Cuando nos cruzamos en el pasillo, ella me miró dibujando un «¿De qué?» mientras hacía un movimiento de hombros solo igualable por Sid Vicious. Gesto que se convirtió en una presentación entrecortada a dos pasos de un bafle. Me dijo «Soy Jara, con jota», como si hubiera quien lo pusiera con ge o con hache. Yo contesté «Alberto, con be» en un ataque de originalidad impulsado por las latas en la cola de entrada. Al minuto le estaba sujetando la copa, saludando a su grupo colegas y prometiéndole que no iba de buscón, sino que mi amigo yacía en la acera intentado adivinar cómo volver a su casa. En menos de media hora conocía mi intolerancia al gluten, mi intento de profesión como periodista y mi acelerada manera de ocultar nerviosismo.
Nunca imaginé que en la siguiente llamada a Álex le contaría esta historia ni que él me respondiera, como era de esperar, «¿pero qué dices, nano?». Poco a poco empezó a creerme. Quizás porque le contaba que la había vuelto a ver, que me había pasado tres días seguidos metido en su cuarto o que entre mi preparación de inglés se colaba cada media hora ese Wild Thing de los Troggs y no existía más que una destinataria única para aquel «you make my heart sings, you make everything groovy».
Poco a poco, Álex se fue acostumbrando a este relato repetido. Mientras, yo descubría que el colacao se come a cucharadas, que la ropa se guarda en el suelo y que la mesita de noche puede servir como una balda más para la vajilla. Hasta ahora, dos años más tarde. Incluso en su cumpleaños -aparte de esos hallazgos- sigo sorprendiéndome cada vez que la veo leerse un libro como Cortocircuito, quedarse dormida en medio de una narración apasionante o decirle a cualquiera «Soy Jara, con jota» sin inmutarse ni henchir el tórax. No importa que esté en El Salvador o en la almohada contigua: siempre se me cruzará por la cabeza el lamento «because I wanna know for sure… I love you» seguido de imágenes como estas:
Aunque Álex no termine de creerse el cuento del bar y yo disimule. Quizás para no parecer aún más tonto y no tener que improvisar gracietas tan simples como la de aquella presentación en un pasillo con música.