Empecemos rápido y sin asperezas: los últimos tres meses han sido un tobogán. El final de curso se juntó con un viaje a Ucrania tan seguido que no sé decir ahora si me llevé bañador o estuche en la mochila. Llegué a Kiev solo, después de dos horas de sueño y en medio de una mañana pegajosa, de resaca de un festival, que había convertido el hostal en un barracón de zombis. No pude descansar. Antes de que me diera cuenta estaba hablando con gente, sentado en la plaza del Maidán y pensando si volvería una tercera vez a esta ciudad. La pisaba tras dos años de una estancia corta y me seguían sorprendiendo varias cosas: el trabajo sobredimensionado de los locales, que emplean hasta a seis personas aunque no entre ni el nieto de Bulgákov; los rollos de papel sin cartón en medio, que dan una sensación de esfínter mustio, de pecho sin pezón; y las estaciones de metro, que no solo funcionan mejor que cualquier medio de transporte occidental sino que cumplen una de las máximas del ser humano: la presunción de inocencia. Sí: los tornos no están cerrados y se abren cuando introduces el billete (que, en este caso, es un ‘token’, como los que hacían funcionar los coches de choque), sino que pasa lo contrario. Están abiertos, dando a entender que vas a pagar, y solo se cierran si te intentas colar.
Y creo que, aún siendo una minucia, explica bastante bien el carácter ucranio: con ellos no hay frases jabonosas ni exordios aduladores. Se da por hecho la ayuda siempre que no les falles. Casi igual que ocurre en las cuadrillas del País Vasco. Y lo mismo me vi en el primer bar donde acabé con un viejo conocido: se llamaba el Coyote Ugly, como la película, y -después de prometerme que no me llevaba a un burdel- en él las camareras servían chupitos y botellas de un whisky asesino en tablas de madera. Todo iba bien hasta que alguien se atrevía a ponerles la mano encima. Entonces no se cortaban en soltar un latigazo con la mano que les salía desde el hombro. Sonreían, guiñaban los ojos y preparaban cada media hora una coreografía chistosa, otorgando a la clientela la presunción de inocencia, hasta que alguien se saltaba las normas.
No volví. Al segundo día llegó Javi y, en horas, Arcenillas. Entonces Kiev fue un torbellino de actividades que siempre acababan en las mesas-palé de un bar de blues. Cualquier cosa la celebrábamos en la misma esquina, un jardín revitalizado tras las protestas a pocos pasos de la catedral de Santa Ana. Incluso un corte de pelo tal que así era motivo de ovación:Hasta que agarramos un coche y nos fuimos de la capital. Mi idea era pisar Odesa, ítaca personal desde la secuencia del Acorazado Potemkin. Al llegar allí nos vimos abrasados por un sol inclemente sobre calles desiertas. La avenida paralela al puerto, que conducía hasta las famosas escaleras, estaba más vacía que el paseo de Tavernes en diciembre. Cuando torcimos en la esquina indicada no había más que obras. Por eso, Arcenillas miraba con nostalgia canina, poniendo el cerebro en blanco y negro:
Sus quejas pasaron a bronca. «Mira que yo también sigo escenarios de películas», gritó, «pero traerme a un descampado en obras y con un escenario que no deja ver el horizonte me parece demasiado». Para arreglarlo fuimos a la playa. Como buen balneario eslavo, las tumbonas y los altavoces inundaban la arena. Apenas pudimos darnos un chapuzón antes de cenar un kebab. Cinco días más en coche nos llevaron por Transnistria, que merece un capítulo aparte, y Moldavia. Atravesamos el país conducidos por Javi, que cuando tenía un rato libre miraba por la ventana y pensaba sobre cómo sería la vida en ciudades como Chisinau o Balty. La respuesta no estaba en el viento, sino en los balcones de enfrente:
Todo fue improvisado. Tanto, que llegamos al aeropuerto de Lviv de milagro. Sin sanciones en el coche y con un horizonte que, en mi caso, incluía otros tres vuelos hasta Borneo. En la parte Malasia de la isla nos movimos Jara y yo mecidos por los autobuses del país. De vez en cuando encontrábamos un lugar donde dormir, donde pasear por la selva y donde conocer a alguna persona con ganas de explicarnos qué cojones eran esas algas que estábamos comiendo.
Un par de semanas después dimos el salto a Indonesia. Salto, por decir algo. Porque en realidad el cambio de isla se produjo en un barco de dos días don una habitación de catre doble sin puerta. Pusimos -como nuestros vecinos- un colchón en el marco y nos encerramos a ver películas y leer como hikikomoris japoneses, sin contacto con el exterior y nutriéndonos de lonchas de tranchetes. Cortinas echadas y tecnología desplegada, así aguantamos, en pijama y con faltriquera, las 48 horas:
De Sulawesi, paraíso toraja donde encalamos, a Java. Allí nos encontraríamos a Ewan y caminaríamos horas y horas entre arrozales y ruinas. No se puede decir que se estaba mal, viendo las imágenes que trajimos:
Por la noche encontramos un local a medida. Un garito a dos pasos del hostal donde gastar las noches escuchando en bucle el repertorio de los Beatles. Ese era, de hecho, el nombre del bar. Por lo menos, no pasaban vídeos de artistas contoneándose y no tuvimos que decir lo que escribe Carlos Zanón en su Yo fui Johnny Thunders: «En el punk les habríamos molido a palos. En el punk les hubiéramos atravesado los ojos con imperdibles. En el punk también había quien se compraba la cazadora en El Corte Inglés, joder, recuérdalo todo». Al volver, dos meses después y con este incesante ronroneo urbano de Madrid, llegó la factura del viaje. Como respuesta, pensé -o, para qué mentir, leí- dos ideas que no sabría expresar si no es porque ya lo había hecho Umbral: «La gente vive con su reptil, con su cloaca, y eso les sale a sus ojos y a la cara. La culpa, el mal, esa herencia literaria y atemorizada que traemos de los siempres. La vida es demasiado buena o demasiado mala. La vida hay que pagarla. No hemos aprendido de la gratuidad de la vida. Cuando aprendamos que la vida es gratuita le perderemos el miedo al sexo».
Y, para acabar, otra reflexión que se repite cada jornada de presunciones de inocencia y caídas en cuesta por el tumulto de la capital: «Por lo demás, días enlocados, páginas donde ha dejado su huella dactilar el tiempo o el polvo, abrigos que se caen solos de las perchas, como blandos suicidas, rincones donde viven periódicos atrasados y animales heridos, fiestas en las que arde un árbol inocente y ficheros de mil bocas, como dragones cuadriculados, devorando la perpetuidad del papel y la gomaespuma de la costumbre».