Por partes. Han pasado cuatro meses desde que esto permanece anclado y no quiero empachar ni repetir una entrada como la última, a la altura de las de Paula Echevarría en su blog de Marie Claire. En este tiempo ha habido muchos escenarios, pero dos por encima del resto: Usera e Irán. Que, aunque distan miles de kilómetros, huelen parecido.
En el primero retrocedí unos años para sentarme en la mesa de una biblioteca, coger libros con el carnet de Juanillo (y devolverlos, como de costumbre, tarde y sin haberlos leído) y subrayar párrafos como si de enyesar un gotelé se tratase. En los descansos, comíamos en alguno de los chinos del barrio, como este:
Como la variedad de productos se ceñía a fideos de arroz o de trigo y la bebida era limitada, hacíamos cócteles extraños para un mundo, el actual, donde el pepino es el ingrediente principal de los chiringuitos costeros. «El DYC con tónica es más noventero que las hombreras», solía decir Juanillo cada vez que se enchufaba un calambrazo en forma de vaso de tubo.
Al acabar esa etapa de calor pegajoso y feromonas adolescentes en forma de carpeta con patas se intercaló un periodo de algunos artículos, un par de salidas a Francia y Viveiro y la preparación del viaje a Persia. Desde varias semanas antes, Jara fue advirtiendo sobre el material permitido en la mochila. A unos minutos de volar, me separó de la zona de embarque y me registró como si fuera una mula proveniente de Bogotá. «Cuadernos, bolis y grabadora, fuera», repetía cada vez que encontraba algo sospechoso en la bolsa de mano.
Al final, nos reconciliamos con las pantallas individuales cargadas de películas del avión. También tuvieron que ver estas dos pasajeras, que posaron sin reservas:
Llegamos a Shiraz, al sur del país. Allí nos dimos cuenta de que hay cuatro cosas fundamentales que los iraníes necesitan saber sobre ti. Una es si estás casado. Otra es si tienes niños. Y, por último, se pirran por conocer qué lugares has visitado de su país y si ya has avisado a tus compatriotas de que los iraníes no son terroristas. A partir de esta presentación ya están listos para iniciar más intercambios de información.
Una de estas charlas se produjo en un tren nocturno entre dos ciudades desérticas, Yazd y Kashan. Allí, el personal de limpieza, cocina y seguridad se juntó en la cafetería a medianoche y empezó a hablar conmigo. Al rato, y viendo que la tertulia se animaba, les pregunté si podía encenderme un cigarrillo. Muy serios, me mandaron al descansillo, justo debajo de dos señales que anunciaban de forma tajante que estaba prohibido fumar. Nada más volver a la cantina, para más inri, cada uno de mis interlocutores tenía un piti en la boca y un cenicero recogía decenas de colillas.
Eso no disminuyó la inminente simpatía y terminamos sacándonos un carrete entero de fotos. Todas parecidas a esta:
Después de varios trayectos y millones de mezquitas, llegamos a la conclusión de que los safávidas, los ciudadanos del imperio del que más obras permanecen, eran unos cachondos: todas sus construcciones tenían unas escaleras que le costaría subir hasta a Romay y unas puertas con cuyo marco me chocaba hasta yo.
Cuando nos dimos cuenta ya estábamos al final del viaje y pensábamos, entre otras cosas, en lo que escribe Alberto Olmos en Alabanza: «Por ello, uno entiende enseguida que las cámaras fotográficas y de vídeo no restan recuerdos sino que los suman, los multiplican, los clonan, les dan una segunda oportunidad, pues registramos sobre el recuerdo real el recuerdo de ese registro que se tomó paralelamente. Mientras mirábamos algo una cámara también lo miraba, y con mayor ferocidad retentiva. No podemos recordar recuerdos de otros, sino sólo el relato que los otros puedan habernos hecho de sus recuerdos».
Por eso he decidido contar todo por partes y no acabar como Jara en los bancos de Teherán: