Nadie creía del todo a mi abuela. Solía contar que había participado en el rodaje de 55 días en Pekín. Según decía, gran parte de esas escenas se rodaron en descampados de Las Matas. A ella, que estaba de casualidad, le dieron cinco pesetas en el reparto para figurantes. Jamás salió en pantalla. Y, aunque leyéramos reportajes sobre las transformación mateña en un Lejano Oriente y sobre vecinos que aparecieron en la película, le dábamos la razón por lo bajini. Sin estar convencidos del todo.
Ha tenido que ser Arde Madrid la que consiga que la creamos. En algunos capítulos aparece el productor Samuel Bronston, que -efectivamente- se enamoró de Las Rozas, donde se le dedica una calle. La serie nos ha dado un vuelco. Con mayúsculas. Lo peor: ya no importa. No le hubiera hecho ascos a una versión falsa de las cinco pesetas. Total, aceptamos el pasado embellecido sin poner pegas. Lo importante, ya se sabe, no es lo que se vive sino cómo se narra. Y Paco León ha desenmascarado un episodio familiar sin quererlo.
Esto me ha consolado últimamente. Es bonito saber que, muchos años después, aún queda posibilidad de que tu familia o tus amigos encuentren un pliegue en tu biografía. Ay, lo que daríamos por compartirlo en persona. Como es imposible, no queda más que seguir con nuestras rutinas. Generalmente pautadas por horarios y guardias de Prosegur.
Me ha pasado a mí en idas y venidas de Cercanías. Mi mayor aventura desde septiembre ha consistido en ver a una mujer sexagenaria colarse por debajo de los tornos del metro con un bolso y muletas. O en saludar a las reponedoras del AhorraMás al amanecer, mientras se fumaban el pitillo previo a abrir el supermercado. No voy a quejarme: también he tenido alegrías. Por ejemplo, ver a una multitud haciendo cola frente a una peluquería de aprendices que ofrecía cortes a dos euros. O elegir por un autobús de regreso y tener que sujetarse al asiento en las curvas del túnel de Plaza de Castilla como si estuviera en el Dragón Khan.
Grandes epopeyas para el recuerdo salpicadas por otras menores, como el fin de semana que logramos reunirnos en Tavernes con Lelo, desparecido por paternidad casi dos años. Llegó fresco, enseñando fotos de su niña en el móvil y coreando un buen ‘cassalleta, oé oé’ para demostrar que seguía en forma. Capaz de mezclar 12 litros de calimocho en una bolsa de Autoservicio Valentín sin pestañear, como hace dos décadas. Ahí se le ve, al fondo, junto a otros cuatro kamikazes:De aquel apartamento pasamos al lado opuesto. Mi padre cumplía años después de haber remozado sus arterias en los últimos meses gracias a varios stent de fibra. Con la salud similar a la de aquel joven que daba vueltas a la Plaza Mayor y pegaba la cara al escaparate de las pastelerías nos lo llevamos a Salamanca. Sus hermanos y amigos, en esa distinción semántica sin sentido, le arroparon con tartas. Éramos tantos los que celebrábamos el aniversario de este ser excepcional que tuvimos que hacer en la pizarra del bar un esquema con su procedencia:
Así no había dudas para quien quisiera enterarse de por qué había tanta gente reunida en el Grama, donde hace años jugábamos al Snow Bros con vasos de fantanaranja y con nuestro abuelo acodado en la barra. Seguía allí, en cierto modo. Juraría que de vez en cuando lo vi alzando el chato de vino y levantando el bastón al tráfico para que cruzasen la calle sus nietos y bisnietos. Al fin y al cabo, fue con mi abuela quien inició la saga. Los únicos nombres limpios e imborrables del árbol genealógico que Jara no consiguió retener, por mucho que atendiera a las tizas de colores.
Pasamos de la merienda a la juerga. Robamos chucherías para el cubata en un bar, nos metimos en peleas de vagabundos y volvimos con más grupos de whatsapp para planear otra escapada. Tendría que esperar: pocos fines de semana después tocaba la visita de rigor a Haritz y a Claire, ahora residiendo en una caballeriza de la campiña francesa a la que se llega después de mil peajes. El viaje era corto y había que aprovecharlo. Paré unas horas en el País Vasco antes de ir a Francia. Como nos habíamos visto en Vallecas unos días antes, nos comportamos como un matrimonio de ancianos: nos servimos la cena en silencio, nos preguntamos qué tal el día y prendimos la tele para tener el siseo de un reality de fondo antes de apagarla y echarnos a dormir.
Crucé la frontera entre chalecos amarillos. Cayó la tarde en casa de Claire y Etienne, así que aprovechamos para hablar de la pedagogía experimental de su hija y echar unos juegos en la encimera de la cocina. Me acosté en el desván de arriba, entre fotos de yoguis tibetanos. A la mañana siguiente, como si aún viviéramos en Belfast, desayunamos solos Claire y yo con la radio de fondo y nos tumbamos a leer durante horas. En silencio. Ella estaba embarazada y no quería moverse. Yo tenía un libro que acabar y veía en esa estampa doméstica el mejor resumen de una amistad que no entiende de distancias. Tuvimos que abandonar esa comodidad de edredones y chimenea para ir a buscar a Solène. Ya entonces descorchamos alguna botella de vino y entramos a un par de catedrales cercanas sin hacerles mucho caso:Constaté que la familia sigue creciendo y me fui: tenía que llegar a las fiestas de Durango. Me despedí corriendo de una visita escueta, con el regusto de ese beso infiel del que habla Isaac Rosa en su Feliz final: «Nos habría dejado para siempre el buen recuerdo de los amores descartados, que se cruzan en la vida y desaparecen dejando la estela de lo que pudo haber sido. Pasar audaz al otro mundo en el apogeo de la pasión».
Pronto acabó esa sensación. En Madrid, el tren diario de Atocha marcaba la rutina. Hasta que conseguimos sacarle unas jornadas en Túnez. Fuimos Almu y yo en coche, una peligrosa decisión. Vimos playas, ruinas y medinas. A Almu, nada le importaba absolutamente nada. Hasta Epicuro se hubiera desquiciado. Le daba igual quedarse sin gasolina, sin dinero, sin comida o sin techo. Como era de prever, fue un viaje maravilloso.
Caminábamos sin rumbo, nos quedábamos hablando en franjas al sol o mirábamos al frente en los cafetines. Un par de horas antes de devolver el coche, de madrugada, Almu lo estampó contra un árbol en un aparcamiento vacío. «Bah, qué más da», dijo. Al tipo de la compañía no le hizo tanta gracia, y lo demostró a través de nuestra tarjeta de crédito.
Copiamos más o menos a estos modelos autóctonos:
El año nuevo presentaba jugosas posibilidades. Una de ellas, encontrar nuevas piedras en la nieve donde Jara pudiera dormir a pierna suelta o terrazas en la sierra de Madrid donde tomar algo con Juanas y Mer:
Acababan de pasar una temporada trabajando fuera y sólo les apetecía calor y senderos planos. No era una mala idea, así que hemos intentado repetir cada fin de semana. Como la cita de los martes para cenar en Lucero. Allí, Pablo prepara navajas, gambas o zanahoria al horno y apuramos hasta el último metro de madrugada. Comemos casi en cuclillas, en una mesa baja del salón, mientras nos interrumpimos con canciones en la minicadena, posibles viajes o vídeos de móvil.
Suelen salir estampas así:Todo esto pasa cerca de donde mi abuela fue captada para una superproducción de Hollywood sin que nadie la creyera del todo. En estas latitudes esquivamos la gran escapada, aunque se esté fraguando. Porque la aventura, como recuerda el explorador Sebastián Alfaro, es el único hogar donde podemos robarle tiempo a la muerte. Habiendo desempolvado esa verdad del pasado y con ganas de salir a recorrer mundo para nutrir de historietas a la próxima generación familiar, decidí contarle a mis padres los planes lejos del Cercanías. «Haz cosas, pero cuando yo no esté. Así no sufro», me cortó rápido mi madre, rellenando el plato de puré en un salón de Las Matas.