Lo primero que dijo Marta al verme fue «Qué gilipollas eres». No está mal después de seis años. Lo hizo en una cafetería de La Latina donde nos habíamos perdido de Alvin y Pablo. Era el penúltimo domingo del año y se palpaba una atmósfera plagada de nuevos propósitos. Entre ellos, volver a encontrarnos accidentalmente después de cambiar el sucio cielo norirlandés por una buena ración de bravas bajo las órdenes de Cascorro.
Las misma tapa que pidieron Leyre y Javi. A ellos les han bastado diez meses para darse cuenta de que, estén donde estén, lo importante es mirar hacia arriba con un movimiento certero de barbilla y levantar el dedo. Así han conseguido tercios en Rusia, Laos, Nueva Zelanda o la calle del Pez. En esta, no obstante, posaban más contentos:
Antes de juntarnos los tres, Javi hizo una aparición estelar en casa de Comes. Venía desde Batán andando. Hubo algún momento en que parecía abstraerse con el sonido de la plaza. Sin embargo, a lo que iba era a recordar todos los chismorreos del último año y a contrastarlos con los nuestros. Al despedirnos en la esquina de Gran Vía, juraría que le vi caminar poniendo un pie delante del otro y respirando en ocho tiempos, como si estuviera en Kioto.
Nada parecido a la paciencia milenaria de mi madre. Dos días antes de la cena de Nochevieja ya estaba desmigando viandas y cociendo caldo. Cuando la sirvió, no sabía si nos había hecho sémola o un conjuro de ayahuasca. No importó. Nos la comimos sin prestarle atención a la energía que nos aportaría para el consecuente debate familiar sobre Eurovegas, Cuba o las pequeñas y medianas empresas.
Ese mismo día había estado corriendo en la Casa de Campo con Pablo. En un momento dado, mientras él hacía dominadas, le empecé a contar algunas historias plagadas de intimidades. Indagó en mi relato haciéndome cada vez más preguntas. De repente, vi cómo la parte baja de su pantalón menguaba y su cadera se abultaba.
«Cabrón, te estás empalmando», le dije.
«Es que eres mi teléfono erótico barato», contestó.
Lo recordamos más tarde, en una mañana entre semana en Lavapiés que se presentó Álex después de rebautizar su coche como el ‘Sexeo’ y que nos dedicamos a llamarle ‘triste’ a pesar de que no paraba de reír, tal que así:
Pero todo eso ocurrió hace tiempo. En un periodo dividido por el cambio de año y en el que se improvisó una primada y una visita a un karaoke donde, con Demolition Man de fondo, Isra dijo sin contemplaciones «El güesli es un gilipollas», refiriéndose a Wesley Snipes, y Andrés se negó a cantar conmigo un éxito del No Palpes.
Cuando sonaron las campanas y la presunta normalidad volvió a nuestras vidas de treintañeros, necesitamos una visita al País Vasco para marcar el ritmo de la madurez junto a Haritz y observar cómo Josu removía cocochas ante la mirada atenta de Jara y Aissa:
Con un nuevo propósito -el de ayudar más, comer mejor y ganar de forma extraordinaria en algún juego de mesa- se cernió sobre nosotros el ecuador de enero y me encontré con estas palabras, que sirven para poner punto y aparte a una entrada acelerada y emplazar a otra algo más trabajada: «Andar es caer hacia delante. Cada paso que damos es una caída que detenemos a tiempo, un fracaso que evitamos, un desastre que sorteamos. Por eso caminar es un acto de fe. Lo repetimos a diario: un milagro en dos compases, un balanceo yámbico, una alternancia entre contenerse y dejarse ir».
[…] Paul Salopek en National Geographic, via abra la grava. […]