Eran las tres y media. Caminaba por la plaza de Santa Ana solo, con una libreta minúscula y la mochila llena de ropa, cuando me detuvo una chica. Primero se presentó y me preguntó el nombre. Luego me pidió que me quitara las gafas de sol para mirarme a los ojos. Y, por fin, me dijo si la recordaba de una protesta que hubo en mayo. Después de tanto protocolo y ternura, yo no sabía si me iba a pedir una cuota de socio o matrimonio. Fue lo primero. Y menos mal, porque no veas lo complicado que es decirle que no a una nena con peto y carpeta.
¿O no?
Al rato, me contó que era captadora de calle de la oenegé Acción contra el hambre. «Pues me vienes de perlas, porque estoy canino», le dije. No. Lo que le preocupaba eran las hambrunas del cuerno de África y de refugiados por conflictos internacionales. «Lo siento», esquivé, «pero mi única acción contra el hambre es encontrar un reportaje que me saque de la miseria».
Eso me llevó inmediatamente a pensar en que la casa de María no estaba lejos. Le había dicho que me pasaría al café, pero tenía tiempo y estaba que me comía a dios por las patas. Me presenté antes. La Comes estaba metiendo bandejas de pasta en el horno como si fuera la trattoria del Vaticano. Tenía una mesa de seis personas preparada y no le venía bien ningún comensal más, así que se dedicó a esparcir pan rallado por encima de los spaguetti para asegurarse de que no hincaba el tenedor. Dejé caer que me bastaba con un café, por si se tiraba el rollo con alguno de los dulces que siempre rulan por la fonda de Chueca. Cuando, a la media hora, vi que lo único que pasaba por mi boca eran los restos de algún pitillo encendido, la miré con ojos de coatí. «¿No ibas a poner tú la cafetera?», me dijo a lo profe de matemáticas.
Encendí el fuego y me quedé esperando mientras los demás se embutían. Aprovechamos el café para ponernos al día de proyectos. Cada vez que le contaba alguna idea, ella me contestaba «eso lo hice yo hace dos años» o «mira, eso me lo sacaron a mí hace seis meses» y terminé con la innombrable sensación de haber llegado a un sitio cuando la fiesta se ha terminado. De repente tuve la ilusión de que en cada bar o comercio que preguntaba me respondían: «Tranquilo, eso ya nos lo preguntó una tal María Comes». Al final, opté por la opción más madura y le dije «Joder, me tumbas todos los reportajes. Que sepas que no vuelvo a pasar por esta casa».
Me quedaba el consuelo de tener en ciernes una historia jugosa y de haber concretado (esta vez sí) una cena con Rastitas, que ya tiene un pelo caoba ondulado y unos pechos lo suficientemente desarrollados como para no merecerse un mote de hace ocho años. Apareció a la hora y preparamos una olla de arroz que parecía la de la obra social de Casa Caridad. Tomamos algo, nos pusimos al día y acabamos dando un paseo hasta el monte donde iba con mi hermano y mi primo a ver jabalíes.
También le conté el fin de semana en Salamanca. Lo hice, claro, por encima, sin meterme en detalles del grupo. Le expliqué, por ejemplo, que habíamos estado en la piscina. Pero no que allí le di un repaso al fútbol a Pablo y que luego se tomó su revancha en un ring de lucha grecorromana hasta que me cogió como a un ciervo y me tiró al agua.
Tampoco que por la noche, mientras nos preparábamos para salir, Pablo pasaba revista y decía: «A ver, vamos dos con chica, un maricón y un enano, ¿Qué pretendéis?». Álex y Julio se callaban, pero cada uno sabía perfectamente qué lugar le tocaba. Al menos, hasta que llegábamos al futbolín. Allí nos mezclábamos de forma lúbrica y todos nos convertíamos en enemigos. Mirad, si no, los ojos envenenados de Álex y Pablo:
En uno de los euros empeñados nos tocó a Álex y a mí contra ellos dos. Hicimos una remontada tan épica que al encajarles la última bola nos dimos un abrazo que casi acaba en morreo. Entre el calor del garito y el alcohol, nos pusimos un poco idiotas. Por eso, en la foto que sacamos al pasar por la Plaza Mayor aparecemos así, yo poniéndole la mano en la tripa con excesivo cariño y el apoyándose en mi nalga, como dos enamorados que se citan debajo del reloj para tomarse un helado:
Se pasó la noche y llegó el sábado. Nos bajamos en chancletas a dar una vuelta por el centro con la idea de volver a cenar a casa y nos quedamos anclados en el césped de la catedral. Allí se unieron Nuria y las amigas, que nos convencieron de prescindir de la cena y tirar directamente a un bar. Álex y Julio empezaron a renegar. «A mí me jodería salir en bermudas», dijo uno. «A mí, no poder cambiarme las lentillas», añadió el otro. «A mí, cargar con el móvil y la cartera en cada discoteca», seguía diciendo Álex. «Lo jodido sería perder las gafas de sol en un antro», apuntaba Julio de nuevo. Cada uno fue subiendo el tono de queja hasta que Álex dijo: «Lo que más me jodería a mí sería salir por ahí con la cara del Canijo».
Eso también se lo omití a Rastitas. Pasé tan de puntillas que se me olvidó decirle el hambre que me había hecho pasar María Comes y cómo recordé así el gozo del petate y el banco. De la buscada indigencia del viajero y del placer que proporciona el vagabundeo en tierra desconocida. Ella, francamente, tampoco preguntó, así que cambiamos de tema y me dijo que esa misma mañana la habían parado en medio de la calle y se había hecho socia de una asociación. No me dijo ni de cuál se trataba ni que me quitara las gafas de sol, pero sacó una carpeta y me costó mucho decirle que no.