Amor y compasión.

John me cogió por banda en la cocina y me dijo: «¿Te has enterado de la última noticia en Antrim?», como si fuera un reportero local que cubriera las cuitas de su barrio de Belfast. «Quieren gastarse 5.000 libras en una silla para la iglesia», añadió enfadado. De esa forma empezamos un debate que duró tres horas y media, dos lavadoras de jerseys de lana gorda y una persecución por las plantas del piso tendiendo vaqueros en la repisa de las escaleras.

En cierto momento, John reflexionó: «Las 5.000 libras es lo de menos. Lo importante es que hemos perdido la esencia. El ser humano debe guiarse por el amor y la compasión». Yo le respondí que parecía el nuevo Papa, y me dijo que ni loco, pero que creía firmemente que «no tenemos que basarnos en lo que valemos por el dinero que tenemos sino por lo que dejemos cuando nos vayamos». Porque «todo el mundo muere», aseveró, dándome 40 años más de vida mientras untaba mantequilla en una tostada a la que había añadido tres piezas de cheddar.

Esa conversación de madrugada cerró los días de viaje por Irlanda. Prometí que me despediría en el desayuno, pero después de un abrazo a las dos de la madrugada di por correcto retrasar el despertador. En las jornadas anteriores apenas habíamos hablado. Una gripe lo tuvo en cama las ocho horas de ocio que le permite el taller. Eso nos hizo pasar mucho más tiempo con Stephen, que después de combinar güisqui con pintas nos contó sobre algún lugar en el mundo donde hacen probar la homosexualidad. No sé si lo sacó como apunte antropológico o como excusa de su pasado para Nancy. El caso es que luego reían así en la puerta del nuevo Tools:s0633083-3 Me quedé pensando un rato en las palabras de los dos. Y llegué a la conclusión de que seguramente ese estado espiritual, de inmersión reflexiva, es el que alcanzas cuando te pasas la infancia, la adolescencia y las tres siguientes juventudes en un país donde lo más divertido es contemplar esto, lo que vimos durante dos días de viaje hasta que llegamos a la clásica Calzada de los Gigantes:dscf3214-2Antes ya lo había visto en el trayecto desde Dublín. Pero no tenía esa sensación porque acababa de pasar 12 horas con Tati entre asfalto y bares. Y lo más cercano al silencio fue una visita al baño. Pasamos el día entero sin parar de hablar, como si nos contásemos la fiesta del fin de semana anterior. No fue suficiente, pero quitó algo del mono de vernos que arrastrábamos. Recordamos algunas de las noches vividas y le dimos la razón a lo que cuenta Carbonell en sus memorias, La hora de la tarántula: «La moderación y yo no hemos intimado lo suficiente. Si me invitan a una cena o a una fiesta sé que voy a coger un leve puntito. Siempre pienso que para no beber, mejor no voy (…) Las resacas quedan compensadas cuando por la noche has conocido a un alma gemela, a una persona con la que vas a compartir tu vida».

También me devolvió la conversación que extrañaba desde las jornadas en Camerún. Podría sacar muchas impresiones basadas en detalles de viajero o en las costumbres africanas, pero eso ya lo hacen los escritores. Me quedo con descubrir un pedacito de un país y con haber caminado sin mucha atención ni entusiasmo por caminos como este, cuya energía fliparía a cualquier jipi:s0403055-2A mí, el karma solo se me apareció la mañana en la que murió Rita Barberá. Estaba leyendo Sed de champán, de Montero Glez, y según leía la noticia, me encontré -lo juro- con estas líneas: «Al final, la vida, esa vieja puta, va y pone a cada uno en su sitio. Y si de eso no se encarga la vida, no hay que preocuparse, compadre, pues ya se encargará la muerte».

En ambos viajes, en cualquier caso, pensé lo mismo: que nunca se está cómodo en los pasillos de entrada a un avión. Son unos gusanos que niegan cualquier visión con el mundo exterior y te invocan a una puerta sin referencias. Cargas la mochila mal puesta, llevas papeles hasta en los dientes y siempre hace o frío o calor, pero tu ropa nunca es la adecuada. Por eso me encantan. No para vivir en ellos (aunque un saco y un par de revistas me procurarían tranquilamente dos o tres días en su suelo) pero sí para transitarlos casa poco tiempo. Luego, al entrar en la nave, la cosa cambia. Los asientos se suelen llenar de mantas arrugadas, como perros sin vida, y me molesta la gente que se deja puesto el cinturón todo el recorrido, como si en caso de accidente y explosión el mayor problema fuera un pellizco cervical (yo siempre intento que, en caso de requerir hospital, me internen por un coma etílico y no por una apendicitis, tan manida e imprevisible). Lo único que lo justifica es rebañar los platos del catering como si fuera un kebab de borrachera.

Las palabras de John del principio me refrescaron las ganas que tenía de ver cuanto antes a mis sobrinos. Hablé con mi madre para preguntarle por el recién nacido y me dijo, con ese redondea caprichoso que suele utilizar para nuestras edades: «Duerme muy bien. Espero que siga así y no le dé la lata a los padres como me la dabas tú. De bebé y ahora, a los 33 años, que ya te vale». Un latigazo que me devolvió a los valores que debían mover el mundo: amor y compasión. «¿Y si te encuentras a alguien que no crea en eso?», le pregunté a John, en un mar de dudas. «Que les jodan», soltó sin pensar. «No merecen ni que les hables».

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