Yo le escribía las preguntas y él se las hacía llegar al presidente del club o los jugadores. Aunque por un momento llegué a pensar que me estaba tomando el pelo y que en realidad era Juan Goytisolo de incógnito:
En el encuentro también me ayudó mucho otra periodista un poco feíta. Debía de ser la becaria:
Antes de irme me lanzó un beso al aire que hizo ventosa. Aún pienso en su sonido de sacacorchos y en el moratón que debe de tener en la palma de la mano.
Ya en el hostal, paré un momento a leer alguna chorrada que no tuviera nada que ver con elecciones o protestas y me encontré con una afirmación de Guillermo Ortiz que me gustó tanto o más que los movimientos desacompasados de las ucranianas al ritmo de rock:
«La chica de la novela al final se volvía a Barcelona porque quería cerrar un círculo. Huir de la huida. Si allí siguió jugando a los espejos, lo desconozco, nunca he pensado en ello. Supongo que sí porque en el fondo era tan ludópata como cualquier postadolescente que se precie. La adrenalina de la noche perdida. Por supuesto, hay algo mágico en el orgasmo pero qué triste el orgasmo sin narrativa, ¿no creéis? Un orgasmo fugaz, de tercera, que se acabe en sí mismo sin alguien que nueve años después lo recuerde en el blog de un periódico de tirada nacional»
Todo junto fue lo que me hizo sentarme a escribir sobre estas incoherencias que vive un país donde a las sonrisas les acompañan los cócteles molotov y a la revolución la inmovilidad de los acampados. Y a destacar que lo de verdad no soporto bajo ningún pretexto (y en esto TAMBIÉN soy irreductible) es que una chica no haga el pato cuando suena Chuck Berry. Si en lugar de sacar culo y mover las manos planas a la altura de la cintura lo baila como si fueran los platillos chinos de Enrique y Ana, conmigo está perdiendo el tiempo.
Espero que salga muy rentable ser un vendido del poder, por que un día tus manipulaciones y mentiras te pasarán factura.