Hace unas semanas le dije a Pablo que saliéramos por Vallecas y me dijo: «Paso, que allí son muy feas». Su comentario me pareció tan tajante que llegué a creer lo que alguna vez leí en boca de Enric González: si el periodismo sobrevivía en un futuro sería gracias a lo microlocal. Para conocer lo que pasa en la otra punta del mundo quizás nos basta con pasar con las yemas de los dedos una noticia en el móvil, pero para poner en el frigorífico la entrevista a nuestra tendera favorita necesitamos el papel. Ese razonamiento, llevado al terreno de la belleza femenina, es lo que me ha tenido tanto tiempo sin salir por el barrio acompañado de Pablo. A pesar de que desde la vuelta de Honduras y El Salvador -que fue hace unos meses ya, los mismos que llevo sin actualizar esto- a lo único que me he dedicado ha sido, prácticamente, a quedarme plantado entre cuatro calles cercanas. En alguna, por suerte, me he encontrado con pintadas positivas, como esta:
La verdad es que no sé si ha sido cosa de la ocupación excesiva o de las ganas de arañar más minutos al día. El caso es que mis viajes fuera de la ciudad o incluso mis trayectos a cualquier parte de ella también se han visto mermados a un par de escapadas. Una de ellas fue a Barcelona junto a mi hermano y mi padre. Salimos de madrugada y os juro que mi padre aguantó hasta las cuatro de la mañana del día siguiente sin ningún tipo de sustancia más que buena comida, paseos por la ciudad y una tarde en el Camp Nou con seis goles y una bufanda. Al día siguiente, de hecho, amaneció así de radiante:
Allí estuvimos con Toni, gran ausencia de un viaje consecutivo a los Caños de Meca donde cada mañana me intentaba acordar de aquella frase que leí en la novela juvenil Firmin, de Sam Savage: «Se tiraba una noche fuera, tal vez dos, y luego volvía con una pinta horrible y se derrumbaba en la cama y pasaba un buen rato durmiendo. Y al despertarse volvía a ser el de siempre. Por decirlo en términos psicológicos, las borracheras son mucho más útiles de lo que la gente piensa». Me imaginaba que era lo que le pasaba por la cabeza a Javi cada vez que salía de la tienda de campaña tras dos horas de sueño y le seguía hablando como si aún estuviéramos en el chiringuito de la noche anterior. A las 72 horas desde que habíamos salido de la Casa de Campo, cenando de cazuela y calentando agua en el camping gas para una tisana, di una cabezada y Javi exclamó: «¡Por fin se calla!»
Seguramente llevaba ese carrete por los días que habíamos pasado antes en El Atazar. Las lluvia nos confinó a la habitación y, entre películas y las tentaciones de Jara por empezarse El cártel, apenas pudimos ver el embalse. La ventana fue nuestra salvación:
Ha sido desde entonces, ya en Madrid, desde cuando no he pisado Vallecas de noche y mis viajes se han reducido a lugares céntricos donde comer con personajes como Juanillo o Arcenillas. Entre menús del día en tascas de Lavapiés y presentaciones futuras de libros, recordamos nuestras jornadas centroamericanas. A veces tengo la sensación de emular el relato de aquel ‘Un día más con vida’ de Kapuscinski, cuando en realidad apenas dimos un paseo. Eso sí, los sobresaltos ante petardos de Navidad o las vueltas de noche por ciudades fantasmas eran más que reales. No quitan que volviese de nuevo. Incluso con un acompañante más, como el que posa junto al fotógrafo en esta imagen:
Igual que espero volver a salir algún día por Vallecas con Pablo. Es más, espero que Álex, que se pasó por aquí hace unos días, le convenza con la descripción de lo que le pasó a él en un bar cercano, muy parecida a esta de ‘Pregúntale al polvo’, de John Fante: «Vi en el umbral a una mujer que me miraba con sonrisa extraña. No era alta, no era hermosa, pero se me antojó atractiva y madura. Y tenía unos ojos negros y nerviosos. Brillaban como suelen brillar los ojos de las mujeres que ingieren demasiado bourbon, con reflejos cristalinos e insolencia exagerada». Así, quizás, regresemos al barrio. A lo microlocal. Al futuro. De mi profesión y de mi vida social.