Poner la cama.

El sábado bajé al chino a comprar tres litronas y el dueño exclamó: «¿Todo eso beber tú solo hoy?». Lo mismo pasó el domingo por la mañana. Entonces le pedí papel para liar y dijo «¿También fumar?», ensanchando los ojos con premura. He pensado que la próxima vez que pase por el bazar le voy a pedir dos botes de lubricante genital, para que se haga una imagen completa de su vecino.

Nada de eso se correspondía del todo a lo que el proveedor de alcohol del pueblo pudiera imaginar. Era una visita de urgencia ante una cena de varios amigos. Acababa de llegar de Madrid y el frigorífico estaba como un solar. Una visión desoladora que arrastraba desde el miércoles.

Primero, quedando con María en una terraza y escuchando sus últimos tres años de vida. Me contó todo tipo de desgracias y acabó con una expresión que le otorgaba al discurso mucho énfasis y una dignidad que parecía difuminada entre relaciones fallidas y dramas familiares. «Después de todo eso, va y me pide dinero. Encima. Eso ya es ser puta y poner la cama».

Lo dijo con tal resignación que acabamos los dos riéndonos. Nos despedimos pronto y me acosté para despertarme temprano y acudir a la Castellana a ver a Manuel Gutiérrez Aragón. Después de charlar sobre sus lugares preferidos de Madrid, le dije con franqueza: «Oye, ¿y de qué va la nueva novela? Es que aún no he podido leerla» y me contestó: «Ni tú ni nadie, porque sale este viernes». Por si fuera poco, al separarnos en la calle solté: «Mucha suerte», como si tuviera que bendecir a un tipo de sesenta años que ocupa un lugar en la Academia de Bellas Artes y con una trayectoria extensa registrada en la wikipedia. Son esas expresiones a destiempo las que me hacen ser un bocazas: darle las gracias al que te está cobrando o decirle adiós a la persona que acaba de indicar que se queda.

Me pasa a menudo. Casi me cuelo de nuevo al día siguiente. Viendo Antes de amanecer y Antes del atardecer con Rastitas. Al final de cada frase arrancaba con un «pues en la tercera…», olvidándome de que mi hermano lleva tres meses impidiéndome hablar de Antes del anochecer porque -el sinvergüenza, que estuvo meses mandándome todos los artículos que hablaban de su estreno- todavía no ha ido a verla. Ahora se mosquea si le cuento la secuencia de veinte minutos del comienzo, la charla intergeneracional de la mitad o el último diálogo.

Todo se pasó el viernes. Entonces el plan lo compartía con Pablo y Siniestro Total por la noche. Teníamos que estar antes para tomar algo con Julián Hernández, el cantante. Al final se echó el tiempo encima y tuvimos que subir al camerino. Allí, Pablo le pidió a Kike Para que nos tirara una foto, para dársela a su padre. Quedó esto:

JULIAN HERNANDEZ

Luego nos bajamos a la sala y nos quedamos rezagados, en la franja que empiezan a ocupar los puretas. Mientras los jóvenes se pegaban con entusiasmo, nosotros sujetábamos la copa marcando distancia. En cada canción, Pablo se giraba y me decía: «Esta me recuerda a un paseo en coche con mi viejo por la Gran Vía» o «Esta es de una tarde en una plaza de Móstoles», trazando una cronología vital a partir de la matanza de jipis en las Cíes o de la llamada del Ayatolá.

Cuando se acabó, Julián Hernández estaba más o menos así, nada que ver con ese aspecto de John el de Belfast con el que nos recibió un par de horas antes.

JULIAN HERNANDEZ CONCIERTO

El sábado, pues, la casa estaba desangelada. Y a medida que pasaba la tarde no paraba de apuntarse gente. Nir trajo a los niños y nos reunimos unas diez personas. Tuvimos que abrir la mesa de las nocheviejas y poner a funcionar el microondas como si fuera un horno de leña. Nir, que dijo que sólo venía a picar algo, terminó sentándose en el centro del banquete y degustando cada plato. Mientras, el resto tuvimos que pasarnos al bebé de mano en mano hasta que su padre terminara de comer. Después, más tranquilos, comentamos varios temas de actualidad. Cada intervención me recordaba algún chiste, así que empezaba y, cuando estaba a punto de atreverme, Nir señalaba a la niña y me miraba con gesto de preocupación. Así cada cinco minutos. «Joder, otro que no puedo contar», me quejaba sin respaldo.  Al final, cogió al pequeño, se despidió como si fuera José Luis Moreno con sus guiñoles y despareció a la vez que Juanas y Julito.

Nos quedamos Luis, Lidia y yo. Con un par de cafés, Luis se desmelenó y me empezó a explicar cada tema de la oposición para subinspector de policía. Nos dieron casi las cuatro de la mañana, y no se fueron hasta que no me vieron en pijama y fregando las sartenes.

Por eso, al día siguiente, que tenía prevista una ruta por la sierra con Pablo, me levanté tarde y bajé a la tienda de alimentación en busca de avituallamiento. Pablo no se presentó, así que me fui a ver si salía del círculo maldito de La Pedriza y Cercedilla. Me acerqué hasta El Escorial y no se me ocurrió nada más que esperar al atardecer y hacerle una foto al monasterio. Pero no una cualquiera. No. Una acorde al estado en el que había pasado la semana: en una especie de reflejo borroso y tras unos días en los que ni el chino ni yo sabíamos bien con quién estábamos tratando.

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