El otro día salía contrariado de la sauna cuando sonó El Rompeolas. En ese momento creí que a veces el destino se alía con el carácter y te da un poco de aliento en medio de tanta desesperanza. El instante se rompió minutos después, cuando escuché la versión de Vicious de Loquillo, que parece una improvisación adolescente de hoguera de verano. Por eso volví al original y de allí al recurrente I wonder, de Sixto Rodríguez, que sigo machacando en su eterno lamento «I wonder how many times you had sex and If you know who’ll be next».
Todo eso desde el núcleo de mi habitación, que apenas he abandonado durante los últimos días. Solo rompió mi encierro una cita con Maruxa, de paso desde Londres, y alguna sesión de cine. En esa visita fugaz, Maruxa me contó sus proyectos periodísticos en una terraza hasta que exigió buscar un sitio cerrado donde pusieran manzanilla. «Como verás, vivo al límite», explicó.
De aquella actualización quedó un viaje pendiente y un trasnoche en medio de la semana que retrasó el resto de las jornadas. Salvo para mi padre, que siguió escrupulosamente su rutina de madrugar solo para ver a la selección, tal como muestra esta foto en penumbra:
En ese disloque temporal se colaron un par de joyas sorprendentes. La primera fue el capítulo piloto de The Newsroom, que devuelve el esplendor a una profesión en malos momentos. Otra fue coger prestada Broadcast News, traducida como Al filo de la noticia, y pasar una tarde de sillón y manta, como si fuera domingo, en pleno miércoles. Lo tiene todo: triángulo amoroso, últimas horas en pleno telediario y muchos planos en aumento de besos con subrayado musical. Uno se puede hacer a la idea con un fotograma cualquiera:
El viernes también tuve que cambiarme el pijama y salir de casa para ver a Rubén. Quedé para que me enseñara a hacer fotos. Y lo hizo. Con la única pega de que cada vez que me indicaba algo y comparábamos, la suya era mucho mejor. «Pero si hemos puesto los mismos parámetros y la hemos tirado a la vez», protestaba yo, admitiendo la analogía con la cocina de la abuela: por mucho que pongas el mismo aceite, la misma sal y un filete semejante, siempre sabe mucho mejor el suyo. Es lo que mi primo y padrino Manolito define como «el Chi», sosteniéndose en la tradición milenaria china, y que se refiere, aproximadamente, al misterio de la experiencia.
En resumen, que se acercaba el fin de semana y tenía menos joda que un imputado marbellí. Hablé con Pablo y Alvin, que proponían cientos de planes sugerentes. «No tengo ganas de tanto trote. Estoy tranquilo y, además, me siento como oxidado», le dije a Alvin, negando su invitación. «No te preocupes», me tranquilizó, «eso se pasa rápido. Ya verás cómo en unas semanas estás tirando bocao a la segunda caña».
Teniendo en cuenta sus consejos, opté por pasar el sábado en el bautizo de mi primo. Era en Piedrahita, así que teníamos que amanecer temprano para llegar antes de que el cura iniciara el sermón. Durante la misa recorrí las bancadas sacando fotos, aprovechando las clases de Rubén, que me dejó el modo en blanco y negro y todo parecía un reportaje del diario Pueblo. Mirad, si no, una instantánea cualquiera:
Por suerte, retomamos las sanas costumbres después de comer y nos bajamos al salón del bar a echar un mus. Nos enfrentamos los primos contra los hermanos. Pedimos pacharán y nos acomodamos como si fuera a ser un duelo épico. Juanas llegó hasta a aflojarse el cinturón. No sirvió de nada: nos dieron una paliza de escándalo. Pretendimos recuperar la dignidad en el futbolín, y casi nos toca pasar por debajo. Mientras, las mujeres miraban el reloj y esperaban que la perra de los primos de sofocara. Así empezamos nuestra espiral de derrotas:
Nos reunimos con el resto de la comitiva y volvimos a Madrid. De camino, le conté a mi madre que había salido eufórico de la sauna gracias al famoso estribillo «No hables de futuro, es una ilusión» y que pensaba poner tierra de por medio en pos de una carrera profesional fulgurante. Sin tiempo para chorradas y con un relicario de dichos en la chistera, empezó a enumerar las ventajas de poder pasar los días en la habitación y culminó: «Además, ¿qué te crees? ¿No sabes que es muy fácil pasar del caviar a la morcilla?», aniquilando cualquier atisbo de una existencia dedicada al rocanrol.