El día en que su mujer se puso de parto, mi hermano se fue a pasar la ITV. «Quería dejar todo cerrado, por si acaso», contestó más tarde. No lo hizo siguiendo un tono de arranque de novela de García Márquez, como pudiera parecer, sino como carácter natural de un tipo desenfadado que a veces supera el realismo mágico. Había tenido nueve meses y tres días para hacerle una revisión al coche, pero decidió que la mañana posterior a una noche cargada de contracciones era la mejor ocasión para colgarle una pegatina en la luna y volver silbando a casa.
Le salió bien. Hasta la hora de comer, Noemí no requirió que le llevase al hospital y esperara con los suplementos de periódicos atrasados a que le hicieran pasar a la sala de maternidad. Poco tiempo más tarde, cuando «no se había ni leído la columna de Marías», según confesó después, ya tenía entre manos a una nueva criatura, Martín, que miraba asombrada la multitud de caras que la rodeaban más o menos de esta forma:
La estampa debía parecerle a Martín más una composición flamenca que el recibimiento a un bebé en pleno siglo XXI. Si Millás la hubiera diseccionado, le habría encontrado una especie de armonía de bodegón humano: la sonrisa virginal de mi madre, que se asoma al niño como el que se asoma al mirador del cañón del Colorado, el rostro resplandeciente y algo inquietante de Graci o la dimensión onírica (que tanto le gusta al articulista) de dos abuelos mirando a su nieto a través de la pantalla del móvil y no en directo, a unos centímetros. Es lo poco que la distinguiría de esta pintura del belga Van der Weyden:
En esos momentos, preocupado por el estado del coche y del nuevo miembro familiar, acababa de pasar una semana de dentistas. Casi todos me decían que tenía que poner remedio a esa costumbre tan contemporánea de presionar la mandíbula mientras duermes, conocida en el gremio como «bruxismo».
Al contrario que los silbidos de mi hermano, a mí no me extrañaba nada somatizar mis nervios del regreso de vacaciones por medio de unas encías congestionadas. Acabábamos de volver de Irán y ya estaba metido de lleno en el estrés de la ciudad. O, lo que es lo mismo, de las lecturas tranquilas del veraneo a la costumbre otoñal de engullir libros entre vagones de metro. Uno de ellos era CeroCeroCero, de Roberto Saviano. Este ensayo sobre el mundo de la cocaína me gustó, pero me pareció una mezcla entre el periodismo wikipédico de Antonio Salas y las narraciones inigualables de Gay Talese. Con el que, por cierto, me encontré en una playa del sur:
No llegué a saber si estaba haciendo una crónica sobre el modo de vida de los españoles o si llegó hasta la orilla de Zahara de los Atunes caminando desde las dunas neoyorquinas, donde se le tomó esta foto hace unos años:
El caso es que seguí con ajetreo diario igual que mi hermano había decidido días antes cerrar los asuntos pendientes. Atravesé una semana de antibióticos para desinfectar y relajar las encías. Eso me impidió beber. Cada vez que llegaba a casa, sin embargo, Juanillo tenía una mesa montada con aceitunas, frutos secos y varias cañas y repetía: «Canijo, siéntate a tomar algo antes de que llegue el invierno y nos quedemos sin terraza». «No puedo, que estoy medicándome», le respondía. «¿Y yo qué?», decía sorprendido, «Ayer me quitaron dos muelas del juicio y me han dado hasta antidepresivos, ¡pero esto es cerveza, no alcohol!», gritaba mientras vaciaba otra litrona.
Esta abstinencia terminó en Salamanca. Allí nos fuimos a celebrar un aniversario ficticio, pues ninguno habíamos coincidido antes en la ciudad del Tormes. Llegamos a mediodía con la idea de visitar los monumentos de la ciudad, guía en mano, y probar sus tapas con calma, paladeando cada delicia gastronómica de bar en bar. No lo cumplimos. Desde la hora de comer colonizamos el salón y, una vez descorchamos el vino, lo único sólido que probamos fue una olla con pasta y cacahuetes a lo largo de doce horas. Nos las pasamos tal que así:
Entre juegos de verdad o atrevimiento y chistes de mal gusto, Comes ponía la cordura con un lenguaje de otras décadas. «¿Salimos a dar un voltio?», preguntaba. «Es que veo que vosotros vais asako«, añadía. Para completar esos ecos noventeros, al llegar a Madrid dijo: «Nos vemos en unos cuantos días, que ha sido un fin de semana muy distroyer«.
Efectivamente. Habían sido dos días exprimidos que pesaban tanto como lo hizo Martín cuando lo cogí por primera vez en brazos. Entonces, y todas las que han llegado después, sentí de repente un escalofrío inclasificable. Noté, esta vez sí y no por culpa del fin de semana salamantino, el peso de tantos tíos que se encargan de satisfacer a sus sobrinos de forma altruista. En la sombra. Sin el deber de los padres ni el consentimiento de los abuelos. Llevándole una gramática inglesa al aeropuerto antes de un viaje de madrugada, como Luis; animándole entre carcajadas en calzoncillos, como Juanjo, o haciéndole pasar por mendigo en medio de una comunión, como Manolo. Entre otros muchos. Ahora, casi dos meses más tarde, sigo agarrándolo con los dientes apretados. Con un agradable escalofrío. Haciendo que empeore mi tendencia al bruxismo e imaginando que algún día Martín seguirá mi ciclo de lecturas colombianas y se encontrará con párrafos como este, de El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vázquez: «Calculé que yo apenas caminaba cuando Laverde entró en la cárcel, y nadie puede ser vulnerable a la idea de haber crecido y haberse educado y haber descubierto el sexo y tal vez la muerte (la de una mascota y luego la de un abuelo, por ejemplo) y haber tenido amantes y haber tenido rupturas dolorosas y haber conocido el poder de decidir, la satisfacción o la culpa por hacerlo, y todo mientras un hombre vive esa vida sin descubrimientos ni aprendizajes que es una condena de semejante magnitud. Una vida no vivida, una vida que se le escurre a uno entre los dedos, una vida propia y sufrida por uno pero al mismo tiempo de propiedad ajena, propiedad de los que no sufren».