Hace un par de tardes nos juntamos Comes, Leyre y yo en una terraza de la plaza de la Luna. Habían pasado diez días desde que no nos veíamos y los tres habíamos cumplido durante esos diez días una abstinencia angelical. La abstinencia venía provocada por la última farra, que duraba como si en lugar de una noche por Madrid nos hubiéramos ido de nochevieja a una okupa de Berlín.
Aunque no estuvimos más de lo que soportaron los hielos en la cocacola, nos dio tiempo de recordar ciertos pasajes. «Querías chuparme los pezones», le dijo Comes a Leyre, «y lo peor es que estuve a punto de dejarte». «No era normal», resumió la aludida, «estoy segura de que nos pusieron droja en la bebida». Esta tesis tenía su fundamento si la basábamos en que los dos que dimos sorbos a una copa de yintónic nos precipitamos al abismo etílico en cuestión de segundos.
Mi mayor recuerdo de aquello, de hecho, fue cuando, al despertar, Jara se plantó en el pasillo y me señaló el baño: «Menudo regalo has dejado». Al ver mi obra de arte por las baldosas, intenté hacerme el digno y le recité lo que acababa de leer en Cuatro Amigos, de David Trueba: «Emborracharse en grupo es un proceso lento y concertado de pérdida de consciencia, basado en uno de los principios básicos de la amistad: habrá alguien que te lleve a casa. En el fondo es una forma de sentimentalismo, pensar que no serás abandonado en el lodazal de tu propio vómito. En los grupos de amigos se suele proceder por un orden riguroso de emborrachamiento».
No sirvió de nada. Me miró sin mucha empatía y dejó que me achicharrara con una bayeta mientras abrillantaba la taza.
La última vez que Jara había vivido una sensación parecida fue la noche electoral. Entonces, nos juntamos varios en casa de Toni y cada vez que aparecían los sondeos previos de Madrid, Jara gritaba «¡¡¡Yujuuuuu!!!» con una ilusión parecida a la del náufrago que avista tierra firme. Repitió este ritual el otro día, cuando se completó la investidura. Cada vez que Carmena aparecía en su papel de regidora de la ciudad, Jara se golpeaba el pecho y alzaba el dedo al cielo, celebrándolo como un gol de Amavisca. En el gimnasio hicieron lo mismo: dije que entrenábamos con nueva alcaldesa y un compañero hizo un gesto de victoria desde el ring como si hubiera ganado a Mayweather. Más o menos como el puertorriqueño Wilfredo Benítez en esta imagen:
Estas reacciones coincidieron con la lectura del que quizás sea el mejor autor español de la última década. Al menos para mi nulo criterio. Hace tres semanas que no podía ni terminar ni dejar de leer Los libros repentinos, de Pablo Gutiérrez. Algo que puede sonar paradójico hasta que te encuentras con cosas así: «La vida de aquellos barones rampantes ya era un guerraypaz de decepciones y tributos debidos; y la de las baronesas, horribles anakareninas sin respiro» 0 «Interrumpieron su laborioso nadaquehacer, discutieron acerca de si las viejas estaban chochas o si había que prenderle fuego al ayuntamiento para responder al agravio, y en la discusión surgió ese espíritu patriótico del barrio humilde y el origen compartido, la minusvaloración, la altivez de cuanto ignoran, el orgullo de no haber salido de allí salvo para ver las procesiones de intramuros, toda esa filosofía del hip hop».
Oraciones que te empujan continuamente a la relectura, claro.
Y con estas cosas es fácil olvidar en cuestión de horas Senegal, nuestro último destino y principal motivo de la última entrada en este blog. Es fácil incluso con la paciencia africana que hemos adquirido aquí gracias a la frecuencia de metros de la señora Botella. Tampoco ayuda vivir en «la mejor zona de Vallecas» -según la vecina de enfrente-, rodeados de productos exóticos como guayabas y zapotes, que (a pesar de costar como una trufa de Piamonte) te devuelven al trópico incluso con la boina del Pirulí. He llegado a la conclusión (un poco estúpida, sí) de que Vallecas tiene sus propias cadenas y que, dentro de esta jerarquía, los Don Fruta son como el Zara autóctono. O como el Mercadona en Valencia: hay uno en cada esquina.
Otro motivo de desvanecer inmediatamente los recuerdos de Senegal son las instantáneas diarias del piso. En casa, el espacio retrotrae a menudo a ciertas dependencias africanas. Será por el amor de Jara a la idiosincrasia del continente, o porque es historiadora del arte, pero cada cuarto es un homenaje a Dalí:
En cualquier caso, lo más surreal de todo desde que llegamos (y desde que esto se quedó en puntos suspensivos) sigue siendo aquella noche de farra de hace un par de fines de semana. Como aún nos golpea incluso después de tomar una lata en el centro, al llegar a casa le conté a Jara -exagerando- que todos los amigos sostenían que nos habían echado droja en la copa. «Quizás ahora que está Carmena va a ser lo habitual», anadí mirando cómo Jara era incapaz de desviar la mirada de la pantalla, al lado de una piña y un sable, como aparece abajo. Supongo que lo dije por aquello de que ‘el que no esté colocado que se coloque’ y todo eso de hace unas décadas.
Geniales de verdad las comparaciones visuales.