Con Marta había mucho que rememorar. Desde el sino de cada uno de los miembros de aquella tropa norirlandesa hasta un vómito en mi cama que descubrí del todo varios días más tarde, cuando no era sólo la almohada sino también el suelo. Acompañado por una copa a medias de vodka. Pero no hubo tiempo para el pasado. La mayor parte del rato hablamos de nuestros próximos días mientras ella sacaba paquetes de Marlboro del estante reservado a la leche en la nevera.
Ese futuro nos llevaba a Pablo y a mí de Zaragoza a los Pirineos. Un festival en un pueblo del que desconocíamos su nombre (y aún desconocemos) parecía erigirse como el siguiente destino. Tocaba Calle 13 y el entorno cumplía las dos razones principales de nuestra ruta: tener sitio donde bañarnos y poder acampar sin problemas. Además, se cumplía más de un mes desde el último concierto y queríamos saber si podíamos repetir una noche parecida. Estuvimos viendo a Los Ilegales en el Matadero por la tarde. Con cuatro horas de petacas clandestinas en los bolsillos y un pollo frito en un bar ecuatoriano de la zona a nuestras espaldas, decidimos tirar al centro a pesar del cansancio. El deambuleo por las colas de los bares que cuestan dinero nos hizo conocer a una eslava de mediana edad que ofrecía copas en un bar sin entrada. Dentro, el espectáculo era digno de pagar como si fuera una planta de Madame Tussauds: marcos sin cuadros ni espejos, botellines hasta en el reposapies y una prole compuesta por una coja, un obeso con yintónic y una pareja de eunucos informáticos. Reflexionando sobre cómo revender las copas, apareció por la puerta Jorge, el cantante de Los Ilegales. Como una luz, y no por su calva, nos lanzamos a hablar con él. Dijo, como de costumbre, que era una buena noche para morir y que su formación de boleros y rancheras le estaría granjeando ahora tremendas ganancias, pero que la vuelta con Los Ilegales era lo que le apetecía. «¡Se tiene que hacer lo que te gusta, qué cojones!», exclamó, acodado en la barra, más o menos con esta cara:
Supimos al instante que se había marcado un gran pisto, pero no le dijimos nada. Su rotundidad y, qué coño, nuestra admiración e hipocresía nos impidieron soltar lo que pensábamos. De allí fuimos a la Gran Vía, principio y final de la noche madrileña desde que la persecución a los decibelios ha hecho languidecer la parranda infinita de antaño.
Volví a casa como vuelve un aprendiz. Y esa sensación tuvimos al llegar a un festival de montaña donde centenares de veinteañeros colocaban sus quechua con habilidad de ilusionista. A nuestro lado se agolpaban tres furgonetas de Manresa que nos guiaron en la compra del calimocho y la zona adecuada para dormir sin trance en los oídos. Dentro del escenario, posible gracias a una negociación de reventa digna de Bernabeu en final de copa, el público bailaba reggaeton como en la pista del Floridita y algunos niños coreaban junto a sus padres «¡Nos gusta el desorden, rompemos las reglas, somos indisciplinados, todos los malcriados!» como si estuvieran en un concierto de Emilio Aragón.
Pasamos tres días más. Nuestra actividad principal consistía en desayunar un café aguado del camping gas y bajar al lago. Algo que hemos repetido en los días posteriores y que se ha ido profesionalizando en el camino a Barcelona, Cerdeña y Sicilia. Ahora, con un coche lleno de latas, tortitas de arroz y una piragua que hace de pasajero, paramos en el arcén y nos metemos a remar en cualquier charca. La ilustración es parecida a esto:
En el agua se parece mucho más a esta, sacada semanas antes en El Atazar:
Pero eso es otra gran historia. Dos barcos y ochenta playas más, estamos con Jara en Palermo. Deambulando por bares y conciertos, intentando rascar alguna nueva anécdota y confirmando aquello que decía Galdós en lo único que sé de Galdós: «cama de guijarros hace buenos madrugadores». Para ejemplo, una tarde que, en medio de la plaza de un pueblo perdido, nos tumbamos a beber agua y terminamos durmiendo uno en un banco y otro en una esterilla deformada. Cuando nos despertamos entre moscas, Pablo se giró y dijo: «Canijo, esto es lo mejor del mundo». Y llevaba razón: la juventud es un estado mental y no un dolor de espalda. Es seguir acumulando vómitos que recordar diez años después y no atrever a decirle a tu ídolo que se está marcando un pistazo. O eso creemos dos semanas después de arrancar este viaje. Lo dice mucho mejor Antonio Lucas en Los desengaños:
Ser joven es ver reinar el juego
y esperar la madrugada
camuflado de alegría
Ser joven es perder cuanto labramos
hundirse, estar salvado…
Es un tanteo atroz
Huyendo, huyendo siempre
traficando con quincalla en los tejados,
resumiendo en el amor nuestra agonía.