El año del pensamiento mágico.

No conservo ninguna foto de Londres. Estuve una vez hace años y todo lo que hice se quedó en alguna tarjeta perdida en medio del trasvase a lo digital. El caso es que mi memoria de la ciudad aún seguía ligada a las cuatro instantáneas que recordaba. Ni siquiera a lo vivido. En mi mente se solapaban Picadilly Circus con Trafalgar Square o el Tower Brigde con los templos tailandeses del videojuego Pang, nada menos.

Al volver me encontré con que mi casa estaba igualita y mi madre seguía pegada al teléfono. A todo el mundo le decía «No te das cuenta, pero todo puede cambiar de un momento a otro», recordando las jugarretas de una cardiopatía olvidada. Lo repetía en cada conversación, como si fuera Joan Didion en su libro El año del pensamiento mágico.

Mi padre, siendo el más consciente de estas malas pasadas por las que te dirige la existencia, seguía con su filosofía de disfrutar el momento. Ahora, eso sí, pasándose del artículo caduco a los reportajes amplios:

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El periódico que leía mi padre y su último susto me transportaron a la comida con Hervás y Bastenier, un tipo que «piensa todo en términos socioeconómicos», según Enric González. Le pregunté por sitios de Londres y si no tenía problemas para viajar al otro lado del océano después de varios infartos. «No lo sé. Tengo la decencia de no preguntarle a mi corazón si puedo o no volar doce horas. Entre otras cosas porque, como buen periodista, no tengo corazón», se excusó.

Nos lo dijo más o menos como en la foto, con un cigarrillo encendido y cabreándose porque el pan de gamba no era un primer plato, al contrario de lo que ponía en el menú:

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Esa aseveración de Bastenier me llevó a buscar El periodista y el asesino, de Janet Malcolm, en las librerías de segunda mano de Londres. Lo encontré en la que me había recomendado Maruxa después de pasar dos días de mercadillos, de ver Gravity y de mandar una historia desde su espacio de coworking mientras ella y Facundo trabajaban así:

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«Todo periodista que no sea demasiado estúpido o demasiado engreído para no advertir lo que entraña su actividad sabe que lo que hace es moralmente indefendible», leí en el principio del ensayo de la cronista norteamericana, de camino a Barcelona.

Allí me esperaba Tiziana. Antes de indicarme dónde estaba su casa, me dijo «Es en el Raval, el Lavapiés de aquí». Me instalé en su salón y pasé dos días en una mesa con vistas a una callejuela llena de locutorios y tiendas de alimentación que no vendían alcohol. Yustus, su compañero alemán de dos metros, se unía de vez en cuando para colocar un folio al lado del portátil, sacar un molinillo, cortar un cogollo de marihuana con una cadencia de raza superior, esparcirla sobre el papel y enrollarla en un cigarro que parecía un cepillo de dientes. De vez en cuando también preparaba café y lo traía en dos tazas.

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El último día le conté a Tiziana mis visitas.

– Ayer estuve en El Carmelo.

– Eso es como San Blas, ¿no?, contestaba.

– Y antes crucé el Poble Sec, seguía.

– El Vallecas catalán, me decía antes de llevarme a un bar que definió como «El Palentino del Gótico».

– ¿Quedamos en Plaza Catalunya?, preguntaba.

– Vale. En la esquina que se parece a Preciados, respondía.

Esta napolitana arraigada al puente de Vallecas siguió así hasta que le dije:

– Por la mañana me he echado una carrera por la Barceloneta.

– Es que Barcelona no tiene nada que ver con Madrid, se quejó, atravesada por una especie de pensamiento mágico que, como el de mi madre, me ha traído a escribir una entrada que el Lector Malherido criticaría como al libro de Joan Didion: «Una escritura plana, directa y tediosa que no me dice nada, aparte de lo importante que para Alberto García deben sernos sus desgracias».

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