Nunca me ha gustado mi voz. Por eso prefiero escribir a locutar motociclismo o cantar el gordo (con lo bien que me quedan las coletas y la falda escocesa). Es algo, no obstante, que te viene de fábrica y es más difícil de cambiar que las manías en el retrete.
Recordé esta aversión el otro día. Iba corriendo y me crucé con el mítico camarero del bar Nati de Las Matas. Este personaje, a medio camino entre el Liam Gallagher de Oasis y Nosferatu, tiene de siempre un timbre de voz que no solo ha minado su capacidad de imponer el pago de una cuenta sino que le ha convertido en un ser introvertido y encorvado. Ha hecho de él un manso tirador de cervezas.
Lo contrario a lo que le pasa a Pablo. Su afonía mantenida durante dos semanas ha desembocado en un tono oscuro y rasgado más cerca de Vito Corleone que de sus silbidos primerizos a lo Ballerina. El pasado lunes, después de recogerle en casa y saludar a su hermano en la cama, nos bajamos al Cocodrilo y, mientras refrescábamos en la lobreguez de un garito a media tarde las últimas semanas y perfilábamos el futuro inmediato, me decía: «Canijo, son tiempos de hacer el crápula. De vivir con los ojos cerrados. De que te llamen cabrón, hijoputa o malnacido y tú pienses ¿y qué?». Lo masticaba con tanta seguridad y aplicándole una mirada tan torba que cuando me giré me pareció verle así, a lo little Cesar del Hampa Dorada:
Solo le faltó añadir «capisci». No lo hizo. A cambio, se pidió un café con leche. Y siguió con su retahíla de opciones vitales que se nos están yendo de las manos. Mi única respuesta fue contarle que lo que de verdad nos estaba haciendo perder el tiempo eran esas quedadas infernales en puntos de la ciudad como Moratalaz. Le dije que en el último viaje me tocó hacer un trasbordo de metro tan largo que dudé si la vez siguiente me saldría más rentable sortear la distancia buceando por las alcantarillas que en transporte público.
Me reservé relatarle la charla multilingüe que tuvo lugar en el vagón. Una mujer hablaba en rumano por el móvil, otras dos debatían en árabe y un señor que cargaba un loro lo hacía en algún dialecto africano. Por un momento pensé en preguntar por el nombre de la calle a la que iba en inglés. Fue fascinante. Tan esperpéntico y absurdo que se parecía a la vida, como escribiría Luis Alberto de Cuenca.
Cuando llegué al destino, la luminosidad de los asientos se había convertido en una mañana harto bonita. ¿A que no apetece meterse en casa?
No tuve más remedio que acabarme lo último que tenía entre manos. Era Todo lo que una tarde murió con las bicicletas, de Llucía Ramis. Al empezarlo tuve mis reservas. Sobre todo por ese prólogo un tanto baboso de Carlos Llop, que no sabes si va a elogiar el libro o a contarte cómo se folló a la autora.
Después, mi imagen cambió. No sólo porque cada página que leía me recordaba aquellas palabras de Camba que dicen: «El adjetivo está de capa caída. Sí, señores. Está de capa caída el adjetivo, parásito del sustantivo, al que ahoga con su abrazo como la hiedra al árbol, y no seré yo, precisamente, quien pretenda infundirle nuevos bríos». También porque vi en la escritura de Ramis una honestidad colosal, signifique lo que signifique esta expresión.
Me gustó ese retrato aséptico de la crisis de una mujer de treinta y cinco años soltera, sin hijos y sin trabajo. Sin moralinas. Sin excesivo drama ni sentido del humor. Como la retransmisión de una obra de teatro de madrugada. Encima me recordó a esa Nada de Carmen Laforet trasladada al aislamiento balear. Y me introdujo a una chica que aparece en todas las fotos sonriente, como una buena compañera de cafetería o rollo de botellón nocturno.
Esa inmersión en la lectura, los consejos de Pablo y mi animadversión a una hereditaria voz nasal hicieron que continuara con un inexplicable silencio hacia mis padres. Y que me planteara en serio una forma de cambiar este odio personal. Me ahorraría, sin ir más lejos, escribir estas gilipolleces o decirle que no a una mujer que me propusiese en un camerino salir a cantar. Como la del otro día: