No llevaba ni 24 horas en España y ya lo tenía claro: «Aquí las mujeres son unas estrechas, unas cobardes y unas modosas». Había que entenderlo: abandonaba dos meses en Colombia y el aterrizaje en un Madrid invernal no ayudaba a la desintoxicación del país caribeño. Hablamos de Pablo, que llegó de madrugada, con Cobi y tras varias botellas de vino del AhorraMás. Semejante combinación no impidió que, en lugar de descansar, me arrastrara durante las ocho noches sucesivas a lo que parecía su objetivo primordial en la tierra: el sandungueo. Desfase, verbena o descontrol: pasarlo bien, en suma.
Ese espíritu festivo duró medio diciembre, mes de ágapes interrumpidos por siestas y mañanas con jaqueca. A estas alturas de año, poco ha cambiado. El proyecto de «juerguear y dejarse de maricadas» de Pablo se ha trasladado de Cartagena de Indias a una torre gris de Lucero. No le ha frenado ni la lacerante sosería de las mujeres españolas. Ni que estas instantáneas se repitan con menos frecuencia:
Para llegar a este punto hicieron falta horas y horas de placebo en forma de salsódromo castizo.
Antes, tres cosas. Primera: poco después de aquella primera noche de brics Don Simón tuvimos celebración en Vallecas. Mientras Tony descorchaba el vino (esta vez en cristal) como si estuviera en el podio de Mónaco, Leyre, mi hermano, Pablo y yo nos fuimos a la cocina. Con un par de temas de Rubén Blades llegamos hasta la pista del Hebe. Allí, Jara dejó la cartera y el móvil en la barra, como si de una taquilla con candado se tratara. Tampoco le importó dar pinceladas de color al pelo de los congregados con un mini cargado de alcohol. Ninguna de las dos cosas le impidieron llegar a casa con todas sus pertenencias físicas y materiales. Eso sí, de día y en el triple de tiempo de lo que se tardaría en recorrer el trecho en circunstancias normales.
No nos amilanamos. Pasamos de la periferia al centro, segunda, y de ahí al rastro (tercera). Cuando languidecía el domingo, a Pablo se le ocurrió echar un futbolín que tenía, ni más ni menos, 14 bolas. Llegamos a la novena muertos y decidimos felicitarnos el año nuevo. En lugar de brindarnos un baile del serrucho, tratamos de imitar a García Alix:
Hasta el siguiente reencuentro nos separaban unos días en Denia y los Alpes. La dirección hacia el frío era la que tomábamos Jara, Juanas, Mer y yo. Los cuatro en un coche atestado de esquís y juegos. Buena mezcla. Como aperitivo nos comimos un atasco de 20 horas paralizados en la carretera. No es broma: las calles se cortaron por la nieve y nosotros pasamos la noche entre el calor de la calefacción y los paseos a mear en la cuneta. Al final, pillamos apartamento y pudimos echar la foto de rigor entre telesillas donde se ve a Mer acercándole una barra de cereales a Juanas y a Jara mirando el mapa de los remontes como si fuera la clave de una aventura gráfica:
Para enlazar este momento, no obstante, me hicieron falta horas de calefacción en torno a una mesita con libros. Hubo mañanas que incluso ponía música clásica y, con la nieve de fondo, en blanco y negro, me creía en una peli de Lars Von Trier. Mientras Juanas practicaba su eslalon kamikaze, Mer y Jara ponían algo de cordura en el descenso de laderas (y en los horarios, que Juanas quería estirar desde el alba hasta el anochecer). En esos instantes recogí cosas como estas, que venían muy a cuento de lo que habíamos hecho las semanas anteriores: «Nos pusimos a bailar (…) Era, por fin, el ritmo de la revolución. Asumido, domesticado y publicitado, pero con la fuerza y la sencillez de las promesas de venganza. Ya no era el tempo del pavoneo de los ochenta ni el brutalismo lánguido del grunge, sino clasicismo rock. Era lo mismo de siempre, esquemático, esquelético, duro. Era la música, la ascesis musical, no por tópica menos primitiva. Es decir: original. Nosotros, las copias, allí, bailando, éramos los originales. Éramos pueblo. Unidos por nuestros gustos, unidos por el consumo».
Pertenece a El viaje a pie de Johan Sebastian de Carlos Pardo. Un tío majo que te ayuda con los libros igual que te muestra los entresijos de su familia y que es capaz de poner el título del único capítulo que no tiene nada que ver con la historia. Bravo.
Mi viaje también era a pie y consistía en salir un rato por las montañas, comer y hacer sauna hasta que llegara el resto de su jornada de esquí. El día veinticinco, en mi régimen interno, la sauna es tan sagrada como el mareo en el aparcamiento de año nuevo. Las noches se debatían entre los juegos ya probados y los nuevos. En uno de ellos había que formar una civilización de la edad de piedra. Juanas sólo se dedicaba a procrear, Mer a acumular oro y Jara a ganar, como de costumbre. Las horas pasaban más o menos de esta forma:
Al volver pasamos por casa de Claire, en Burdeos. Comimos endivias y boniatos ecológicos, también como de costumbre, incluso con una bebé de cinco meses en la cola de pisar ese mundo de colores en el que vive con Etienne. Ya asentado en Vallecas, llamé a Pablo para leerle un extracto de un artículo de Goytisolo que me había recordado a nuestros pinitos habaneros: «¿Ilusiones, utopismo? (…) Los sentimientos de igualdad y fraternidad vividos entonces por una juventud dispuesta a sacrificar su vida por ellos y que no podía prever el anquilosamiento burocrático y policial que se erigía en sistema en razón de monopolio de poder conforme al modelo soviético merecen todo el respeto. Como nos enseña la historia del siglo XX, la literatura no puede convertirse en arma de combate sin dejar de ser lo que es: una creación que sin cesar se renueva, se pone en tela de juicio y duda de sí misma consciente de que no debe vender respuestas sino formular nuevas preguntas. Quienes hayan vivido las circunstancias de una ruptura revolucionaria, ya sea la de España en 1936, ya la de Cuba a la caída de Batista, no podían haber dejado de abrazar una causa que parecía entonces admirable y justa, pero solo los arribistas u obcecados por la ideología mantienen ese estado de ánimo, en vez de despedirse dolorosamente de él y de advertir que un nuevo y ominoso periodo histórico acaba de comenzar».
No me hizo mucho caso. Respiró unos segundos y preguntó: «Bueno, qué, ¿cuándo nos vamos de sandungueo?».