Vale la pena.

El sábado pasado estaba en pijama a la una de la tarde cuando apareció Cynthia, corriendo, y me dijo: «¡Al, vístete, que tenemos que unirnos a La Marcha de la Dignidad!». Los gritos se oían desde la ventana y una columna de gente recorría General Ricardos. «Hay que apoyarles, que son los del suroeste y los extremeños están muy buenos», añadió. Mientras ella se echaba gomina, se retocaba las pestañas y se cambiaba de ropa interior, yo cogí unas botas y un abrigo y salí de casa.

No tenía previsto pasar la mañana fuera. Llevaba tanto tiempo pegado al ordenador y a los intercambios de línea en el metro que pensaba aprovechar una de esas maravillosas mañanas de legañas fosilizadas y sábanas revueltas. Justo un par de días antes había estado deambulando por la biblioteca del barrio y tenía varias cosas pendientes antes de que la multa por retraso en la devolución se convirtiera en prisión preventiva. Me pasé después de dar una vuelta por el centro y recorrer el río a media tarde, cuando a los padres les lloran los ojos con el humo del cigarro mientras empujan a sus niños en el columpio. Allí estaba Jara, estudiando junto a una máquina traductora, como si fuera una erasmus china, y veinte libros de gramática desplegados en la mesa. Ante su concentración y su manía de escuchar la entonación de palabras guarras, recorrí las estanterías y leí esto:

«El viaje es algo consustancial a la naturaleza humana y sin él ni el mundo ni las experiencias que de él tenemos serían igual. El viaje mismo no es más que expresión de la irremediable aventura que es toda vida humana o animal». Lo dice Pedro Eduardo Rivas en Historia y naturaleza del periodismo de viajes.

Nada más cogerlo y buscando alguna comedieta fácil que proyectar por la noche, Jara me interrumpió y utilizó tres carnets para sacar pelis de Kurosawa, Pasolini, Mizoguchi y todos los directores que tuvieran, por lo menos, cuatro sílabas en su apellido.

Imaginándome ya con una pipa desgranando las claves de la cultura oriental, subí a casa y me acordé de que esa misma tarde venía Álex con su primo y su tío al Calderón. No quise parecer un tipo rancio, por eso les saqué las sillas de plástico de la terraza, unas patatas fritas y un rollo de papel higiénico. A capricho:

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Por la noche tenían una sorpresa mejor: el sillón donde duermen los perros y una cama para dos. Yo me quedaba con Jara y subía a desayunar con ellos. Al salir temprano, con las mochilas colgadas de un solo hombro, vaqueros arrugados y ojeras, Isra nos miró antes de que cruzáramos la puerta y dijo: «Que no se os olviden los donuts, chavales», como si fuéramos al instituto.

Nos despedimos y aproveché el madrugón para correr con Juanillo, dispuesto desde hace un par de meses a enfundarse unas mallas y una cazadora fosforita y salir al parque trotando. «Lo más cerca que había estado antes de correr era estar en un banco fumando porros y decir ‘mira esos pringaos corriendo», suele decirme cada vez que pasamos junto algún grupo de pandilleros que sabe de verdad lo que es vivir.

Luego se encadenaron dos citas. La primera era pasar por el mercado y comprar pescado fresco para hacer un sushi que tuvimos que preparar como si fuera la batalla de Waterloo: extendimos la mercancía en la encimera y sacamos las espinas con unas pinzas como las que utiliza Pablo para arreglarse el entrecejo, cocimos arroz con vinagre y preparamos las algas como si fueran láminas del Códice Calixtino. Al final, quedaron unas bolitas con unas lonchas de salmón y lubina que no era capaz de ingerir ni el protagonista de El último superviviente. Para una foto, al menos, daban el pego:

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Las acompañamos de aceitunas y cacahuetes, para no dárnosla de exóticos.

La otra cita era con mi hermano en casa de Carles, que hizo arroz al horno en sartén y nos contó sus vueltas a solateras del teatro cada vez que acababa la función. «Pero si sois actores», dijimos, «seguro que cada noche hay una orgía», constestamos. Justo después posaron así de monos:

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Al terminar, mi hermano contó la noticia que quise adelantar hace un par de entradas: que Noe estaba embarazada y que, a pesar de sus (comprensibles) reservas, me iba a dar un sobrino. Brindamos con el vino que acabábamos de subir del chino de enfrente y -cuando ya estaba a punto de volverme a casa, pasarme por la biblioteca y recoger un par de veces El País Semanal del suelo en General Ricardos porque se me caía cada vez que me ponía el móvil en la oreja- se levantó y recitó esto como si fuera suyo, cuando en realidad es de Jabois y su libro Manu:

«Qué quiero para mi hijo, me pregunto a veces si estoy trascendente. Que crezca al aire libre. Que se rompa un brazo de vez en cuando por estar haciendo funanbulismos estúpidos, que pase miedo por meterse con el matón de clase, pero no el suficiente para callarse; que le casquen y que casque él también un poco; que marque goles en melés gigantes dentro del área y los celebre como si fueran de la Copa de Europa, porque además son más valiosos. Y que lea para que sueñe un día con ser pirata y al otro mosquetero sin sentirse ridículo; sin sentir, quiero decir, que no vale la pena intentarlo».

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