Paola and Matthew.

Escuchar a Cat Stevens me ha trasladado a Bristol. Lo hago últimamente después de ver Harold and Maude con Maruxa en Londres (a lo que volveré más adelante, que merece otra entrada). Mientras, destaco esta ciudad inglesa por Paola y por su chico, Matthew, que parece salido del tema Matthew and son, de Cat Stevens.

Demasiadas interjecciones y alusiones a personas y ciudades para tan poco tiempo y para un párrafo que parece no arrancar nunca, ¿no?

Llegué a Bristol a media mañana, que para allí ya era más bien la hora de la merienda y la gente hacía cola en los bares. En la estación estaba Paola, clavadita a como lo estaba hace nueve años en otra estación, la de Belfast: parca hasta las rodillas, manos en los bolsillos y sonrisa de medio lado a punto de reñirme por algo.

Al vernos nos dimos un abrazo que llevábamos retrasando desde entonces. Tanto fue así que anduvimos por toda la ciudad agarrados como siameses hasta que alguno notó que la sangre le dejaba de correr por la mano. Eso fue en la avenida central de la ciudad, enfrente de la catedral y el ayuntamiento. Allí, Paola me forzaba a echar fotos. «¿Dónde se ha quedado ese tipo dulce y soñador que conocí?», me dijo cabreada después de que le repitiera constantemente que me la picaban la catedral, el ayuntamiento y la avenida central si suponía retirar el brazo de su espalda.

Solo desistí en la primera pintura de Banksy que vimos. Entonces le dije que se pusiera delante, pero de espaldas, para hacer algo que mereciera la pena. No me hizo ni caso y cada segundo se daba la vuelta, así que opté por lo pachanga:

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Salvo por esos espacios de silencio roto por el obturador, estuvimos horas sin parar de hablar. Aparte de las cuatro pinceladas que dio sobre lo que hacía allí, donde ya lleva siete años, a lo que nos dedicamos fue a recordar a gente en común. Muchas veces no nos salían los nombres y necesitábamos pistas para dar con él. Los adjetivos se repetían hasta que dijo «Ah, sí, el autístico», en una mezcla de español e italiano que sólo se veía justificada por su constante movimiento de manos en forma de plegaría y que complementaba con un recurrente «Dío mío, Alberto» cada vez que le preguntaba «Ese era con el que tú te enrrollaste, ¿no?»

Al final tuvimos que pasar por casa y pensar en comer algo. Esperamos a Matthew. Nada más aparecer nos preparamos para salir bajo la lluvia y nos alineamos frente a la puerta. «¿Ya te has tirado un pedo en el pasillo?», me acusó enfurecida. Cuando estaba a punto de reconocer mi culpabilidad, se adelantó Matthew y dijo «He sido yo», a lo que Paola contestó con total naturalidad «It’s all right, babe», como si los suyos no olieran.

Entramos en un restaurante antes de que me llevaran a los pubs locales y a los garitos donde me habían dicho que había una escena musical potente. En uno de estos había un billar vacío y estuvimos jugando un todos contra todos mientras un grupo de chavalitos con tachuelas berreaba al micrófono. Se llamaban Migraña, no digo más. Paola daba tres toques con el palo en cada tiro y miraba a Matthew, que se lo permitía todo, con ternura. En un momento dado me quedé a solas con él. «¿Cómo lo llevas con Paola, que menudo añito me dio a mí, todo el día enfadada?», le pregunté en confianza, intentando lograr algo de intimidad y que encontrase un respiro a tanta rutina de pareja. «Muy bien. Aunque no haya duda de que ‘cabreada’ es la palabra que mejor la define», respondió.

Ningún rencor como para recoger el sofá cama la mañana siguiente, tomar un té y posar así:

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Luego nos volvimos a quedar nosotros dos y nos fuimos todo el día a ver grafitis. Paramos en una cafetería antes de pillar el autobús y me estuvo escribiendo en la libreta todas las películas y series sobre Inglaterra, Italia y la coyuntura socioeconómica mundial que tenía que ver para entender algo de lo que nos pasa alrededor. Como si yo quisiera entender algo de lo que nos pasa alrededor o acercarme una pizca a su conocimiento enciclopédico. Por si acaso, pedimos que nos hicieran una foto, para certificar cómo era cuando aún vivía en la inopia:

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De camino a la estación le hice pararse frente a varios murales y suspiró algún que otro «Menos mal que esto se acaba», recordándome , de nuevo, a los días antes de despedirnos por última vez. Entonces fui yo quien le dije: «Joder, Paola, todo se acaba». Ella me cogió de los hombros, miró al cielo como pidiendo ayuda divina para soportarme y me contestó: «Hay algo que nunca se acaba: la belleza».

Una respuesta

  1. Todas mentiras!! Por eso nunca me mandaste el enlace a este articulo, sabias que te habrias descubierto! Te lo perdono. Licenza poetica.

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