El peluquero que me cortó el pelo en Nápoles era calvo. Algo que me tranquilizó una barbaridad. Casi tanto como cuando, a finales de los noventa, me atendió un cardiólogo con un ducados colgado del labio y me dijo que tenía arritmia entre toses y esputos. Me da seguridad: creo que si alguien es capaz de distanciarse de la teoría de su profesión, de no tomársela muy en serio y de no hacer proselitismo de su ombligo merece una confianza plena. Por eso dejé que, entre tijeretazos, me contara sus impresiones sobre Messi, Mourinho y la mitad de plantillas italianas sin inmutarme. Sentía que sus manos nunca iban a salirse de mis directrices, aunque se indignara hasta el aspaviento con las decisiones arbitrales del pasado mundial y apuraba la navaja en mi gaznate.
Me pilló en una de las últimas mañanas de las vacaciones. Quizás por eso estaba tan tranquilo. Desde que habíamos cruzado a la zona continental de nuestro destino ya sabía que el regreso era cuestión de kilómetros de carretera. Pero hasta allí había pasado muchas cosas. La más cercana, aquella llegada a Palermo en busca de bares y colchones que nos protegieran la espalda. En este sentido, fue Jara la que se dejó de poemas y puso las piquetas al viaje. Y no metafóricamente: la primera noche que pasamos en Cefalú, a la hora de dormir, se plantó y dijo: «En la playa va a dormir Perry. Yo me monto una cama como dios manda». No hizo falta nada más. A partir de entonces, buscábamos cada tarde una parcela sin pendiente, a poder ser con dos troncos para la hamaca, y, domesticados, clavábamos la tienda con martillo. Poníamos hasta los vientos. Más o menos como en esta foto:
Las piquetas también eran simbólicas. Cada mañana, antes de pisar la calle, el plano ya contaba con 15 puntos marcados a dos colores. Por un lado estaban los lugares obligatorios y por otro los complementarios. Entre los primeros no faltaban seis iglesias y un cementerio paleocristiano. Una juerga. En el segundo cabía la posibilidad de entrar en un bar o en un cine. Sólo la posibilidad. Antes teníamos que habernos empapado de mosaicos, frescos y muchos panfletos con números romanos. Por suerte, pudimos comer en un bar de pescadores y aceptar la invitación a cantar Julio Iglesias en un karaoke o pararnos en medio de un parque y sacar a un grupo de sicilianos jugando a las cartas:
Cuando alcanzamos las playas del sur, con la tienda bien colocada, Pablo exigió dar una vuelta por los bares. «No puedo estar más tiempo acostándome temprano», dijo, como si fuera un francés de alta alcurnia, antes de recitar a Andrés Caicedo: «Si he gozado la noche, si la he controlado y ya teniéndola rendida me la he bebido toda, pero alto. Yo no soy como los otros hombres, que se caen. A lo mucho terminaré todo desgreñado, lo que me ha dado aires de andar solito en el mundo, por las calles. Y antes de cerrar los ojos se lo juro que pienso: ‘Esto es vida’. Y duermo bien. Pero viene el día que me dice (yo creo que es el sol anormal de los últimos meses): ‘cambia de vida».
«Los buenos propósitos es al otro día. No he cumplido ninguno. Soy un fanático de la noche. Soy un nochero», concluyó.
Eso no impidió que la rutina se impusiera más adelante. Nada más llegar a Nápoles, nos metimos en el Museo Arqueológico y pasamos tres horas entre estatuas. Jara empeñaba veinte minutos en cada una. Aún dudo de si las miraba o hablaba con ellas. Dos opciones muy inquietantes, en cualquier caso:
Pablo, sin embargo, seguía aturdido por el idioma y las costumbres. Se pasaba el día deseando hinchar la piragua y meterse en el agua e incluso fantaseó con cedernos el coche y quedarse a vivir en cualquier pueblo con viñedos. De vez en cuando mascullaba algo así, al estilo de Camba: «Cuando una mujer me habla italiano, a mí me parece como si yo no tuviera nada más que pedirle. Hay, decididamente, en la vocalización del italiano algo tan sensual, que, si yo tuviera hijas, no les permitiría que aprendiesen este idioma hasta después de casadas».
Pero el tiempo se acabó. Jara empalmó dos catedrales con el aeropuerto y yo me fui a cortar el pelo. Caminé hasta el centro y esperé a que Pablo y Paloma, su madre, me recogieran en una terraza. El coche esperaba los kilómetros de vuelta por tres de las nacionalidades del Mediterráneo. Mientras los recorríamos, entre paradas de bocata en gasolineras y cambios de emisora, Pablo me dijo: «Canijo, no bebíamos tan poco desde aquella vez que tuviste arritmia. Estoy deseando llegar a Madrid y pillármela sin preocuparme de cómo dormiré». Y me dejó en el portal.
Vallecas, que Juanillo tilda de ‘barrio toledano’, aún mostraba las hojas del otoño y el polen de la primavera, como si ni las estaciones ni los jardineros municipales pasaran por él. Septiembre se abalanzaba sobre nosotros y las actividades del verano daban paso a las de comienzo de curso. Por eso le propuse a Jara ver a Zurbarán en el Thyssen o a Basquiat en el Guggenheim antes de que las quitaran. Respondió: «Paso de exposiciones. Lo único que me apetece es disfrutar de los garitos de aquí y ver los estrenos del cine».