Agenda.

La verdad: no me gustaría tener que despedirme ahora de la vida. Quizás en noviembre, o en diciembre, o en algún otro mes que acabe en ‘embre’ y sea frío, oscuro, de kilos de ropa sobre las rodillas en los trayectos de metro. Pero no ahora, días de ventanas abiertas, toldo echado y fruta en el frigorífico. Y sé que, como canta Manuel Malou, «el tiempo lleva prisa pa’ borrarnos de la lista». Pero también sé que, siguiendo el estribillo, «qué bonita es esta vida que, aunque no sea para siempre, si la vivo con mi gente es bonita hasta la muerte, con vino de manzanilla».

Por eso, aunque inevitable en el futuro, no me querría marchar ahora. Cambiaré de opinión más adelante. O quizás no. Pero no después de un mes de salidas de fin de semana, sillas calientes en terrazas en sombra y un posible nuevo rumbo político que, si no hace un país mejor, lo habrá hecho más emocionante. No después de que piense afeitarme porque si lo hago es posible que Martín no me reconocozca, no diga ‘Tito’ cada vez que ve un póster de Alberto Garzón. En realidad, toda esta melaza en mi cabeza empezó hace semanas. En una escapada a Extremadura con Juanillo y Arcenillas. Desde que subimos al coche recordamos aquella sensación de parvulario que consistía en no poder detener la risa ni aunque intentaras una pensar en algo serio o te estuvieran echando la bronca.

Arrancamos en Alcobendas después de una compra gourmet: pavo en bruto, calimoch y bocabits. Tal festín merecía un retrato:FullSizeRender (1)

Ya en la salida por la A1 hasta la primera parada, en un pueblo donde los pinchos los ponían en plato de duralex, fuimos rememorando los últimos días de trabajo mientras Arcenillas nos mostraba sus últimas fotos, no procedentes de la trágica situación centroamericana de violencia sino de su alcoba entre botellas de champán y tangas dorados. Nada más ver a Maite, de madrugada, la obligamos a salir de una casa de piedra que lindaba con el Ayuntamiento y con el nido de cigüeñas del campanario para que nos enseñara cualquiera de esos bares de pueblo donde los cubatas valen 3 euros. Lo hizo. Y repetimos la tarde siguiente, antes de una fiesta en el campo conmemorando la luna llena.

Allí hablamos de tofú, cuscús y del top ten de la comida vegana. Nos repartimos vasos de ron mientras la gente se aturdía con té de canela y clavo. Nuestra ventaja a la hora de pasarlo bien y descubrirnos a nosotros mismos era acojonante, claro. No tuvimos ni que esperar a que la luna liberase su energía para meternos en la cama y pasarnos unos minutos previos de la misma risa cohibida que me entra cuando veo a alguien quedándose dormido en un contexto embarazoso.

Al fin de semana siguiente, cambiamos a Arcenillas por Pablo y subimos al País Vasco. Haritz nos esperaba en una casa de catálogo nórdico con una tabla de quesos y el chisteo continuo de quien está acostumbrado a un nivel decibelios propio de las montañas. Lo tumbamos a las tres horas con una verborrea que un vasco no sueña ni en una vida centenaria.

Aun así, conseguí que a la mañana siguiente se ablandara e hiciera gestos como estos:FullSizeRenderTotal, ya sumamos casi doce años de hacer el tonto y no estamos para pudores. Sobre todo viendo cómo empezamos:OLYMPUS DIGITAL CAMERACierto: en Belfast teníamos más pelo. Yo por inclinaciones estéticas no muy favorecedoras (pero, qué coño, propias de tiempos salvajes) y él por obligación genética.

La alegría se le truncó cuando salimos por Bilbao y vio que, ante la pasividad de sus mujeres, Juanillo empezaba a pisar, pedir permiso para ir al baño o preguntar por curiosidades locales a las chicas de los tugurios más disolutos. «No me miran ni cayéndome encima», dijo de madrugada, cansado de la incomprensión hacia el carácter carabanchelero. De regreso, con un Haritz cada vez más mudo, pensé en unas frases de Antonio Lucas y se las recité, a ver si se le pasaba: «La amistad es la más imprecisa de las verdades. La más exacta de las religiones. Y se apoya en una rigurosa sospecha: saber que uno se prolonga mejor en el otro. (…) La amistad consiste en ir envejeciendo a la vista de los colegas y que se nos note. En saber hacer el ridículo en el momento justo, sin ser reprendido. En escuchar una risa cuando peor está el día. En saber que un compadre es el patrón oro de hombre», le conté. Pablo se emocionó, Juanillo pasó y Haritz apenas musitó un ‘bai’ de respuesta: síntoma indiscutible de que estaba conmovido.

Entre medias de estas excursiones y de tener la agenda con otras tantas que se quedan para más adelante, se coló una entrevista a Paul Collins Beat, a quien tengo como icono de mis carreras de media tarde y que resultó ser un señor formal: para haber teloneado a los Ramones no escupía ni ponía pegas a los mandatos del fotógrafo, como se puede ver:FullSizeRender (2)Por todo esto y por muchas cosas más preferiría seguir aquí, la verdad. Aunque quién sabe. Como dice Beigbeder, «todo es provisional: el amor, el arte, el planeta tierra, nosotros, yo. La muerte es algo tan ineludible que pilla a todo el mundo por sorpresa. ¿Cómo saber si este día no es el último? Creemos tener tiempo. Y luego, de repente, nos ahogamos. Fin del tiempo reglamentario. La muerte es la única cita que no está anotada en la agenda».

Una respuesta

  1. Me encanta vuestra foto de hace 12 años 😀 😀 :-*

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