Cuando visitamos a Paco en el hospital tenía la voz débil, llevaba un camisón de estraza que sujetaba a la altura de la pantorrilla cada vez que se movía y alternaba mecánicamente el apoyo del costillar en el colchón. Nada de estos alborotos propios de una dolencia impidió que, al vernos y ser preguntado por su estado, dijera su famoso «Eeeeso es» como respuesta. Lo hizo a un volumen inferior al habitual, pero con esa mezcla de confirmación estirada y duda que lleva empleando en cualquier circunstancia, ya sea conversación dentro de piscina congelada de Salamanca, entre medusas del Mediterráneo o frente a una caseta de la Feria del Libro de Madrid. Expresión tan ligada a su persona que cuando mi padre o algún familiar del entorno la utilizan, por contagio, a mí me parece estar viéndole él. Incluso llego a sentir el frío del agua de la piscina en los genitales.
Esa frescura la conservo desde hace tiempo, a pesar de que las bajas temperaturas llegaron cuatro días atrás. ¿Por qué, entonces? Pues, supongo, que por la cantidad de actividades que me han despistado de este espacio. Una de las primeras, nada más volver del verano en Italia que tan lejano queda, fue gastar un fin de semana entero con la pandilla de la playa. A mediados de octubre, fecha improbable, y vestidos con más ropa que un bañador de goma gastada. En estas 48 horas de hermandad tuvimos tiempo de hablar sobre la coyuntura catalana, decidir qué es más justo en términos fiscales para la población, recuperar los sueños perdidos en redes de voleiplaya y, sobre todo, de mojar la garganta con chupitos de cazalla entre juegos de mus. Tal era nuestra concentración que ni siquiera una cámara intrusa provocaba revuelo, como se aprecia en los labios apretados de Juanas o las miradas inquisitorias de Andrés, Tat y Xavi:
Salimos vivos de ese retiro como salimos más adelante con vida de otro en la sierra de Madrid. Esta vez era en casa de los abuelos de Javi, amantes de la modernidad en los años cincuenta y ahora convertidos en estandartes del vintage. Nos nutrimos del pollo asado con patatas que vendía la única tienda abierta en fin de semana, de pacharán casero y de conversaciones que ondulaban entre el periodismo y el mundo de posibilidades que se nos abriría en una existencia sin alquileres. Al menos estaban Leyre, Javi, Paloma, Comes, Toni y Anna para posar en las fotos, lo que le daba más enjundia:
Puestos a encadenar fines de semana -y por no estirar un clímax inexistente- hay que recordar dos más. El primero, aquel que pasamos por Tavernes en busca de una buena paella. Como mi jugada de optar por el Macario (local de solera en la costa del Azahar donde cada ronda debe esperar a que el dueño termine su partida al solitario entre exabruptos y manos grasientas) no prosperaba, llamamos a Álex, amigo franquicia en las cosas del comer. Nos llevó a El Salvador, mítico restaurante a pocos kilómetros del apartamento que empezó hace unas décadas como algo proletario, de redolins de Blasco Ibáñez, y ahora compite con Can Roca. Así posaban tan contentos después de que fuera un servidor el que pasaba la tarjeta:
Álex venía de entrenar para un medio maratón y quería reducir su sábado al arroz y el sillón. Lo mismo que hicimos nosotros después. Gracias a eso pude rescatar La transmigración de los cuerpos, de Yuri Herrera, y leer esto: «Él dejó que su lengua fiesteara como fiestea la lengua cuando no le piden verbo». Tal afirmación, qué pena, me transportó al segundo (y último, de verdad) fin de semana citado. Esta vez en Málaga. En realidad, la llegada fue a Arriate, pueblo del interior en fiestas. Entre pinchos y canciones de Los Delincuentes que Néstor cantaba de medio lado, sacando guasa, terminamos en un bar cerrado con flamenco en vivo. De vez en cuando nos lanzábamos a palmear y seguir las letras como si hubiéramos nacido en la orilla derecha del Guadalquivir. Parecía que, de nuevo, teníamos a Antonio Lucas susurrándonos alguno de sus versos: «Los que nunca se detienen y siempre dan el rostro / y extraen de la tormenta, si tiene, miel difícil / ajenos al cobarde ‘qué dirán’ de algunas sangres. / Pero aún no ha saltado el frío de las ramas. / Aún lo oscuro anuncia un álgebra muy loca. / Aún vivimos de alquiler, de sueño en sueño, / y nunca estamos del todo en las palabras».
La resaca de este globo de pitorreo nos sorprendió con un reportaje sobre caballos para El País, con el clásico ¿Que pagsa, trongco? de Néstor cada amanecer y con una visita a varios pueblos blancos. Entre ellos Frigiliana, donde Jara, Cristina y Néstor posaban así, como si estuviesen a punto de lanzar un nuevo casete de rumba-pop:
Quizás son todas estas escapadas las que me tienen entre corrientes de aire frío, alejado de esta y otras plataformas de comunicación. Las que me hacen recordar la expresión del título como una letanía y pensar en todas las expresiones que atribuimos a cada persona cercana y que sólo les quedan bien a ellos, como un traje de alfayate, independientemente del volumen de voz o la intención con la que la usen. Por eso, cuando Paco ya estaba, por fin, en casa, intenté leerle por teléfono estas líneas de Yuri Herrera: «Nunca había tenido que esforzarse para tener con quien coger, y eso a él le daba un poco de lástima, así como le daban lástima los que no saben lo que se siente al ver una gran ciudad por primera vez porque han crecido en ella, o el que no recuerda lo que es sentirse guapo por primera vez, o por primera vez besar a alguien a quien pareciera imposible de besar; todos ellos no saben de milagros». Para que pensara en la conclusión a la que llega el escritor mexicano y me dijera, como en decenas de escenarios desde que tengo memoria, «Eeeeso es».
Enorme entrada. Qué bien escribes, me produces vomitera.
Que me lo digas tú me parece obsceno. ¡Gracias!