Leche y cervezas.

La otra noche nos reunimos Ana, Isra y yo en torno a los fogones de la cocina. Era de madrugada y fumábamos encendiendo los cigarros con la llama de un hornillo pequeño, jugándonos las pestañas y el paladar con tal de no dar tres pasos hasta la habitación más cercana. Hablamos sobre animales de compañía y yo recordé la semana junto a dos perros y un gato que había tenido y que me había dejado fuera del sofá. No hay más que verlo:

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Esta estampa tan hogareña no evitó que Juanillo se sublevara y, después de mirar la despensa, dijera: «¿Con qué clase de compañeros estoy viviendo? ¡En esta casa siempre se acababa antes la cerveza que la leche!»

Y es que la semana no había dado para mucho litroneo: hacía unos días que acabábamos de volver de Teruel y ya estábamos organizando otra salida. Esta vez a Valencia. Allí nos esperaba Álex, que se desesperaba cada vez que perturbábamos su organizada vida y sacábamos a tender las toallas al balcón, como si estuviéramos en las 3.000 viviendas de Sevilla. «¿Ye, nano, te crees que esto es un apartamento de playa o qué? ¿No te das cuenta de que estás en El Faro de Patraix?», repitió varias veces. Antes de que los nervios le consumieran, decidió que lo mejor era bajar a la plaza y hacernos olvidar el frío de Madrid:

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Fue una visita corta que acabó con una clase de iniciación de surf en la que mi mayor logro consistía en arrastrarme tumbado hasta la orilla, mecido por unas olas minúsculas. En mi primer alzamiento sobre la tabla soñé de súbito con océanos inmanejables y con estos versos de Blas de Otero que acababa de leer:

Sólo el ansia me vence. Pero avanzo

sin dudar, sobre abismos infinitos, 

con la mano tendida: si no alcanzo

con la mano, ¡ya alcanzaré con gritos!

Y sigo, siempre en pie, y, así, me lanzo

al mar, desde una fronda de apetitos

No duró mucho ese ímpetu que da el título. Al volver al metro de la capital me encontré con una señora cuyas arrugas se movían como las de la bruja de El Viaje de Chihiro. Cuando sonreía, los mofletes se le acumulaban como un acordeón en torno a los ojos. Luego se relajaba y todo caía de nuevo sobre su cuello.

Una visión que no les conté ni a mis padres, ni a Prado ni a mi hermano cuando nos juntamos en el Reina Sofía para ver los premios Ojo Crítico, que presentaba Noe. Fueron rápidos, y en menos de lo que mi padre había acabado con la primera bandeja de canapés ya estaba en otro lugar con Julio Camarero. Nos sentamos en una mesa de Lavapiés y estuvimos hablando sobre decrecimiento. Sin una fórmula maestra que resolviera el momento de pagar la cuenta, Julio soltó: «Todo es cuestión de esperar: cuanto más grande es el caos, más cerca está la solución» y se despidió llamando al ascensor del metro.

Yo, sin embargo, volví caminando. Llegué a casa y me encontré con esto:

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Supe entonces que la respuesta al desorden estaba al caer. Abrí el armario y me encontré con una caja llena de latas. Las llevé a la cocina y fui gastando una a una mientras prendía pitillos con los fogones. No me quemé las cejas, pero tuve contento a Juanillo hasta la siguiente compra.

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