Sólo he robado un libro en toda mi vida. Fue en un centro comercial de Tuxla Gutiérrez, en Chiapas, y tenía justificación: no llevaba presupuesto para literatura y se trataba de Los detectives salvajes. En unos días iba a emprender viaje hacia el norte y quería que Bolaño me acompañara en el desierto de Sonora. No sé para qué: en los autobuses interminables desde Guadalajara hasta Tijuana sólo me dediqué a dormitar y tuve que cargarlo hasta Tailandia, donde lo acabé en una playa que no tenía nada que ver con los escenarios de aquel «realismo visceral».
Viene esto a cuento por dos motivos. Uno, porque el otro día un alumno le dijo a Jara que la FNAC y él «se llevaban muy bien» cuando les habló de hacerse con una lectura. Y otra, porque más o menos lo que me pasó en ese viaje es lo que me ha pasado estas semanas de recorrer en autobuses y coches los cuatro puntos cardinales de la península.
Primero, el norte, con la trimestral visita a Haritz y la foto clásica de su nuevo jardín, que a pesar de ser octubre lucía primaveral y tenía una diana de tiro al arco. Una opción jugosa que terminó siendo una penitencia: para cinco minutos de juego dedicamos dos horas de rebuscar las flechas entre la maleza:
Todo se salvó con un paseo y una visita a Durango en fiestas, donde la verbena corría como si fuera una playa de Cádiz. De allí, la eterna parranda se trasladó a Fuentes de León, un pueblo de Badajoz, por un trabajo repentino. Horas de AutoRes que esperaba no tener que recordar me hicieron pensar en lo que tenía entre manos, que no era un Bolaño (ni siquiera comprado en su nueva editorial), sino La España vacía, de Sergio del Molino. Por la ventana iba percibiendo aquello que dice: «Viajar por la España vacía es viajar por apellidos de gente conocida. Un desvío en la autopista, una señal en una carretera secundaria, cualquier indicación conduce a pueblos pequeños que son apellidos de familiar que salieron una vez de allí y no volvieron más. En una Europa homogénea y muy poblada, la España vacía es una experiencia inigualable. Paisajes extremos y desnudos, desiertos, montañas áridas, pueblos imposibles y la pregunta constante: quién vive aquí y por qué. Cómo han soportado, siglo tras siglo, el aislamiento, el sol, el polvo, la desidia, las sequías e incluso el hambre».
Esta imagen puede representar la sensación: Un valle, un cine municipal y dos personas sentadas al atardecer. Mañanas de pan, huevos y periódico; noches de mesa camilla y concurso en la televisión. Así es, al menos, como entiendo la vida que será.
Nada que ver con la valenciana, de torso desnudo, almuerzos populares y la desfachatez de quedar a más de 15 minutos andando. Para cerrar el círculo, allí estuve con Álex, que me dejó su sillón y dijo eso de «no me vas a hacer recoger el cuarto, ¿no?», con Lelo tomando Fanta y cacahuetes en un bar de Malilla y con Carles en Lliria. También se unió mi hermano y nos fuimos a la Malvarrosa a ver El Cabanyal y dar fe de que no se quieren quedar ni los okupas:
Al terminar la ruta volví a Madrid. Llovía y la Castellana parecía la gran avenida de una ciudad anónima. Tenía que moverme agachado, evitando las hendiduras del asfalto y metiéndome por calles secundarias donde no salpicaran los coches. De un sitio a otro acabé en Huertas. No solía mirar el número 60 desde hace años, desde que falta mi tío, pero un impulso me apremió a empujar la puerta. Subí a la segunda planta, donde viven mi prima y mi tía, y llamé al timbre. No hubo ruido de baldosas ni olor a coliflor. Pensé en esas embajadas que son las casas con ausencias, según Sabina, y un velo de alquitrán se me posó en la mirada.
Corrí a la Librería Latinoamericana, unos metros más arriba, y busqué Los detectives salvajes, en los compactos de Anagrama. Los habían guillotinado y no pude ni pensar en robarlo. A cambio, hojeé de nuevo a Salcedo Ramos, que dice esto: «Esa indefensión del hombre frente a los guiños del azar es, quizá, lo más aterrador. Estás vivo, haces planes y hasta tienes vanidades, le subes el volumen a la música, pero de repente, cuando vas en lo mejor del baile, una mano invisible te señala y entonces, de un solo golpe, la fiesta se te acaba».