Lo primero que me dijo Haritz al llegar de madrugada a su casa fue ‘¿Qué pasa, gordito?’ mientras partía una tortilla en cuatro y me servía bien de vino. Yo le dije que los kilos de más me hacían lozano, pero que atravesaba un periodo sálubre y apacible en el que me encontraba encantado con mi anatomía.
No pareció convencerle, y después de trasnochar con pacharán nos levantamos obligados a salir a correr. Correr es un decir, porque al salir del caserío ya íbamos trepando la primera cuesta. Nos fuimos acostumbrando y apuramos 20 minutos como niños castigados por el profesor de educación física. Tosíamos y escupíamos como si nuestra garganta fuese una fábrica de tofee.
Nada más volver nos fuimos a Carcans, un cámping francés al lado de Burdeos. Allí estaban Claire, Cloé y Étienne. Nada más saludarnos nos llevaron a la playa y a un bar para jugar a todo tipo de juegos de mesa. Nos echaron tarde, cuando ya no quedaban comensales y nosotros seguíamos repartiendo cartas.
Hasta el día siguiente, que amanecimos con lluvia y un desayuno de trinchera: café sin azúcar y un huevo frito dividido entre cuatro. Yo le advertí a Claire de que la última vez me hizo comer coliflor cruda y rábanos como si fueran los kikos que te ponen de tapa tuve unos gases horrorosos. No sirvió de nada. Me pasó una taza caliente y nos metimos todos debajo de la puerta trasera de su furgoneta, dispuestos a salir de allí como auténticos milicianos:
Ya en su casa pudimos hacer algo más elaborado. Étienne se puso a cortar acelgas en tiras mientras me contaba todo tipo de anécdotas descacharrantes en francés y yo, sin entender un pelo, me arrimaba a la cocina cada vez que pasaba Claire, para que pareciera que estaba ayudando y no creyera que los españoles somos unos vagos:
El sol no cambió mucho nuestra rutina, y desde primera hora ya teníamos una timba montada en el jardín. Cada uno que pasaba se unía al juego y añadía otra botella de vino. Al final estábamos todos de esta guisa, con sombreros para el sol y las manos cansadas de sujetar cartas de UNO:
Esa misma noche, cuando dejamos apartada la baraja y nos dispusimos a escribir personajes célebres para interpretarlos con mímica, Celia se giró y susurró con violencia: «Es la última vez, Canijo, que me paso el día de jueguecitos».
Aún nos quedaba pasar de nuevo por el País Vasco, salir a correr y parar a comer en Zaragoza con Marta. Estuvimos resumiendo seis años en un par de horas. Le contamos hasta que una semana antes habíamos ido a Denia a ver a Pablo y Patri y que estuvimos hablando sin parar hasta que llegaron las gambas. Entonces, cada uno se enfundó una servilleta en el bolsillo, hizo un hueco en el borde del plato y se puso a limpiar gambas como si fueran pipas, sin abrir la boca y mirando al infinito. Tal que así:
Al final del repaso, Marta apagó el cigarro y dijo con un inconfundible toque maño: ¡Jodó, qué paliza!» a lo que venía siendo un lustro de vida perdida y unos cuantos kilos ganados.
Sí, gordísimo. Venga Palomo, no me seas tíaUYLOQUEHADICHO.