Cogí Johnny Guitar únicamente para ver el diálogo que acompaña a todos los obituarios de Nicholas Ray. Aquel que dice, más o menos, eso de «Dime algo bonito. Miénteme, dime que me has esperado todos estos años y que me has querido como yo te quiero a ti». Si no se tratase de un western en el que Joan Crawford nos enseña a beber Bloody Mary como revulsivo a la resaca, parecería sacado de una película de Disney. Sin embargo, el tipo taciturno que eligió Las Matas para rodar 55 días en Pekín introduce un interrogante que sepulta la melaza: «¿Qué quieres oir?»
«¿Qué queremos oír?», pensaba anoche cuando me crucé con dos chavalitos y uno le decía al otro, muy seguro, «No me gusta sólo por cómo es. También me gusta porque está buena», a modo de hipérbaton que altera el orden de los significantes. Bajaba la Gran Vía después de cumplir el cuarto día de lo que podría titularse como Mi semana con Toni y acababa de despedirme a una hora prudente de éste y Elena Horrillo (pongo el apellido porque es tan indispensable como el de José María García). Tras un par de horas de ponernos al día y caer en la tentación de hablar del pasado, Elena Horrillo se quedó pensativa y dijo: «Si algo he notado con la edad es la hora de irme. Ahora pienso en el edredón de la cama y me importa más que esperar a que me mire el tío bueno de la discoteca».
Esa afirmación resumía la estampa del andén de Príncipe Pío, donde se remarcaba esa criba temporal: al vagón sólo se subían treintañeros y bajaban grupetes jóvenes con bolsas de alcohol. Yo intentaba encontrar algo de literatura en ese ingrato enviste de la existencia y me imaginaba trasladándolo a versos como estos:
Para que yo me llame Alberto García, para que mi ser pese sobre el suelo, fue necesario un ancho espacio y un largo tiempo: Hombres de todo barrio periférico, fértiles vientres de convoy, y cuerpos y más cuerpos fundiéndose incesantes en otro cuerpo nuevo de un Cercanías.Lejos de copiar a Ángel González, lo que me salía era un «me cago en los muertos del concejal de transportes» entre miradas furtivas al minutero. Antes, me había bajado a la manifestación con mi padre. Le avisé de que tenía un montón de amigos que andaban por allí, pero que era un lío quedar con todos. Nada más advertirle sobre mi prioridad paterno-filial se empezó a encontrar gente y me pasé una hora hablando sobre jubilaciones y colegios que ya han cambiado de nombre unas cuantas veces.
También comentamos el fin de semana en su ciudad, Salamanca. No le conté que más que una escapada de tronquetes fue un estadio más de la investigación que está llevando a cabo Elsa para redondear su teoría sobre el ‘falocentrismo’. Para ello necesitaba juntar a, por lo menos, dos o más chicos y un par de amigas de coartada. Con esta sencilla muestra fue articulando todo un reguero de situaciones en las que el ser humano utiliza las múltiples definiciones del miembro masculino como auxiliar del sintagma. «Anoche nos partimos la polla», indicaba Néstor. «No me toques la polla», le respondía Jesús. «¿qué polleces decís?», se mosqueaba Araceli. Y así hasta que llegamos a un bar donde la camarera atendía en shorts y bañador dejando al aire un mapa de tatuajes. Era de una belleza tan insultante que hacíamos turnos para ir a pedir copas. Las chicas también estaban en el sorteo. «Así no se puede. Es competencia desleal», se quejaba Elsa con cuatro minis en la mano. Uno a uno fuimos perdiendo billetes con tal de ver cómo aquella Venus de barra deslizaba los hielos desde una fuente a ras de suelo hasta nuestro vaso.
Por eso estábamos así al día siguiente: Néstor enseñando ombligo tras seis horas en horizontal; Araceli poniéndonos al día de los titulares que aparecían en la prensa internacional a través del móvil, Jesús tratando de dormir como un chucho apaleado y María y Elsa discutiendo por un programa de gitanos:
Tampoco le dije a mi padre que el otro día acabábamos de tomar un café en un bar y a Toni le preguntaron si era actor. Estábamos con Néstor atravesando la Vodafone Square (antes llamada Puerta del Sol) y nos confesó: «Quillo, os juro que tengo la sensación de que a veces me señalan. Tengo que tener un parecido a algún mamón de la tele». Nosotros tardamos en dar con la clave, pero dedujimos que lo que susurraban las parejas que le tiraban fotos con el móvil era «¡Mira: es Anthony Coyle!».
Eso me llevó a recordar que aquel nombre tan anglosajón se contraponía con el del tipo de la charla a la que nos acercamos en Vallecas. Era Rafael Chirbes, que, entre risas cómplices de un auditorio que nos triplicaba la edad, dijo que cada vez se aguantaba menos a él y menos a la gente. Al final, nos acercamos a preguntarle si pasaba de vez en cuando por Tavernes y a Toni se le ocurrió soltarle que cuál era último libro que había leído. Nombró lo menos seis, todos novedades que no llevaban en las librerías más de dos días. «Fijo que es mentira», soltó Toni nada más salir.
(Abajo, una foto de la presentación. La crónica güena, en Pollitolibros.com)
Dejamos al autor de esa historia de la infamia en dos tomos que son Crematorio y En la orilla. Enemigo -según Toni- del punto y aparte, como enemigos fuimos Pablo y yo cuando le abandonamos en una terraza de Entrevías anotando impresiones en una libreta y tomando vino como si se tratase de Baudelaire.
Teníamos que llegar en diez minutos a ver La bicicleta verde en Princesa. Nos esperaba su madre con dos amigas. Pablo cogió el túnel con la moto de la emetreinta como si fuese Cheste y nos tocó sentarnos separados. Al salir, Paloma nos dio un beso con eco en cada mejilla y presumió de su hijo maestro. «Además, ¿a que se parece a Casillas?», tanteó ante la mirada extraña de las amigas.
Entonces yo, como ayer tras hablar con mi padre, me despedí corriendo para llegar al tren. Justo cuando estaba en las escaleras mecánicas me llegó un mensaje de Elsa que decía: ¿Va a haber plan el domingo o qué? Me tenéis hasta la polla».